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Quiero una ducha

 

 

 

Los americanos no se andan con chiquitas, eso lo sabemos todos. Lo hemos visto en las películas, en los telediarios. Cualquier cosa que haga el resto, ellos más. Lo que está prohibido, está prohibido. Lo que está de moda, aquí está aún más de moda. Si ahora se lleva la barba, imposible que alguien no la lleve.

 

Sociológicamente habrá mil estudios que expliquen con términos más precisos lo que estoy contando. Pero creo que no hay ninugna investigación acerca de lo que voy a tratar aquí: el reflejo de esa cultura en los gimnasios. No, hoy no voy a hablar de literatura ni voy a escribir un post depresivo sobre cómo sobrevivir a Nueva York, que podría hacerlo también. Sociólogos del mundo: un barómetro social como otro –incluso mejor– es adentrarse en la cultura del fitness y del culto al cuerpo para explicar un país. Pero empecemos por el principio para entender cómo llegué a saltar de mis poesías y vinitos hasta aterrizar en un gimnasio de high intensity. Allá voy.

 

Es sabido por todos que Nueva York es caro. Pero el barrio de Chelsea aún lo es más. ¿Que quién vive ahí? Yo: no podría ser de otra manera. ¿Que si es oro todo lo que reluce? Pues no, ya lo dice el refrán. Cuando vi donde estaba el apartamento que había alquilado, me dije: q suerte, Laura. Por ese precio y te vas al barrio de Salamanca de Nueva York. Pero claro, al llegar no había ni rastro del loft impoluto que yo esperaba.

 

Ten cuidado con las ratas. Las cucarachas son lo de menos pero las ratas…


Eso fue lo primero que me dijo la vecina. Welcome home, rezaba la alfombrita de la entrada. Y la bienvenida claro, me la dieron mis nuevas compañeras de piso: las cucarachas. ¿Que Nueva York es guay? Sí. Pero lo dicho, que de cuquis hay más de una. Voy a ahorrar los detalles sobre el estado del piso, pero lo cierto es que estuve fregando durante todo un día, habiendo previamente comprado en el súper todos los productos en los que ponía “heavy duty”. Me acordé mucho de Karl Ove Knausgård cuando contaba en Un hombre enamorado que a veces era difícil conciliar la literatura con llevar a los niños al cole, fregar los platos, cambiar pañales… Es decir, costaba conjugar el arte con la cotidianidad. Pensé, ¿se habría encontrado Knausgård alguna vez en una situación tan radicalmente opuesta a la literatura como me encontraba yo en ese momento? No, Karl, seguro que no. Yo también he cambiado pañales.


Cuando llegué a la parte del baño del apartamento, lo di por perdido. En un ataque de los míos, oscilando entre el llanto y una escena de neurosis a lo Woody Allen, decidida a no ducharme nunca bajo ninguna circunstancia en esa ducha que no había olido ni de lejos ni por casualidad el jabón o la lejía, salí a la calle y lo vi: había un gimnasio justo en la esquina. Era solución: haría vida ahí. Sí. Esa era la mejor opción. Hablé con la recepcionista y no quise ni escuchar la mensualidad que tendría que pagar, solo quise ver las duchas.

 

Do you have shampoo?


La chica me miró raro. Entiendo que no es lo primero que la gente suele preguntar pero no hay que juzgar: cada uno viene de librar una guerra interna que los demás no conocen.

 

Where are you from?

Spain.

Oh Latina!!! I like Sevilla!


A partir de ahí se empezó a arreglar mi día. ¿Me habría llamado latina por mis sinuosas curvas? Me marché del mostrador antes de que arrancara el discurso sobre la siesta-paella-sangría que venía, y ya que estaba, como iba en chándal, decidí meterme en una clase. No me ahuyentó que la clase se llamara “Barre” y que me la hubieran definido como una mezcla de ballet y entrenamiento militar. Tampoco el avanzado estado de musculación de todas aquellas mujeres de la sala que se me quedaron mirando al entrar. Les debió de llamar la atención mi outfit tan poco profesional.

 

No, no yo solo vengo aquí por la ducha, chicas –pensé confiada.


Pero me puse la última, bien calladita, y ahí empezó todo.

 

Efectivamente, la clase era una mezcla de entrenamiento militar y ballet, y ahí es donde quería llegar: en España solemos exagerarlo todo, pero en este país, cuando dicen algo, es de verdad. El nivel de seriedad de un país también se mide por los gimnasios. Porque cuando a los cinco minutos estaba ya en el suelo, tirada como una cucaracha, sin poderme mover y sin entender nada de lo que el energúmeno gritaba a una banda de mujeres enfurecidas por lograr un glúteo más firme, me sentí absolutamente ridícula y no me quedó otra que la de reír. Sobre todo cuando el profesor paró la clase para decir:

 

Come on latina, stand up!!!


Terminé contusionada gracias a un ejercicio con cuerdas en el que efectivamente te venía a la cabeza la parte del ejército de la clase. En resumidas cuentas: salí la primera de la clase y la recepcionista me miró, sonriente, y dijo “awesome”. Y no sé si lo dijo por mi aspecto, por el mérito de haber sobrevivido o porque aquí, a los americanos les encanta decir «awesome» a todo. Me metí –por fin– en las duchas y di brincos de alegría al ver que había tres tipos de champú gluten-free, suavizante de jengibre –¿?– y un jabón de textura sedosa. Ahí estaba mi ducha, por fin. Me había costado un morado, agujetas para toda la semana y la extraña sensación de que no sabía si habría sido mejor quedarme en casa con las cuquis.

 

Pero en fin, yo solo os quería advertir: tened cuidado con los gimnasios. Aquí todo va muy en serio.

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