Si ahora mismo, en plena madrugada, entrara por la puerta y se sentara a mi lado no sabría qué decirle. Si me pusiera la mano sobre el hombro, como el hermano mayor que murió tres años antes de que yo naciera, y a quien he añorado con la nostalgia absurda de un miembro amputado, o el hijo que jamás me he atrevido a tener, me echaría a llorar por haberle traicionado tanto. O me daría un ataque de pánico como si la muerte se hubiera adelantado y quisiera escuchar mis argumentos.
¿Quién eres?
He aplazado la pregunta toda mi vida, aunque finja hacérmela a menudo en la intimidad de unos cuadernos forrados con papel de estraza azul que han acabado por convertirse en mi íntima muralla china… de tinta.
¿De dónde vienes?
En aquel país llovía. Mi abuela hablaba con las gallinas y no le temía al fuego, aparecía entre los altos tallos del maíz como una mujer hecha de tierra con el delantal lleno de fruta que ni los pájaros querían.
¿Por qué?
Nos hacíamos preguntas insondables en el cenador del verano. Las ciudades no practicaban el derroche de encenderse por las noches para que los dioses extraterrestres tuvieran envidia de nuestra prosperidad y se orientaran en una Vía Láctea que nos atraía como los labios de papel de nuestras primas.
¿Cuándo?
El franquismo era el cuarto de derrota, el marco escolar, un paisaje vital que solo la ideología retrospectiva con la que nos gusta alterar el curso de la historia y nuestro papel en ella puede definir como grisalla. No se hablaba de política. Ni siquiera esa palabra existía en el vocabulario de los pérsicos, la matanza, las guerras de terrones y manzanas, el árbol de la Consolación en el que surcábamos la finca como un bombardero que era el colmo de la inocencia.
¿Cómo?
No lo sé. Me he ido alejando de ti, y atesoro un carcaj de frases hechas para justificarme. Pero si entraras ahora mismo en este cuarto que desde la calle parece una ventana de ámbar en la que parpadea un insecto que quiere tener conciencia no sabría cómo explicarte en qué me he convertido. Es como aquel cosmonauta soviético que volvió a un país que había dejado de existir. Si al menos lloviera, si tuviera tiempo de quedarme aquí el tiempo suficiente para sacar esos viejos libros de su espera y leer para que él y yo (tu yo), cogidos de la mano, pudiéramos bajar los escalones cubiertos de verdín hasta el primer mar del mundo. Hasta la infancia que se ha vuelto un espejismo…
(Fotografía: Corina Arranz)