La pérdida de la expedición
probablemente añadió
más conocimiento
que el que hubiese aportado
su regreso.
VIRGINIA AGUILAR BAUTISTA
Situémonos ante dos situaciones en apariencia distantes pero en realidad muy próximas. La primera tiene lugar en un edificio donde se acaba de cometer un crimen. El vecino del quinto ha asesinado a su mujer después de una discusión que al parecer nadie oyó, y acto seguido llama a la policía, que se presenta en el lugar del crimen poco después, montando un espectacular tinglado de luces y sirenas que devuelven a la vida a todos los vecinos del edificio, hasta entonces abducidos por las pantallas de sus ordenadores o por la televisión. Cuando al día siguiente varios detectives inician la investigación de los hechos y llaman a todas las puertas del inmueble, se encuentran con las mismas respuestas. Nadie se explica qué pasó, nadie sospechó jamás que la sonriente persona que le saludaba cada mañana pudiera acabar cometiendo un acto tan salvaje. Ni siquiera cuando los detectives advierten que se trataba de un hombre con antecedentes por malos tratos y con varias órdenes judiciales de alejamiento, varían los comentarios. Por supuesto, la gente sabe que en casos así reconocer que ya antes había escuchado discusiones o que había sido testigo de algún tipo de violencia verbal o física entre el asesino y la víctima, implicaría cierto grado de complicidad. Ante la imposible (y a menudo injusta) tarea de culpar a otros por el crimen de uno, los detectives (convertidos ahora en involuntarios críticos de cine) piensan que en general la gente suele ser una pésima espectadora de la vida real y que si se depende de ella para prever cualquier drama o tragedia, vamos listos.
Y ahora situémonos ante nuestra segunda situación, que tiene que ver con muchos comentarios y reseñas de The End of the Tour (2015, James Ponsoldt) en Estados Unidos. Una de las opiniones más sangrantes sobre la película fue la del escritor Bret Easton Ellis, que todavía puede escucharse en su programa de radio para la cadena online PodcastOne, durante una conversación con David Shields. Según Ellis, el retrato fílmico de David Foster Wallace como alguien que ve la tele, come en McDonald’s, aconseja a un periodista ser una buena persona o baila con los miembros de una comunidad religiosa, se olvida por completo del tocacojones profesional que podía ser, del crítico implacable cuando algo le disgustaba, del hombre que votó a Ronald Reagan en los ochenta o del ególatra que podía posar e intervenir en los medios de comunicación que luego ponía a caldo. Ateniéndose a observaciones de ese tipo, solo se puede concluir que el cine o bien tiene que mantener en todo momento sus distancias con la realidad, para no contravenir la idea que la gente pueda tener sobre ella, o bien tiene que pasar por alto los caprichosos puntos de vista de los demás y procurar generar un nuevo punto de vista sin pedir disculpas por ello a nadie en absoluto.
Si uno tiene en cuenta que Ellis conoció personalmente a Wallace, aunque resulte difícil establecer la intensidad de su relación, o que ambos son escritores americanos, quizás se podría concluir que la suya es una opinión más autorizada para decir lo que le venga en gana sobre la película. Así las cosas, poco más cabría decir al respecto y en esta misma línea yo mismo debería dejar de escribir y conformarme con pedir a los lectores que escuchen atentamente el programa de radio de Ellis. Sin embargo, y para bien de todos, la cuestión no es tan sencilla e incluso sobre Wallace y sobre la película se pueden decir cosas que contradicen a Ellis, sin necesidad de asumir que sean menos informadas o que tengan menor peso intelectual o hermenéutico. Al fin y al cabo, quienes de verdad conocieron a Wallace y sabían tanto sobre él como para convertirse en implacables jueces de cualquier propuesta que se haga acerca de él, ya sea una película o una ópera rock, deberían recordar que su profundísimo conocimiento no sirvió de mucho para impedir el suicidio de David Foster Wallace el 12 de septiembre de 2008, después de un largo período marcado por la depresión. También a ellos se los podría considerar en parte cómplices de su trágico final o, en el mejor de los casos y para exculparlos, de incompetentes críticos de la realidad que tienen ante sus narices. Siendo generosos, elijamos la segunda opción y pensemos entonces por qué tendríamos que dar más crédito como crítico de cine a alguien de tamaña incompetencia ante la vida diaria y ante las personas con quienes se relaciona.
