No sé quién se equivocó. Pero cuando llegué esta tarde, con más de una hora de antelación, a recoger las entradas me dijeron que la víspera me las habían estado guardando hasta que llegó la hora de la función. Y se perdieron. ¿Ayer?
Me costó recordar dónde estaba ayer (ese ayer concreto) a la hora de la función. Ah, sí, hablando del viaje como camino de conocimiento con María Belmonte en la Institución Libre de Enseñanza. Recupero [después de haber visto la obra] apenas un par de párrafos que se quedaron en el tintero. El primero procede del Diario de un invierno en Tokio, de Matías Serra Bradford:
“Una niña pasa en monopatín por una vereda llovida. Viaja en tres dimensiones: sobre el vehículo, invertida en su reflejo, y en la dimensión inaccesible de la foto que no llegó a tiempo”.
Y mi exégesis (si nos ponemos estupendos): “No es lo mismo mojada que llovida. Las fotos que no tuvimos tiempo de hacer y afortunadamente se perdieron para siempre. Los labios que no besamos. El amor que no hicimos. Recuento. Para la obra de teatro. La firma ostensiblemente segura de mi padre, como un spinnaker. Mi firma desapareciendo como el increíble hombre menguante”.
Por eso no creo que el error fuese mío. Pero puede que sí. Fueron compasivos. Me proporcionaron dos entradas para hoy. Eran muy buenas. Fila 3, y en la antigua posición del teatro a la italiana, roto para este montaje. Aproveché para explorar el barrio para la clase de mañana sobre cómo encontrar historias para mis alumnos del Máster de Reporterismo Internacional. No conseguí que el director del Centro Dramático Nacional (Alfredo Sanzol) se pusiera a tiro para que alumnos que quieren convertirse en reporteros, enviados especiales o corresponsales le frieran a tiros sobre dónde encuentra un dramaturgo los temas y los argumentos de sus piezas. Así, además, había pensado interesadamente, hubiéramos tenido un techo bajo el que cobijarnos a las cuatro de la tarde, que era la hora de comienzo de la clase teórico-práctica. Pero no pudo ser, a pesar del interés que en principio mostró el autor de El bar que se tragó a todos los españoles. Por problemas de agenda.
Probé primero en una librería. No era posible. No abrían hasta las cinco. Y el librero (al que encargué por cierto La figura del mundo. El orden secreto de las cosas, de Juan Villoro) no estaba dispuesto a venirse una hora antes, en plena sobremesa, para abrir su sótano a una veintena de desconocidos. Luego en un restaurante llamado Los rotos. Hablé con Mercedes, la encargada (“casi vivo aquí”). Sí que era posible. Y finalmente entré en la galería de arte de una vieja conocida, Marta Cervera. Ella no estaba, pero sí Circe. Sus padres le pusieron ese nombre no por Lawrence Durrell, sino por La Odisea. ¿Circe era uno de los volúmenes de El cuarteto de Alejandría? No. Flaquezas de la memoria. En la galería está exponiendo mi amiga Menchu Lamas (“cuanto más mayor, más sabia, más libre, más niña. Es historia viva de la pintura y sus cuadros son ventanas practicables”), gallega nacida en Venezuela. Allí nos acogerán finalmente mañana antes de que los alumnos partan en estampida a contar el barrio. Veremos qué historias son capaces de sacar a la luz.
En realidad teníamos que haber quedado con Lucía Carballal. ¿Cómo encuentra ella sus historias teatrales y por qué?
Los nuestros tiene un subtítulo: ¿Qué une a una familia? Me hizo pensar mucho en la mía. También en la de Ori: judíos marroquíes, sefardíes que vuelven a España. Es lo que la abuela, Dinorah, cuya muerte no celebran sino lamentan, les dijo a los Reyes Católicos tras desviarse a Granada y plantarse ante el mármol de su tumba: “¡Hemos vuelto!”.
También me acordé mucho de Tánger, ciudad a la que Reina, la madre, pretende volver.
El montaje, dirigido de forma asombrosa por la propia Lucía Carballal, es como un guante de esparto y hierro, de seda y papel de lija, para esta obra que se construye ante nuestros ojos con la misma claridad, ternura, poesía, violencia, desconcierto y peligro que esa torre escenográfica donde se cifra toda la vida de comerciantes de la familia que la madre heredó y gestiona. Parece a punto de caerse, como una suerte de amenaza pop hiperrealista en una corrala posmoderna. Pero no.
