Hace una década tenía yo treinta y tres años. Era artista, educadora de museos y madre de dos niños pequeños. El 2008 fue intenso y de aquella intensidad surgieron unas fotografías en blanco y negro que mostraban la lucha enzarzada entre un hilo y un clavo amarrados al suelo, como la pintura de Goya en la que dos hombres atrapados en la arena, con las piernas hundidas, se dan palos.
Por aquel entonces fui consciente de que tecleaba con pulgares y descubrí lo conveniente que era tirar fotos con mi teléfono rojo que, también a ritmo de pulgar, se abría y cerraba por el medio haciendo clic. Por coincidencias de la vida aquel año conocí a dos artistas cuya obra había estudiado en la universidad y en libros de historia del arte: Lawrence Weiner (poeta, artista conceptual y escultor de palabras) y Robert Ryman (pintor excepcional). Gracias a las muchas conversaciones que mantuve con ellos en sus respectivos estudios me metí de lleno, sin yo buscarlo, en la realidad del mundo del arte neoyorquino.
En nuestras tertulias les contaba cómo habían reaccionado las personas de mis tours ante sus obras (expuestas en las paredes del Museo de Arte Moderno de Nueva York) y sin darme cuenta aquello se convirtió en ritual, pues empecé a memorizar los comentarios de mis grupos para contarles después a Lawrence y Bob las anécdotas. (A veces, cuando un artista se vuelve famoso pierde la capacidad de escuchar comentarios puros sobre su obra).
Así fue como me convertí en una especie de pitonisa emocional que dialogaba con obras y autores, y así se abrió también la puerta que me invitó a indagar sobre el comportamiento y la sensibilidad de las estructuras culturales por las que me movía: los museos. Me pregunté si los museos estarían tan interesados como yo en el potencial de la comunicación e intercambio de ideas que podía establecerse dentro de sus galerías; y aumentó mi curiosidad por ahondar en el comportamiento del público dentro de estos templos de cultura.
El presidente Obama inspiraba a su país con frases de su libro La audacia de la esperanza mientras yo me inspiraba a golpe de diálogo. Y como la energía de Barack era contagiosa, yo me paseaba por las pinacotecas con su misma esperanza. “Lo que nos une es mayor que lo que nos separa. Si suficientes personas creen en la verdad de esta premisa y actúan sobre ella, quizá no solucionaremos todos los problemas pero construiremos algo con sentido” decía él, y yo me lo traducía por: “lo que nos une como artistas y mentes creadoras interesadas en la cultura es mayor que las diferencias que nos separan y, si trabajamos juntos, podemos contribuir de modo positivo a la causa”. Con esta convicción desarrollé los proyectos Tell Me (2008), Find Me (2009) y Trust Me (2010) dentro y fuera de museos.
Me han preguntado muchas veces sobre la estrategia que seguí para desarrollar estos proyectos colaborativos que se expandieron por Nueva York, San Francisco, Madrid, Murcia, Berlín y Quito, pero la verdad es que fluyeron de modo natural gracias a la energía, el entusiasmo y el interés de los mismos participantes, pues fueron ellos los que me pusieron en contacto con otros artistas, con críticos o con ex directores de museos para que Robert Storr me editara una carta, para que William Eggleston me aconsejara sobre la documentación grabada por las cámaras de seguridad; o para cambiar impresiones con Antonio Banderas sobre cómo los nombres de la pantalla de un cine tienen menos peso que los nombres que se escriben en servilletas de un café, hasta el punto de recibir un correo electrónico de Jasper Johns donde me contaba que normalmente no escribía e-mails, de ahí su demora en contestar a mi invitación, decía, y añadía que, aunque no podía participar en mi proyecto, me deseaba todo lo mejor y esperaba aprendiera mucho de la experiencia. Creo que fue aquella sincera motivación, aquella pasión por lo que estaba desarrollando, lo que añadía fuel al proyecto, pues no es siempre el talento sino la perseverancia y la convicción de que aquello en lo que creemos saldrá bien (por mucho que tropecemos en el camino) lo que hace posible que logremos metas que otros creían imposibles.
Me deslumbró la generosidad de maestros que había considerado inalcanzables (por lo mucho que les admiraba) y perdí el miedo a llamar a puertas cuando necesitaba ayuda o me ilusionaba una idea. Fue gracias a ellos que descubrí lo que es ser respetada como artista sin importar la nacionalidad, la edad o el sexo. Y fui testigo de cómo el arte es un lenguaje universal y los artistas formamos una gran familia.
Impulsada por esta fiebre de positivismo creí que, una vez desvelados los proyectos y los nombres de sus participantes, las instituciones culturales para las que trabajaba estarían agradecidas por la intensa labor realizada y se interesarían por lo que tantos creadores –consagrados y sin consagrar– querían comunicar. Pero aquello no fue lo que ocurrió. Tras ser informados los museos acerca de los proyectos que habían tenido lugar en sus galerías hubo un largo periodo de espera. Este proceso de proyectos respetuosos y clandestinos fue narrado en 2011 en FronteraD, en el artículo: Tell me o cómo perder el miedo dentro de un museo.
