Le tomo prestado en parte el título a Julio Cortázar porque sé que ni a él, ni a Glenda, ni a Ramón le importaría. Ramón Lobo (Lagunillas, Venezuela, 1955-Madrid, 2023) será recordado por sus crónicas de guerra y de vida en el límite de la vida, por libros como Isla África, El héroe inexistente, Todos náufragos (unas memorias al estilo del más irónico de los Marx), El día en que murió Kapuscinski, Cuadernos de Kabul y sus lecciones prácticas de periodismo con Mikel Ayestaran (Guerras de ayer y de hoy, editado por Agus Morales en 5W), otro de los muchos viudos que deja este reportero raro. Porque era tan querido dentro y fuera de la profesión como Manu Leguineche, algo insólito entre plumillas, fotógrafos y aves solitarias que tratan de que la muerte de los otros, las desgracias que caen lejos y que debían concernirnos, tengan algún sentido en la crónica general del mundo. Nunca dejó de ser un reportero, y cuando el campo de batalla fue su propio cuerpo se dedicó a quitarle hierro al asunto y a evitar cualquier metáfora bélica que hiciera perder el sentido de la proporción. No le gustaba el peso de la religión y mucho menos el patetismo (su madre, Maud Leyder, fue maestra). En eso parecía un anglosajón (Maud era británica), pero con el contrapeso de la pasión por el fútbol (en concreto el Real Madrid), el sexo y la comida, no siempre en ese orden. Y los gatos, con quienes se entendía porque no eran zalameros, algo que le repateaba en el reino animal y en patio de monipodio de la política. No en vano vivía a un tiro de piedra de la Puerta del Sol y del Palacio Real: en un altillo que le permitía contemplar el poder desde la distancia y asegurarse de que nada humano le fuera ajeno.
Ramón Lobo se empeñó desde muy pronto en uno de los mejores oficios del periodismo, la del reportero, que se parece al tormento de Sísifo. Empujó la piedra cuesta arriba sin perder nunca la sonrisa y cuando era necesario el sarcasmo desde sus inicios en La Voz de América, y luego en la agencia Pyresa, La Gaceta de los Negocios, Expansión, El País (donde fuimos felices y nada ingenuos), El Sol (donde supo que no tenía madera de jefe), El Periódico y la Cadena SER (en A vivir que son dos días contó su ineludible final sin alharacas). De los maestros del oficio aprendió que sin contexto no se pueden entender el fragor de las noticias, que sin acercarse con un buen par de zapatos y una libreta al lugar de los hechos no se puede contar lo que pasa, y que sin buen periodismo lo que triunfan son la desinformación y el cinismo.
[Procesión laica por las tumbas más queridas de Ramón en el Cementerio Civil de Madrid con Nieves Concostrina como guía ilustrada y deslenguada].
Ramón Lobo se hizo querer porque daban ganas de abrazarle, porque era capaz de hacer reír en las peores situaciones (a Íñigo Domínguez, otro de sus grandes amigos en el gremio, tenía casi que consolarte cuando le contaba las insidias de sus correosos dos cánceres no relacionados y un aneurisma que acabaron con su vida, y le echaba tanto humor que tú no sabías cómo consolarle a él). Predicaba con el ejemplo: no tomar partido más que por la verdad, siempre provisional hasta que aparezcan más datos; no tomar partido y en caso de duda ponerse del lado de las víctimas (pero siempre alerta de que no te recluten para tu causa y te conviertas en activista) y porque buscaba una encarnadura humana (una biografía con pelos y señales, como Samuel Taylor-Kamata, a quien le amputaron los dos brazos y la lengua) que permitiera al lector ponerse en el lugar del otro, fuera en Sierra Leona (como en el caso de Samuel) o en Chechenia (donde Putin ensayó su estrategia de tierra quemada), donde nos hizo pasar más miedo a los que lo leíamos que a él.
Nos hicimos amigos en la sección de Internacional de El País, donde nos reíamos tanto mientras tratábamos de cumplir con el Libro de Estilo. Allí hizo algo que los que quieren ser corresponsales de guerra nunca tienen en cuenta: editar. Cuando él estaba en la mesa de edición sabías que estabas a salvo, que las pifias no acabarían en el papel. A él le debo uno de mis mejores títulos: “Mozambique estrena Zapatos”. Él me debe otro: “A la guerra bosnia se va en zig-zag”. Fue fuente de inspiración para jóvenes reporteros porque no hacía alarde de batallitas sino de humanidad. Atesoraba su porción de dolor sin mostrar las heridas, que las tenía. Se hizo formidable reportero en las guerras de los Balcanes, como tantos compañeros de El País y de otros medios. Coincidimos en el terreno cuando él seguía en el diario independiente de la mañana y yo en ABC: nada menos que en la devastada Somalia, donde en medio de los escombros no dejó de contar chistes (no todos eran malos, querido Guillermo Altares, otro viudo, como Gervasio Sánchez, con quien compartimos tanto como comparten los matrimonios: en la salud y en la enfermedad).
Como miembro del jurado del Cirilo Rodríguez siempre hizo gala de su elocuencia y capacidad de persuasión para que votáramos a quien más merecía el premio a la mejor cobertura internacional (que él ganó con sobrados méritos en 2001. También recibió el Manu Leguineche). Lloró hace escasos meses la muerte de Aurelio Martín, alma del Cirilo, y también vinculado al País, como la de Mauricio Vicent, corresponsal en La Habana, otro maestro del humor que no se casaba con nadie y sabía seducir con la palabra escrita y con los ojos, como hacía Ramón. Gran seductor (le he visto, admirado, en acción), preservó su soltería y su decisión de casarse solo con la profesión, aunque María Jiménez Ruz fue la mejor compañera de sus últimos tiempos y le ayudó a gestionar el final. Ironía y amor no siempre son agua y aceite. Eran tal para cual. Lo vamos a añorar porque supo tan bien morir como bien vivir, y eso no se aprende en ningún pupitre ni en ninguna redacción.
[Con compañeras de escudería en Pontas: De izquierda a derecha, Cristina Sánchez-Andrade, Susana Fortes y Teresa Viejo, en Barcelona. Foto: Anna Soler-Pontas].
Este texto se publicó en El Periódico de Catalunya el 3 de agosto.