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Quemarse con la plancha

 

 

Empezaré diciendo algo honesto: no me gusta cumplir años. No por hacerme mayor y todo este tema de las cremas antiarrugas, anticelulíticas milagrosas o la congelación de óvulos. No. Quizás tenga algo que ver con estos shows de ser protagonista que tanto aborrezco o con algún trauma pasado. Ay, sí. Qué haríamos sin la bendición de los traumas, de menudas nos libran.

 

De niños, cumplir años tenía el sabor de las medialunas de nocilla y los bocadillos de bimbo con chorizo en un mantel de papel abarrotado de ganchitos o Pandilla Drakis, sabía también a fanta de naranja o mucho peor; a tang. Cumplir años era el pastel de nata –cuando a ti nunca te había gustado la nata– y tus amiguitos haciéndote regalos inverosímiles mientras te cantaban lo del cumpleaños feliz. Era también el vestido con vuelo que tu madre te encasquetaba. La guinda del pastel –nunca más bien dicho– la ponía un adulto jocoso que decidía documentar el festejo con una cámara de video. Horror, terror y pavor. ¡Lauritaaaaaa mira a la cámara y di hola!


El cumpleaños era tu abuelo diciéndote que ya eras mayor para 1) el chupete 2) morderte las uñas 3) jugar con muñecas 4) libros con dibujos y poca letra 5) dormir con la luz del baño encendida. Siempre te estabas haciendo mayor para algo y eso era un fastidio. Sin embargo, ayer sonó el teléfono y después de las consabidas felicitaciones vino el mítico:

 

Y qué, Laura, ¿te casas? 

Abuelo, ya sabes que no. Que hay que vivir la vida y es mejor estar hoy con uno, mañana con otro…Un poco de variedad, ¿no? Lo del compromiso ya no se lleva. 


(Tos ronca al otro lado de la línea. Carraspeo.)


Te estás haciendo mayor. ¿A tu generación sabes lo que os pasa? Que probáis el melón antes de comprarlo. Los de mi quinta comprábamos el melón antes de probarlo y ya no había vuelta atrás. Nos lo quedábamos. 


(Suspiros al otro lado del teléfono, los míos.)


Ahora vais picando y no os decidís.

 

Chincho a mi abuelo a menudo para que me repita la cantinela de “la pareja y los melones” y me río siempre igual.

 

Otra historia que quería desempolvar en fechas como estas en las que es hora de recapitular, como decía mi querido Nacho Vegas, es una que me contó una amiga psicóloga. Decía que su hija había sido una niña hiperactiva, la típica que no podía estarse quieta ni un momento y lo tocaba todo. Tenía una obsesión especial con la plancha y cada día desobedecía a su madre y trataba por todos los medios de poner sus deditos en la superficie metálica. La madre, claro, andaba loca tratando de evitar que se quemara. Pero un día desistió de reñirla. Dejó que tocara la plancha y la niña se quemó. Resultado: nunca más volvió a acercarse a la plancha. La moraleja es clara: hay que quemarse. Pero ojo, que no estoy haciendo una apología de chamuscarse el dedo o de darles un chupito de lejía a los niños cuando se ponen pesados. No. La anécdota me hizo pensar en algo interesante: en que a veces quemarse un poco no es negativo. Quizás incluso las planchas tengan otros nombres y no quemen. Pero hay que poner el dedo, aunque sea para quedarnos tranquilos.

 

Leía este fin de semana pasado Lo raro es vivir, de Carmen Martín Gaite y subrayé muchas veces una frase que le dicen a menudo al padre de la protagonista “Ismael, no tomes más indecisiones por hoy, por favor”. En días como los cumpleaños, más allá de tomar pasteles que no lleven nata y sustituir los Pandilla Drakis por vino blanco, hay que acordarse de lo que nos hace feliz, que somos nosotros sin tomar demasiadas indecisiones.

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