El estreno de Peter Grimes, en 1945, en el Sadler’s Wells de Londres, fue el primer éxito de Benjamin Britten digno de ese nombre. La ópera, en tres actos y con cuatro interludios, cuenta la historia de un pescador cuyos vecinos desprecian. Con mucha inteligencia, Britten plantea un problema complejísimo, en el que la mezquindad de los unos contribuye a la maldad del otro. «Cuando más despiadada es la sociedad, más despiadado es el individuo». Resumamos el libreto: Grimes es declarado inocente de la muerte de su ayudante, un joven al que compró en un orfanato (práctica que no parece espantar a nadie) para que trabajase junto a él. El veredicto no acalla las maledicencias de los habitantes del pequeño pueblo pesquero de Borough, y Grimes, que solo cuenta con el afecto de Ellen Orford, la maestra del pueblo, y el capitán Balstrode, se obsesiona con hacerse rico, comprar una casa y montar un negocio para darle con su éxito en las narices a todos. Para ello vuelve a buscarse (a comprar) un grumete, despertando nuevas sospechas y rumores. Durante toda la ópera, el libreto insiste en acusaciones ambiguas («ya está de nuevo»), como si los niños que trabajan para Grimes no corriesen solo el peligro de morir ahogados. Este ambiente opresivo desencadena en nuestro amigo el pescador un comportamiento desesperado, que termina con otro ayudante descalabrado. Llegados a este punto, su amigo Balstrode, sabiendo que está todo perdido, le anima a alejarse en su barca y a hundirse en el mar. La ópera termina con los habitantes de Borough cuchicheando sobre una embarcación que se está yendo a pique demasiado lejos como para que dé tiempo a rescatarla. Inmediatamente, regresan a sus labores.
En Peter Grimes se aúnan, para nuestra fortuna, la brillantísima música de Britten con el extraordinario libreto de Montagu Slater. Así, el protagonista pronuncia unos parlamentos hermosísimos, como aquel en el que se lamenta de no poder detener el curso de los astros para volver a comenzar de nuevo, o ese momento del acto segundo en el que se nos resume la angustia del personaje:
En sueños he construido un agradable hogar
para que su corazón permanezca
a salvo de la tormenta.
En él olvidará pronto los rigores del trabajo
de aquellos lejanos y oscuros días
y la paz la envolverá como niebla de septiembre.
La sabiduría que atesoran todos los libros,
será muy inferior a la que habrá tras sus puertas.
Comparado con nosotros, ¡el rico será pobre!
He visto en las estrellas la vida que gozaremos:
un jardín de frutas, niños jugando en la playa,
un bonito porche blanco y el amor de una mujer.
Pero los sueños se pueden desvanecer.
Los dedos de los muertos se agitan
para deshacer mis ilusiones.
Oigo voces en mis oídos gritándome que no hay
una piedra en toda la tierra donde yo pueda
construir un hogar y vivir en paz.
En el Teatro Real está en cartel una versión de Peter Grimes dirigida por Ivor Bolton en el foso y Deborah Warner en la escenografía, quien ya había hecho, en el mismo teatro, un notabilísimo Billy Budd. Lo diré claro: la producción es maravillosa. Bolton nos ofrece casi tres horas de una música delicada, de una plasticidad (la tormenta, el amanecer, el sonido de las insidias) y un dramatismo (los soliloquios del pescador, las escenas de la multitud enfadada, el lamento por la muerte del niño) asombrosos. El montaje de Warner es austero y preciso, donde pocos elementos caracterizan al pueblo y sus moradores (las cajas de pescado, las redes, las ropas de faena). Nuevamente, disfrutamos de un sobresaliente trabajo de iluminación y de una esmerada dirección de actores. El elenco de cantantes, encabezado por el tenor inglés Allan Clayton, es igualmente brillante.
Quisiera destacar el titánico esfuerzo que hay que realizar, en estos tiempos de impedimentos y restricciones, no ya para mantener una programación digna de ese nombre (los teatros europeos están cerrados, recordémoslo), sino para hacer funcionar un espectáculo de esta calidad, que en circunstancias normales merecería nuestro aplauso; en estas excepcionales, nuestra ovación.