Home Arpa Quince años en Nueva York. Fin de una época en los museos

Quince años en Nueva York. Fin de una época en los museos

 

The bridge is crossed, so stand and watch it burn 

(Una vez cruzado el puente, déjalo arder.

De El fantasma de la ópera, musical)

 

 

Es martes. A las 17.35 llamaron por teléfono. Estaba rebozando croquetas. Era una amante del arte, japonesa. Había aterrizado en Nueva York en su jet privado esa misma mañana y aún no se había ido a dormir. Tenía entradas extra para ver El fantasma de la ópera a las ocho de la tarde, en primera fila, porque tres amigas la habían dejado plantada.   

 

—Tienen miedo. Dicen que después de lo de París puede haber más atentados –me explicaba la  benefactora dos horas después, en el patio de butacas, radiante de cansancio y sabiduría–.   

—Pues yo, igual que usted, tampoco tengo miedo. Mil gracias por la invitación –le contestaba antes de levantarse el telón–.

 

El espectáculo no defraudó porque el fantasma nunca defrauda. Y como aquella noche creía en milagros –cambiar mi cocina de Queens por Broadway en cuestión de minutos fue algo asombroso y no tenía estrategia alguna para adaptarme de vuelta a la realidad de las croquetas– al concluir la función le pregunté a mi anfitriona:  

 

—¿Por qué cree usted que Christine besa al fantasma justo antes de escaparse con el novio? Y no una vez, sino dos…

 

Me clavó la mirada –como si hubiera estado esperando toda una vida a que alguien le hiciera esa pregunta– y respondió: 

 

—Porque le ama, pero ella aún no lo sabe; seguramente se dé cuenta veinte años después.

 

Lo dijo en un tono triste y no supe si era de arrepentimiento o premonición. Y con esa frase en la cabeza nos subimos a la limusina. Al principio no hablamos porque ambas –ella desde donde estaba y yo desde todavía no había llegado– entendíamos demasiado bien el significado de esas palabras. Disfrutamos tanto del silencio compartido que nos hicimos amigas.

 

 

*     *     *

 

Nueva York te permite hacer todo lo que el cuerpo aguante y convertirte en lo quieras ser. Y es ese potencial –el querer alcanzar la repisa más alta– lo que se respira en el ambiente. Es imposible describirlo pero se palpa, y justo eso es lo que engancha.  

 

Nueva York tiene más cosas buenas que malas, pero las malas aniquilan. Aniquilan de tal modo que hace falta creer en un dios que te resucite y te meta de nuevo en el metro, bajo el agua, hasta que los tímpanos se adapten al cambio de presión.

 

Nueva York te permite dar lo mejor de ti, y eso es una sensación que pocas parejas pueden aportar a un noviazgo o a una luna de miel. Pero Nueva York puede sacar también lo peor de ti, y eso puede ser nefasto. (Probablemente sea éste el motivo que ha convertido el Fantasma de la ópera en el espectáculo más longevo de la historia de Broadway). Nueva York es una dualidad que es mejor no intentar comprender porque puedes acabar perdido por las catacumbas sin fantasma que te dirija la góndola.

 

Nueva York te pone a prueba diariamente, constantemente. Te conviertes en Newyorker cuando aprendes a no quejarte y empleas esa energía para construir. (El que se queja al tropezar es porque no reconoce el impulso que proporciona el tropiezo). Cada caída es un avance; cada queja un retraso. Nueva York exige elegir en cuestión de segundos. Aquí no venden bolitas de alcanfor.  

 

¿Queremos o no queremos la intensidad que ofrece el fantasma o Manhattan? Si no se prueba se teme vivir con el arrepentimiento de haber perdido la oportunidad de nuestra vida. Pero, si se prueba, corremos el riesgo de comparar el resto de nuestra vida con ese momento o, lo que es peor, de intentar revivir esa intensidad de una u otra manera con un sustituto que no satisfice.  

 

Tomar la decisión de convivir con la intensidad es arriesgarse a perder el rumbo. (Todos sabemos que cuando uno se lanza al vacío no hay marcha atrás). Pero si desde el vacío no perdemos el norte se llega a un punto donde halagos e insultos no surgen efecto y –en ese trance– nos vemos atraídos, sin embargo, a una franqueza que no nos haga perder el tiempo; a una generosidad que no pida nada a cambio; y aprendemos a confiar en los  golpes de estómago –en el gut feeling– porque dan en el blanco. Y aceptamos la caída libre –el free fall– hasta el día en el que el corazón deja de bombear, pues reconocemos que es desde la levedad del descenso en picado cuando la lucidez asoma la cabeza.