No sé por qué, y espero que no se vea como un chiste malo, pero Miki Esparbé, que interpreta el papel del hijo, que viene de Londres, va a tirar la toalla como dramaturgo y va a tener un hijo y desea tanto como teme tenerlo, me recuerda a un Alberto Núñez Feijóo joven, feo, tenso, brillante, cínico y dubitativo. Menos tonto que el Feijóo contemporáneo.
Lucía Carballal no se lo pone fácil ni a los personajes ni a los actores ni a sí misma ni a los espectadores. Pero desde que empieza la función, que dura casi dos horas, y en la que la religión, la identidad, la pertenencia, la familia, los lazos que asfixian, la paternidad y la matanza contemporánea en Gaza y Cisjordania están tan presentes que a veces Los nuestros (afortunadamente), se hace muy dura de ver.
Hay ironía, humor, música (la canción que amaba Dinorah y que cantan todos los personajes micrófono en mano, dirigiéndose al público a plena luz, como un gran circo mundial de la emoción, es un momento especialmente feliz que me llenó los ojos de agua), historia y grandes preguntas para cada uno de nosotros.
Aquí sí hay un gran teatro del mundo. Riesgo y esfuerzo. Y mucha emoción política y vital.
A la salida compré un ejemplar de La fortaleza y Los nuestros. Era el 26 de marzo, aunque en el colofón del libro editado por La uña rota se dice que se terminó de imprimir el 30 de marzo: pan recién cocido. Y empecé a leerlo esa misma noche.
“Alejandra Sabá: Hubo momentos en que sentí algo de miedo. Especialmente después de los atentados de Hamás del 7 de octubre de 2023 y de todo el horror posterior, sentí que mucha gente haría una asociación y rechazaría a los personajes solo por ser judíos, independientemente de que la obra no trate sobre lo que está pasando allí. También me daba miedo que la Comunidad Judía estuviese en desacuerdo con el posicionamiento de algunos de los personajes en lo referido a la política de Israel”.
El miedo a que la política contamine de forma irreversible una obra de teatro que interviene en el curso de nuestro tiempo y nos interpela.
“En el duelo no cabe la vanidad”.
Eso que algunos hacen: ocupar el lugar del muerto. O ponerse medallas sobre la amistad y la admiración del muerto del que ahora se aprovecha para al elogiarle elogiarse. Por no hablar de esa extraña costumbre de aplaudir en los funerales. ¿Aplauden al que se va o se aplauden a sí mismos para celebrar su sensible generosidad y su compasión ejemplar?
“otra cosa muy distinta es lo que hacen los niños con la vida de los demás. Especialmente con una vida de escritor”.
Siempre Franz Kafka. Aunque a esa fase nunca llegué. Pero estaba siempre ahí.
“Esther: ‘Judía avergonzada’: lo peor que tus abuelos nos podían llamar. A tu madre se lo decían constantemente. ¿Eh, amiga? Cuando te saltabas la cena del viernes y llegabas tarde, fumada, con algún rastafari cogido del brazo, ¿qué te decía mamá? ‘¡Juive honteuse!, ¡juive honteuse!’. Recuerdo el día que contestaste: ‘Avergonzada no, mamá…’, ¿te acuerdas? Dime, ¿te acuerdas o no?
Reina: ‘… Desvergonzada en todo caso’ (…). Supergraciosa”.
Avergonzada/desvergonzada. Dos palabras que se tocan y se hieren.
“El dolor no se convoca, no acude cuando lo llamas; es al revés: el dolor llega sin avisar, te parte el día y la tarde y todo”.
La forma en que el dolor aparece. Cada uno ha de buscar en su memoria.
“Reina: Va envejeciendo el roble.
Marina: Y está cubierto de hiedra y rodeado de rosas y moras y azaleas… todo bastante asalvajado. Cuando lo vimos, pensamos ‘queremos ver este roble cada día’, ‘tenemos que vivir aquí’.
Reina: (A Marina.) ¿Tú me traerías ese micrófono de ahí?
Marina obedece.
Pablo: Mamá, ¿se puede saber qué haces?