Durante este tiempo de espera publiqué el libro Dime la Verdad 2008-2013 con la colaboración de catorce profesionales que cuestionaban con sus textos la posibilidad o imposibilidad de contar verdades dentro de sus respectivos campos: periodístico, histórico, científico, legal, militar, musical, activista, humanitario, educativo y psicológico, entre otros. Les debo mucho a cada uno de los autores, entre ellos Julián Casanova, Claudia Calirman, Luis H. Francia, Michael Gallagher, Anna Grau, Shamina de Gonzaga, John Hemingway, Stépahnie Jeanjean, Herman Moreno, Peri Uran, Ignacio del Valle, Octavio Vazquez y Midori Yamamura.
En 2013 dos museos de arte neoyorquino me sorprendieron: a) el primero anunciando un nuevo programa artístico-educativo, basado en conversaciones con artistas dentro de las galerías, propuesto por el departamento de educación donde generosamente había compartido mis investigaciones artístico-educativas, y b) el segundo, incluyendo en sus páginas web la descripción de un proyecto artístico que parecía copia de mi proyecto Trust Me del 2010 con la peculiaridad de que la autora no era yo.
Ante la primera situación, como respuesta, en septiembre de ese año escribí el artículo Caballo de Troya. Sobre arte y desobediencia para la competición Premio Hanna Arendt de 2013. Pero la segunda situación no fue tan sencilla de digerir pues el proceso de frustración que impregnaron los seis meses consecutivos durante los cuales tuve que defender la integridad de mi trabajo –como educadora y como artista– desembocó en una decepción profunda al encontrarme cara a cara con situaciones complejas y corruptas y, como consecuencia, convertirse en odisea mantener conversaciones sinceras sobre el arte y la cultura. Quedé exhausta hasta el punto de dejar de creer en David y Goliat, y me pregunté si yo era la única. Este proceso fue narrado en 2014 en el artículo Trust Me: un museo ofrece dinero a una artista por su silencio, publicado, como siempre, en esta revista.
Encontré fuerza de nuevo en las muchas conversaciones que mantuve con artistas durante este par de años, especialmente con Ilya Noé en el Month of Performance Art de Berlin, con quién aprendí que es posible generar conversaciones constructivas en el mundo del arte sobre situaciones que no parecen justas. Y encontré fuerza también en las conversaciones con amigos con discapacidad, con quienes aprendí que no es solo posible superar los retos que nos toca afrontar en la vida, sino que todo camino de superación puede ser enriquecedor y prepararnos para futuros retos.
Me di cuenta de que mis amigos con discapacidad eran expertos en adaptarse a cambios que habían surgido, a veces por sorpresa, y vivían una vida plena. Les confesé que quería aprender y les pregunté si podían compartir conmigo su conocimiento y experiencias pues confrontar el futuro me asustaba por ser demasiado incierto. ¿De dónde sacáis esa fuerza y sabiduría? Les preguntaba yo, y ellos me respondían con una media sonrisa diciendo que, a menudo, la sociedad les juzgaba de modo contrario: como seres débiles, como víctimas. De nuevo aparecía la fuerza en un lugar etiquetado como vulnerable. He aquí otra verdad contradictoria, pensaba yo.
El deseo de querer construir de nuevo estaba latente pero, consciente de la rabia que aún me corría por las venas (y para aplacar la posibilidad de decir o hacer algo impulsivo durante este periodo de adaptación y crecimiento) decidí dirigir aquella energía en algo constructivo. Así que me puse a estudiar a fondo los temas en los que se basaría mi siguiente proyecto sin saber aún qué proyecto sería y me matriculé en cursos certificados online y presenciales de filosofía, educación, ética, liderazgo, economía y psicología de las mejores universidades que puede encontrar: Harvard, MIT, Columbia, Stanford, Berkeley y Yale, entre otras. Aprendí mucho.
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En 2015 apareció un buen día por sorpresa en la pantalla del televisor un documental sobre las abejas, el peligro de su posible extinción y la nefasta consecuencia que aquello tendría para la humanidad. El fin del mundo llegaría cuando las abejas no pudieran polinizar. Contaban que estos animales eran inteligentes y sumamente generosos pero que, al no ser tratados como merecían, de puro agotamiento morían o sencillamente abandonaban sus colmenas.
En aquel instante me sentí abeja. Hay instantes en la vida que uno recuerda milésima a milésima: vi a cámara lenta todo mi potencial de oro almacenado en un hexágono perfecto, y a continuación volví a visionar el hexágono con todo su potencial en el suelo, vulnerable, donde existía la posibilidad de que le pudieran pisar. Y me dio miedo.
Fue aquella imagen lo que me hizo reaccionar. Y me dije que no. Me dije que tenía que ser posible darle la vuelta a la situación.