En una reseña del libro Borges: A Life de Edwin Williamson, Wallace advertía que en general quienes se acercan a la biografía de un novelista suelen ser admiradores de su obra, en busca de constataciones más que de revelaciones, porque las constataciones nos justifican y las revelaciones (cuando no son simples chismorreos) nos contradicen. Sin embargo, lo que suele encontrarse en una biografía sobre alguien a quien admiramos -según Wallace- casi nunca se ajusta a nuestras expectativas, para mal, y aun así a su obra deberíamos seguir concediéndole la misma importancia que le dábamos antes de leer la biografía. El mayor problema suele surgir cuando nos adentramos en la vida de un escritor y leemos datos que intentan domesticar una obra literaria con referencias a su vida personal, convirtiendo todo asunto de ficción en una extensión de los asuntos vitales. Wallace nos proporciona un buen antídoto contra lo anterior al recordarnos que un buen biógrafo no es necesariamente un buen crítico literario, y ahí es donde él encuentra -acaso de manera involuntaria- uno de los grandes paradigmas en el mundo actual, que consiste en creer que el acceso a la información nos libra de nuestra posible incompetencia para entenderla y que no es lo mismo dar una opinión que decir algo interesante, que haga reflexionar a quien lo escucha o lo lee.
Dicho todo lo anterior, añadiré que entender la crítica cinematográfica como un simple asunto en el que basta con expresar nuestra agrado o desagrado ante una película, me parece un error. Ese tipo de práctica vale para escribir un tuit (y que a uno le sobren muchos de los 140 caracteres para hacerlo) pero no convierte a nadie en crítico. Y de nada vale alargar una opinión en Facebook o en un blog, dándole vueltas a los motivos por los que algo nos gusta o no nos gusta, como si la extensión pudiese paliar las incomprensibles respuestas de nuestros apetitos. Un crítico no es un juez que aúpa o criminaliza a la gente por actos tan inofensivos como los artísticos, aun cuando a veces nos parezca que ponen en cuestión los supuestos mecanismos de seguridad de nuestro mundito. Tampoco es un cronista de sociedad a quien escuchamos porque es el primero en llegar a la fiesta de moda o por poner su pie en La Luna antes que nadie. La crítica se define no por su facilidad para trazar teorías sino más bien por las dificultades a las que se somete, porque en ningún caso trabaja con criterios verificables (que demuestren que una película o un libro o un cuadro son, en efecto, buenos o malos). Pongamos, por tanto, que la crítica es más un camino que una meta, un camino no muy distinto al emprendido por Wallace (Jason Segel) en The End of the Tour. En ese sentido, la película me parece más un propuesta para llegar a Wallace que una propuesta sobre Wallace, a quien no llegué a conocer y cuya obra siempre me ha resultado el producto perfecto de una sociedad central en la percepción que tenemos en Occidente de la cultura, pero no tan novedosa como se pretende. A Wallace lo traducimos al castellano porque en España y en general en toda Europa prestamos mucha atención a lo que los medios de comunicación encumbran en Estados Unidos, lo veneramos o lo descalificamos porque su ubicua presencia en los medios y en el mercado nos obligan a hablar sobre él tengamos o no algo que decir al respecto (de otro modo daríamos la sensación de no estar al día y vivir en Babia, Guadalajara o algún pueblo perdido de Virginia Occidental), y porque por encima se hacen películas y se escriben libros sobre él (que además vienen avalados por cierto revuelo entre el público estadounidense, cuyo escándalo nos parece imprescindible compartir).
