Nunca me llamó la atención Caitlin Moran. Pensaba que era una autora que no tendría nada que decirme, como si lo único que pudiera interesarme estuviera –como decía un tipo muy pedante al que conocí– en la franja “de Canetti para arriba”. Gracias a dios siempre hay buenos libros que me ponen en mi lugar. Hace dos días entré en la librería de al lado de casa y vi una de esas ofertas de “buy one get the second 50 off» que tanto se llevan aquí, y me llevé a Moran: Cómo se hace una chica.
Todos hemos sido adolescentes aunque cuando vemos las fotos no queramos reconocerlo ni reconocernos. La adolescencia es un tema complejo. Estos días, viendo una serie llamada ‘The affair‘ –protagonizada por Dominic West, el de’ The Wire’, el hombre de mis sueños– me acordaba de lo insoportables que hemos sido la mayoría de adolescentes (algunos a los treinta lo seguimos siendo, claro). En realidad, ‘The affair’ no aborda específicamente la adolescencia –es un culebrón de los de toda la vida– pero la hija mayor de West es absolutamente insoportable. Como diría mi madre, la niña es “de bofetada”.
Caitlin Moran sí habla de la adolescencia y en sus páginas, divertidas, sarcásticas y llenas llenas de verdades como puños, uno se observa a sí mismo en esos años. La británica cuenta cómo crece y se espabila una chica en un ambiente muy particular: en Gran Bretaña, aquejada de dificultades económicas y en el marco de una familia un poco desestructurada. Pero el contexto es lo de menos. Pese a que los referentes culturales de cada uno sean distintos, los deseos y las frustraciones son, en muchos casos, muy similares.
¿Quién no se acuerda de los trece, catorce, quince? Edades difíciles a medio camino entre dos mundos que no se tocan: el de la infancia y el de la juventud. Hice un esfuerzo por acordarme de mis trece. Aparatos en la boca –las gomas de los brackets de colores, del Barça–, el pelo corto como un chico, como Nick Carter en los Back Street Boys, una forma de vestir extraña, –llamémosle ecléctica– y leyendo todo lo que encontraba, desde Rosamunde Pilcher, Herman Hesse o Neruda, aunque no entendiera ni papa de lo que me estaban contando. Esa era yo. Probablemente fuera por ahí diciento que quería ser culta, mayor, independiente pero, en realidad, y esto me da vergüenza, lo que más deseaba era ser como las chicas de las revistas. Rubia, atlética, sexy. Sí: quería ser guapa. No la empollona de clase o la chica interesante. Nada de eso. En la adolescencia se quieren cosas más simples y que a menudo nos vienen dictadas por los cánones de la sociedad. Como dice Caitlin Moran en Cómo se hace una chica (lo robo del blog de Atonement para la traducción):
«El mayor de mis secretos, el secreto que jamás revelaría, aunque eso significara mi muerte, el que ni siquiera escribiría en mi diario, es que en realidad, en el fondo, lo que quiero es ser guapa. Lo deseo muchísimo, porque eso me protegerá, y me dará suerte, y porque no serlo resulta agotador. Y aquí plantada, mirándome, horrorizada, en el monitor, veo lo que inmediatamente verán un millón de personas: que no lo soy. Que no soy nada guapa».
Me gustó mucho leer esto. Pensé que quizás no me hubiera atrevido a decirlo tan directamente, pero todos hemos sido así. Lo seguimos siendo incluso. Yo la primera. Pero con los años se aprende, creo, algo muy importante. Algo de lo que los adolescentes carecen: la capacidad de reírse de uno mismo. Es decir: claro que quiero ser sexy y tener unas curvas de infarto, pero cuando me sorprendo a mí misma calibrando qué tengo que decir o hacer para serlo, me digo: ¿Enserio Laura? Entonces no me queda otra que reír de lo ridículos que somos a veces.
Las presiones que tenemos con respecto a la belleza son agotadoras. No solo las mujeres. Todos vivimos expuestos a la galería. Y es odioso. Al madurar, sin embargo, tenemos más armas para querer o no parecernos a los ángeles de Victoria’s Secret. En la adolescencia, uno es un recipiente vacío y sin experiencia que se asoma a un balcón y fuera está la vida. Ese es el tema: de repente se deja de contar con el colchón amortiguador de la infancia y se empieza a andar solo.
El problema de la adolescencia es la falta de lugar. Quizás sea esa la primera vez en la vida en la que somos conscientes de que nos ocurre eso: que estamos perdidos. Es lo que tienen los cambios. Caitlin Moran tiene una frase preciosa en el libro con respecto a este tema: “Algunas personas no son sólo personas sino un lugar –un mundo entero. A veces encuentras a alguien en quien podrías vivir por el resto de tu vida”. Tal vez sea justamente una frase adolescente, pero me la he apuntado en la libreta. En esos años de transición, uno se da cuenta de que la vida siempre va a girar en torno a eso mismo: a buscar un lugar. A encontrarlo.