Pensé que para que aquellos hexágonos irradiaran fuerza desde el suelo tenían que marcar un camino dorado de resistencia. Y, aun corriendo el riesgo que corren los panales caídos –que, si se mezclan con el barro, la miel ya no se puede comer– mi intuición me dijo que tenía que dar ejemplo de cómo el buen artista no solo se levanta cuando intentan anclarle, sino que es capaz de transformar el lugar del anclaje en un escenario desde donde inspirar. Más que eso incluso: desde donde zarpar. Porque aunque intenten etiquetarnos y limitarnos, los artistas salimos adelante. ¿Quieres pisarme o amedrentarme? Adelante, atrévete y te hago una obra de arte con ello. Así nació la primera instalación Hexágonos.
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Una vez tomada la decisión de continuar con mis investigaciones artísticas y educativas sabiendo que no contaría con el apoyo de los departamentos de educación de los museos donde había trabajado durante una década, llegué a la conclusión de que, a veces, es necesario bajar hasta lo más hondo de un pozo para abrir la compuerta que permite el acceso a un campo mullido por donde correr descalzo, o a un mar con vientos alisios para navegar bien lejos. Y me prometí a mí misma generar una serie de proyectos artísticos y educativos que estuvieran interconectados y que marcaran una nueva era, un antes y un después. Para grabar tal promesa aunque fuera en papel, en enero del 2016 publiqué: Quince años en Nueva York: Fin de una época en los museos encabezado por la cita del musical El fantasma de la ópera que dice: una vez cruzado el puente, déjalo arder.
Ese mismo año fui seleccionada en varios programas pilotos altamente competitivos de la Dedalus Foundation, Art Beyond Sight y la New York Foundation of the Arts, en Nueva York, y me lancé a generar diálogos bajo una serie de conferencias participativas que titulé: Inspirando audiencias. Las charlas interactivas debatían el proceso creativo de proyectos artísticos participativos; las conexiones entre el movimiento Fluxus, las nuevas teorías de Arte Relacional, los modos de conectar con una audiencia cuando queremos escuchar a esa audiencia, y propuestas para que los museos se involucraran aún más con sus artistas.
El 20 de enero de 2017 –día en el que Donald Trump tomaba su presidencia y un gran número de galerías de Nueva York cerraban sus puertas como protesta– presentaba yo por primera vez en un país hispano-americano, en Quito, Ecuador, el proyecto Trust Me en compañía de profesionales de la cultura. Y en enero del 2018, hablando con las artistas Alison Knowles y Jessica Higgins sobre cómo crear un camino de resistencia con Hexágonos, les leí en voz alta el texto que incluyo a continuación y les propuse que nos reuniéramos una vez al mes en compañía de artistas para discutir los temas: ¿hacia dónde se dirige el futuro del arte y de la cultura? y ¿dónde podemos los artistas encontrar apoyo emocional para continuar desarrollando ideas? Jessica comentó que la idea le parecía excelente y Alison dijo que podríamos llamar estos encuentros Te a las tres.
“A propósito de estos hexágonos de oro le pregunté a un amigo compositor qué le inspiraba a él esa imagen, y me contestó que la esperanza de un mundo mejor.
Cuando nos encontramos con un hexágono que, aun siendo de oro, ha sido pisado hasta la saciedad –hasta el punto de poder fotografiar las marcas que han dejado en él las suelas de zapatos– uno se pregunta: ¿puede un hexágono en estas condiciones tener la esperanza de un mundo mejor? La respuesta es sí.
Hay muchas maneras de pisar un hexágono y cada una de ellas deja huella. Se puede pisar por error, por desconocimiento o con intención, pero, por más que le pisen, por más que le desgasten, siempre habrá esperanza, pues la esperanza se pierde cuando a un hexágono intentan convencerle a base de repetirle una y otra vez que en realidad es un pentágono.
Cuando no nos dejan ser lo que somos, cuando sin razón intentan limitarnos y no nos dejan desarrollar ese potencial que todos llevamos dentro, ese oro se erosiona, se desgasta y corremos el riesgo de pensar: “no puedo continuar”.
Este proyecto es para todos aquellos que están a punto de pensar que nada va a cambiar porque, si un hexágono de oro pisado puede acabar en la portada de un libro, ser la base de una instalación pública, o el motivo por el que un artista recibe una beca, todo aquel que se ha sentido oprimido puede brillar”.
Han pasado diez años desde que pensara que “lo que nos une como mentes creadoras interesadas en la cultura es mayor que las diferencias que nos separan y si trabajamos juntos podemos contribuir de modo positivo a la causa”. Aún creo en esta premisa.
Es difícil expresar lo agradecida que le estoy a estos hexágonos por hacerme creer de nuevo en el potencial de los buenos artistas y en la importancia de perder el miedo a ser lanzado a un pozo sin fondo, pues fondo siempre hay y en la mayoría de los casos allí es donde se encuentra la compuerta que marca el punto de salida.
Os invito, pues, a pisar o a caminar entre Hexágonos.