Del mismo modo que en España es más posible que hayamos visto la segunda temporada de The Knick, Fargo o True Detective que la miniserie basada en la novela Crematorio de Rafael Chirbes, es muy posible que el David Foster Wallace que vemos en The End of the Tour no se parezca en nada a quien nos esperamos después de su canonización mediática. Más que un ejemplo de la construcción mitológica de un artista a la que nos tiene acostumbrados el cine, la película nos presenta a un individuo tímido, convencional (pese al posible friquismo que nos produzca contemplarlo mimar a sus perros o viendo la televisión con cara de bobalicón), respetuoso (manteniendo la distancia que uno debe observar entre su interacción directa con el mundo y su verdadera opinión cuando se pone a analizarlo por escrito), simple en sus hábitos alimenticios (conforme con comerse una hamburguesa con patatas fritas), humilde (porque no hace alardes de su fama e importancia aunque haya una escena donde pone de relieve un ligero interés por su imagen en los medios de comunicación), etcétera, etcétera. Nunca lo vemos leer y mucho menos escribir, nunca lo escuchamos decir nada realmente brillante (solo cosas sensatas que hasta el común de los mortales debería tener presentes), nunca utiliza la tecnología que supuestamente conocía tan bien, y no le observamos actitudes de rechazo o cuestionamiento de la sociedad en la que se mueve. Es como si The End of the Tour quisiera alejarse de todo lo que normalmente convertimos en señas de identidad de un escritor en nuestra sociedad del espectáculo, marcada por el culto al dinero, la celebridad, la belleza, la juventud o el poder, donde todo creemos saberlo sobre los demás y donde cada vez nos desconocemos más a nosotros mismos (como si nos hubiéramos convertido en clones de Dorian Gray y nos aterrase observar nuestra imagen en el espejo, donde muchas fantasías se vienen abajo).
La película, de hecho, posiblemente utilice a Wallace y no se preocupe tanto por darle una forma acorde a los deseos de sus fans. Posiblemente más que sobre Wallace trate sobre alguien que se llama David y se apellida Foster Wallace, a quien desea entrevistar otro David, en su caso Lipsky (Jess Eisenberg), para la revista Rolling Stone. Posiblemente trate sobre dos Davids, escritores ambos, uno desproporcionadamente famoso después de la publicación de La broma infinita y el otro infinitamente desconocido tras la publicación de The Art Fair. Posiblemente trate sobre alguien a quien la suerte no ha sonreído y que solo quiere demostrar que es más merecedor de la fama y el prestigio que quienes los consiguen, y sobre alguien que ha alcanzado esa fama y ese prestigio y se siente demasiado abrumado como para procesarlos de una manera comprensible. Y posiblemente trate de recordarnos que los grandes hombres no son marionetas de nuestras expectativas sobre la grandeza (que a lo mejor no consiste en ser sobresaliente sino en ser otra cosa, relacionada con la honestidad para ser tú mismo en un mundo que se empeña en hacernos ser personas diferentes: guapas, inteligentes, jóvenes y famosas).
El argumento es simple. David Lipsky, un periodista en prácticas, convence al director de Rolling Stone (Ron Livingstone) para que le permita seguir a David Foster Wallace en el último tramo de su gira promocional de La broma infinita. La casa de este último está en Bloomington (Illinois), adonde han llegado el invierno y la nieve, y donde uno parece estar a una distancia sideral de los centros culturales estadounidenses. A partir de ahí comienza un viaje con más silencios que conversaciones, con cigarrillos y alcohol (como formas de dependencia contra las que suelen luchar la mayoría de las personas en la sociedad actual, y contra las que Wallace luchó a lo largo de su vida para que no agravasen su precaria estabilidad emocional), paradas en restaurantes de comida basura, películas baratas en centros comerciales, y flirteos rastreros (como el de Lipsky con una ex novia de Foster Wallace, delante de este último).
No, el Wallace de The End of the Tour no es quien nos gustaría que fuese, genial e inspirador, y tampoco es un ser reprobable a quien podamos enjuiciar como persona para atenuar su grandeza literaria. Como la propia película, es alguien muy pequeñito, casi insignificante, que destruye nuestras certezas y expectativas. Y si es de esa manera, tan tremendamente normal (entre comillas) es porque quizás nos está pidiendo que a partir de este preciso momento dejemos de proyectar nuestras fantasías en la realidad, y dejemos de esperar que un escritor se comporte como una estrella del rock (soltando frases lapidarias e irrefutables a cada instante). Quizás lo que nos pide es que ni lo exculpemos ni lo criminalicemos, solo que lo observemos mejor por si alguna vez tenemos la oportunidad de encontrarnos ante un escritor o un artista, y que no lo reduzcamos a una frase o una opinión, por favorable que pueda ser, y comencemos a tratarlo como a un ser humano, con sus debilidades y contradicciones, antes de que nos sorprenda cometiendo un acto atroz e irreversible, sin que mientras tanto hayamos hecho nada para evitar que el final de las historias siempre ponga de manifiesto nuestra profunda incompetencia como espectadores de la realidad y como críticos de cine.