Reina: (A Marina.) Y, cuando puedas, una hiedra preciosa que hay ahí.
Pablo: ¿Vas a seguir llenado esto con sus cosas?
Reina: ¿Por qué te molestan tanto las cosas?
Pablo: A mí me encantan las cosas.
Marina: ¿La hiedra dices que está por allí?
Reina: Sí, ahí delante la tienes.
Pablo: Sobre todo, el stock viejo de la empresa, que ya nunca va a venderse. Todas las alfombras, las cachimbas, los kaftanes…
Reina: (A Marina.) También dos mesas naranjas que hay por ahí.
Esther acude para ayudar a Marina.
Esther: Reina, esas mesas pesan un quintal.
Reina: (A Pablo.) Si me sacaras las sillas de ratán, las que compró el abuelo en Fez, te lo agradezco.
Pablo: Claro que sí, sillas de ratán…
Reina: Traídas de Tánger, preciosas. (A Esther y Marina.) Y por aquí le ponéis un hule. Esa mesa sin hule, no, por favor. (A Pablo.) Los veladores también.
Marina: (A Reina, por las mesas.) ¿Dónde las quieres? ¿Por aquí?
Pablo: (A los niños.) Claudia, Rubén. Esto que estáis viendo es una transición, ¿vale? Una transición en teatro se usa normalmente para unir escenas de forma fluida. Si el escenario tiene una serie de cosas, salen otras nuevas; pero no se nota ese cambio. Lo que pasa es que aquí vuestra tía ha querido hacer esa transición de mierda…”.
Aspectos que le dan a este montaje su vuelo y que explican el peso extraordinario (un Titanic vertical) de la escenografía (obra de Pablo Chaves Maza AAPEE): un roble centenario (del que solo se habla y tenemos que imaginar) junto al que vivir hoy, el alma de los objetos concretos que configuran nuestra vida y le dan patas a la memoria, y la conciencia de estar haciendo teatro mencionando directamente la transición. Efecto V, que en vez de distanciar aquí resulta que conmueve aún más, porque le da más verdad a la obra dándole teatralidad.
«Pablo: (…) voy a dejar de escribir, voy a dejar el teatro.
Reina: ¿Qué estás diciendo tú?
Pablo: ‘¿Qué estás diciendo tú?’, ‘no puede ser’, ‘con el talento que tú tienes’. En mi opinión está ya escrita esta escena”.
Dejar el teatro… que yo dejé hace tiempo, y en realidad nunca dejé del todo, y al que quiero regresar, y más después de ver una obra como Los nuestros. Una escena no termina de estar escrita hasta que se hace, hasta que se interpreta, sube a un escenario. A la vida efímera de un teatro, ante los sentidos de los espectadores presentes. Nunca a través de una pantalla. El teatro es algo que ocurre en el tiempo.
“Que no te he oído”.
Eso pasa algunas veces dentro de la obra. Y hay partes que los espectadores tampoco oímos a causa de la música, y acaso es bueno que así sea, porque hay muchas cosas en la vida que tampoco oímos con claridad. Como ráfagas de conversaciones que nos pasan como dardos en la calle.
“Tamar: Me preguntas cómo estoy. ¿Sabes por qué no te contesté? (Pausa.) Si yo pongo mi relato aquí, si os importa o si os conmueve mi relato de chica israelí, seréis rechazados. Y nadie quiere eso. Y yo no quiero ser quien traiga la guerra hasta esta casa de Madrid, barrio de Chamberí, a esta casa de luto por una buena mujer marroquí, y que celebra a un bebé que se espera. ¿Tú la deseas? ¿Aquí? ¿La guerra? Porque tan solo mencionarla un momento hace que el aire sea más denso, ¿lo notáis ya, que es más denso? Así que imaginaos decir ‘mis padres viven allí, en Israel, mis padres, a los que quiero’, decir ‘he estudiado allí’, ‘me he enamorado allí’, ‘he sido feliz allí… en una ciudad no tan distinta de esta, en un barrio como ese en el que vivías en Londres’. ¿Vives aún en aquel barrio? Un barrio como el mío en Tel Aviv, con cafeterías con gente guapa que pide café latte y lee y escribe mails en el portátil, un barrio amable donde la gente como vosotros tiene problemas como los vuestros, toda esa gente mía que quizá no volveré a ver porque yo no puedo estar en Tel Aviv.
