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Mientras tantoQuerer y poder (aprender ópera en España)

Querer y poder (aprender ópera en España)


 

BassoAcqua

 

Como suele ser habitual, primero hay que querer y luego, que poder.

 

Aprender música, digo. Aprender ópera.

 

En España, lo primero es complicado; y lo segundo, más: el querer hay que traerlo puesto de casa, recordaba aún anoche mientras que escuchaba, desde algún lugar de Cimavilla, a un niño o niña tratando de tocar el Frère Jacques con la flauta dulce. Que es al lugar al que uno puede llegar en el colegio, con suerte. Y en secundaria, se acabaron las tonterías: de música lo justo, y de instrumento, ni hablamos.

 

Con que ya tenemos un primer escollo: que tu madre te ponga ópera, que tus tíos te regalen discos, que tu padre tararee Dylan, que en tu casa haya una guitarra olvidada o un piano tirado en algún sitio. En esta criba ya nos hemos cargado a la mitad de los posibles mozarts del mañana.

 

El resto no saben la que les espera: pueden tratar de sobrevivir al conservatorio, y entregarse en cuerpo y alma a su música y su instrumento para los restos; o bien quedar condenados navegar por ese indómito paraje que son las academias, clases particulares y aprendizajes no reglados, robándole tiempo, por supuesto, a la tabla periódica, la Generación del 98 o el coeficiente de fricción de un plano inclinado.

 

Una vez superados estos obstáculos, viene la vida profesional y, lo que es más complicado, abrir nuevos caminos. Componer, dirigir o interesarse por disciplinas, ámbitos, ritmos y aspectos que se salgan el hecho curricular, cuadrangular de nuestro sistema educativo. Esto roza ya la hazaña, porque a menos que se hayan cursado los años curriculares y cuadrangulares correspondientes, en España no hay modo de obtener ningún papel, documento o diploma que acredite que sabes música, haciendo valer, pues, aquello de que el niño se haga médico o abogado y luego ya veremos.

 

Dicho esto, ¿qué supone estudiar ópera así, en general? Lo mismo, pero más difícil todavía: querer y poder. Haber sentido el impulso y que alguien tenga a bien acogerte bajo su ala y llevarte hasta el escenario. Es decir, si nunca te han llevado al teatro, si nunca lo has visto, no se te ocurrirá dedicarte a ello. Y una vez hecho eso, en España, para quienes aspiramos a dirigir teatro musical algún día, la única opción es la prueba y error: no es que no haya un solo camino curricular, es que está por nacer. Esta es la tierra de la ensaladilla formativa y salvaje (¡no hay diploma que valga!).

 

Así que alguien como yo ha tenido la suerte de aprender algo de música con Pato Muñoz, un bajista único (por mi cuenta), de estudiar y trabajar en cosas periféricas pero tremendamente útiles (por mi cuenta), de aterrizar en un magnífico teatro y un equipo excepcional (por mi cuenta) y de salir adelante en lo que me apasiona (por mis…). Si alguno de estos elementos hubiera fallado, si la alineación de talentos, generosidades y casualidades que he recibido no hubiera sido la que ha sido, no estaríamos hablando de esto. No estaríamos hablando de nada.

 

Una de esas oportunidades personales, de las que me están robando sueño y aportando placer a raudales estos días, está siendo el Curso Intensivo de Bajo Continuo que Pablo Zapico anda impartiendo por España, y que aterriza en Gijón este fin de semana. Y esto ¿qué es? Formación para interesados en el acompañamiento e interpretación de música barroca. Un llenaestadios, vamos.

 

 

Pero también es la fascinación que producen esos hallazgos íntimos que arrebatan horas al reloj, esos que luego dan las mayores satisfacciones y mejores sabores porque sí: esos que, llegado el caso, completan lagunas en mi ensaladilla formativa personal. Así que me puse manos a la obra para llegar en condiciones a la segunda parte del curso, la de este fin de semana. Pablo, que junto con sus hermanos Aarón y Daniel integra el prestigiosísimo grupo Forma Antiqva, ha respondido a cada duda y a cada correo y me ha honrado tratándome como a un alumno, como a uno más, aunque sepa que probablemente nunca me vea en el foso ni aporreando un archilaúd en ninguna catedral.

 

Es la generosidad del que ha tenido que labrárselo, del que, al igual que sus hermanos, se dedica a la docencia por vocación y no por remuneración y entiende en qué punto estamos. Del que (¡sorpresa!) esta semana ha tenido que renunciar a su plaza en un conservatorio (el de Albacete) debido al régimen de incompatibilidades de la Administración.

 

Hace unos meses, a Aarón le ocurrió algo parecido en el de Oviedo: que la ley impide, a todos los efectos, que los músicos profesionales y en activo compaginen una agenda de ese tipo con la docente; o, que, como ha sido el caso de Pablo, tengan más de una actividad pública.

 

Son dos casos, dos muestras de lo que supone un palo en la rueda para la enseñanza, que a su vez constituye un palo más para los alumnos (diletantes, como yo, o entregados, como los que se acaban de quedar sin profesor en Albacete). Con que de nuevo, si no fuera porque tantas manos nos han ido empujando y animando a llegar hasta aquí, y tanta voluntad han puesto algunos profesionales, no estaríamos hablando de esto. Y, una vez más, no estaríamos hablando de nada.

 

Afortunadamente, seguimos siendo muchos los que hemos querido y estamos pudiendo, y muchos los que lo siguen haciendo posible a base de empeño. Pero no puedo evitar preguntarme, con el sacrosanto Frère Jacques clavado en las sienes: Entre los otros muchísimos que no quieren (porque no saben) y que no pueden (porque no les dejan)… ¿A cuántos nos estaremos perdiendo?

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