No puedo estar allí porque todo está radiado. Todo está enfermo. Todo está roto.
‘¿Y eso es todo lo que vas a decir de una situación tan espeluznante, de un espanto tal, ¿vas a dejarlo así? Un poco tibio lo veo. Porque percibo… briznas de ambigüedad, briznas de ambigüedad, briznas de compasión por los tuyos. Tu crítica no es suficiente, tu activismo no es suficiente, tu repulsión no es suficiente. No es suficiente que te hayas ido de allí, que te hayas despedido una por una de toda la gente a la que amas; así que sigue, habla más claro, posiciónate más hasta que yo me quede tranquilo.
Y allí también, en Tel Aviv. Allí en la mesa de la cocina con mis padres en estado de shock hablando de la reforma que necesita la cocina mientras tan cerca, al otro lado, la gente es masacrada en nuestro nombre, allí también: ‘posiciónate más, Tamar, más claramente, hija, qué quieres decir cuando no nos dices nada, ¿quieres decir que justificas lo que nos hicieron esos bárbaros?, no dices nada’. Pero no puedo decir nada. Yo solo caigo. Y sé que nadie en ningún lado va a alargar el brazo para salvarme, para decir ‘ven con nosotros, eres de las nuestras’, eso no es algo que yo espere ya. Ni aquí ni en ningún lado: no volveré a estar en casa.
Y ahora decidme cómo salimos de aquí. Visto el espanto. Introducido el horror del mundo en la obra pequeño burguesa sobre la memoria y la pertenencia. Cómo se sale de aquí. Cómo recordamos que todo aquello está pasando lejos. Que no tiene que ver con vosotros. Ni con tu árbol de Bristol. Ni con la brisa de Tánger aquellos días. Ni con el daño que os hacéis tu madre y tú. Ni con el miedo a tener un hijo. Aun sabiendo que es el relato traumático de la prima lejana, decidme cómo sacamos la obra de aquí.
¿Cómo saltamos al estado de ánimo estándar, ‘comprometido’, pero ‘chill’?
¿Cómo pasáis a otro story? Al del koala que abraza a un gato. Al de la dieta del ayuno intermitente. Decidme cómo lo hacéis, de verdad os lo pido, porque yo he venido desde muy lejos a aprender ese gesto. A hacer la obra familiar. A que me pasen cosas nuevas y bonitas. A que me dejen empezar de cero. Decidme cómo lo hacéis, cómo avanzáis, cómo avanzáis. ¿Cómo lo hacéis?”.
Sí, el aire se hizo más denso en el teatro. El silencio se hizo más punzante, como si estuviéramos rozando con los dedos de la imaginación el filo de una navaja, o un alambre de concertina. Es tan fácil cortarse… No, no es una obra pequeño burguesa sobre la memoria y la pertenencia, aunque lo diga la autora a través de uno de sus personajes. Pero, sí, ¿cómo de tocados, conmovidos, removidos salíamos de la función? Traer la guerra a una casa de Madrid. Mientras nos olvidamos concienzudamente de la guerra de Ucrania, y muchos buenos amigos cargados de buenas intenciones quieren una paz a toda costa porque son sensibles a la muerte y el sufrimiento, y no quieren ni oír hablar de rearme porque ellos son personas de buen corazón que late a la izquierda del pecho, y las armas son malas porque las carga el diablo, y quieren seguir viviendo como han vivido toda su vida, y no están dispuestos a renunciar a nada, claro, y… ¿Respecto a lo que pasa en Gaza, ese genocidio en directo? Cuando vi Zona de interés pensé en que los israelíes, que habían legitimado su inalienable derecho a la vida y a defenderse de quienes buscan su exterminio en las lecciones del Holocausto, se han convertido en horrendos verdugos, y que a partir de ahora el cine debería empezar a hacer más películas sobre la desgracia palestina (o saharaui) y no sobre la eterna culpa europea y los crímenes nazis. Pero la industria de la culpa está en manos de los dueños de la historia, y mucho han de cambiar las tornas para que se haga justicia antes de que sea demasiado tarde, que ya lo será para siempre para los 50.000 palestinos muertos y contando… También en el País Vasco todo el precioso paisaje estuvo radiado, todo estuvo enfermo. Y quedan vestigios de esa radiación, aunque no queramos verlo, y prefiramos pasar página, olvidar. Vivir como si.
“¿Sólo se cambia de joven, después ya no?”.
Creo que he cambiado mucho desde que era joven, pero me parece que últimamente mucho más.
“Pablo: (…) Creo que estamos teniendo un hijo porque no sabemos qué hacer”.
Por eso (y por otras razones que no vienen al caso, como el egoísmo, la cobardía y lo que he vivido al asomarme al dolor de los demás en las guerras) no he querido tener un hijo salvo en breves, muy fugaces, ocasiones. Y nunca me he arrepentido. Aunque siempre me he alegrado de haber hecho de padre, porque me ha ayudado a ponerme por fin en el lugar del mío.
“Los padres decís mucho que sólo queréis la felicidad de vuestros hijos.
Nosotros también necesitamos la vuestra. Estamos más distraídos con otras cosas, pero, si no sois felices, nuestra vida se estanca y no sabemos cómo seguir. Vuestros deseos para nosotros y los nuestros para vosotros se cruzan en el aire, generando una estela plateada”.
Estamos distraídos con nuestro narcisismo, nuestra desaforada búsqueda de la autenticidad, nuestros juicios perentorios sobre vuestras carencias e incapacidades, y el mundo imperfecto que nos habéis legado. Al menos yo lo sentí desoladora y angustiosamente hace mucho tiempo. Por eso me estremeció profundamente esta obra. Y por eso pensé en enviarle a la autora dos de mis libros más breves.
Ahora termino de leer La fuga del mundo. El orden secreto de las cosas, en el que Juan Villoro intentó poner en limpio no tanto la biografía como la estela plateada de su padre, lo que dejó en el cielo y la tierra de México (sobre todo en Chiapas y los zapatistas): “Para el hijo de un profesor, entender es una forma de amar. Cuando mi padre decía ‘Chiapas’, a sus ochenta y ocho años, y se despedía para ir a la selva a asesorar al movimiento indígena rebelde, había que entender otras cosas, los misterios de los que trata este libro.
¿Es posible recuperar a alguien que dijo tan poco de sí mismo?
‘Nadie les enseñó a querer’, me dijo un día mi primo Ernesto para explicar el carácter huraño de su padre y de su madre».
[Spinnaker es una de las palabras del léxico de mi padre, balandrista, y que nunca he olvidado: “Vela triangular y con mucha bolsa que se utiliza cuando se navega con viento en popa”].
[Un actor marroquí se negó a última hora a participar en la lectura dramatizada del San Juan, de Max Aub, dentro de la semana dedicada al Hotel Florida, porque se trataba de un barco lleno de refugiados judíos buscando puerto y temió que su presencia fuera malinterpretada a raíz de lo que estaba ocurriendo en Gaza. De nada sirvió tratar de hacerle entender que la obra (con voces de lectores de más de treinta países) era un alegato a favor de la compasión y un intento de hacer que los espectadores se pusieran en la piel de los migrantes que se juegan la vida intentado llegar a nuestras costas].
[“La agresión rusa logró en tres años lo que los políticos ucranianos no lograron en 34 años de independencia. Para la Unión Europea, la agresión rusa incorporó a Ucrania en la categoría de ‘nuestros países’ y la eliminó de la lista de ‘otros países’.
Del mismo modo, los refugiados ucranianos en Europa se han convertido en ‘nuestros’, es decir, cada vez se les percibe menos como refugiados y más como europeos. Durante los tres años de agresión rusa a gran escala, la cultura ucraniana ha sido aceptada como parte de la cultura europea. A pesar de las protestas de los agricultores polacos y eslovacos, la agricultura ucraniana ha estrechado lazos con la agricultura europea.
Como resultado de estas tendencias, la guerra ruso-ucraniana ahora se percibe como una guerra que enfrenta a Europa contra Rusia.
Ucrania necesita ser percibida y convertirse en una adición plenamente positiva para Europa. Solo de esta manera se puede garantizar el futuro seguro y estable tanto de Ucrania como de Europa”. Andrei Kurkov, ‘Despertar en una nueva Europa’. ABC Cultural, 5 de abril, 2025].