 

Son las situaciones extremas las que indican que nuestros cimientos están arraigados a una mano que da reveses sin avisar; y los arrepentimientos los que garantizan que si no acudimos al espectáculo por miedo a perder la vida se pierde la vida en ese instante.  

 

 

2000

 

Llegué a esta ciudad en diciembre del 2000, recién casada y con el camión de la mudanza en ruta desde San Francisco. Mi marido acababa de decir adiós a una carrera de fighter pilot en la Marina estadounidense, y se estrenaba como piloto comercial en United Airlines. Abarcar a la vez un matrimonio y una ciudad extranjera me parecía una locura de lo más apetecible.

 

El hotel donde nos habíamos acomodado durante los tres días que tardarían en llegar los muebles estaba en la Calle 42 con la Tercera Avenida. Recuerdo que llegamos en taxi, subimos un par de maletas a la habitación, mi marido se fue a volar con su uniforme nuevo azul marino, y yo me fui a caminar por el barrio.  

 

Era de noche y las farolas iluminaban menos que las de San Francisco, pero los escaparates, los taxis y los semáforos saturaban de luz el asfalto con sus parches y sus rejillas de humo gris opaco. Imaginé una locomotora atrapada en el piso inferior y –para no intoxicarme demasiado– aguanté la respiración al tiempo que daba un salto a lo Marilyn. (Aunque el vapor del subsuelo es inofensivo y probablemente más efectivo que una vacuna antigripal, aún hoy tengo la sensación de que es la respiración de un dragón que hace vibrar el suelo cuando ronca).  

 

Pasé por delante de Grand Central Station sin saber que era Grand Central Station. Pasé por delante de Bryant Park sin saber que era Bryant Park, y pensé que Nueva York se parecía a Madrid. La Calle 42 desemboca en Times Square, pero eso yo tampoco lo sabía, y sin saber que había topado con Times Square, el movimiento de las luces y los viandantes me mareó. Y con una inocencia que a menudo echo de menos pensé que toda Nueva York estaría llena de esas luces y que, si aquello era verdad, no podría vivir allí porque acabaría mareada un día sí y otro también. Y me dije que había que ser estúpida por ir a vivir a una ciudad en la que no había puesto un pie; de la que no me había leído ni un libro; de la que sólo conocía las imágenes que aparecen en la parte de atrás de muchas películas. Y pensé que la idea de mudarnos a New York quizá no fuera tan buena, pero ya era demasiado tarde para cambiar de opinión.   

 

Y en ese estado di marcha atrás por la misma acera por la que había venido, como si me hubieran colocado en una cinta transportadora de aeropuerto o supermercado y le hubieran dado a la tecla de rebobinar.

 

Los plátanos de Bryant Park me recordaron a los plátanos del Retiro, y eso me calmó un poco. La fachada de Grand Central Station, con sus arcos y columnas dobles, me recordó a la Puerta de Alcalá, y eso me tranquilizó otro poco. Crucé el lobby del hotel con un ligero dolor de cabeza, y abrí la puerta de mi habitación con una llave-tarjeta de crédito. Le di vueltas al grifo de la bañera, tiré la ropa al suelo, y me metí dentro. Y, con la cabeza bajo el agua, escuché mi corazón como si lo tuviera al lado de la oreja. Y no recuerdo más de aquella noche.

 

Me mudé a Nueva York sin saber que Nueva York era una cuadrícula. Nueve meses después, una de las rutas de United Airlines se estrellaba en la segunda torre gemela. 

 

 

2001

 

Aquel nuestro primer once de septiembre nos levantamos temprano. En su día libre, Michael se fue a comprar tuercas mientras yo desenroscaba tubos de pintura en el estudio.

 

Me telefoneó desde el coche:

 

—Acabo de escuchar en la radio que una avioneta se ha estrellado contra un rascacielos. Si enciendes la tele verás el follón –dijo–.

 

Ahora que lo pienso, no sé por qué encendí la tele. Seguramente fuera un acto reflejo, o para corroborar que en Nueva York las avionetas se estrellaban contra los edificios como en la película de King Kong.  Le di al botón y vi una torre alta llena de humo. “Un avión comercial se ha estampado contra el World Trade Center”, decía el locutor.

 

En cuestión de segundos, a las 9:03 a.m., vi que otro avión entraba en pantalla por la derecha, desaparecía detrás de las torres, y no salía.

 

My God –dijo acto seguido el mismo locutor–.  

 

Entonces vi una explosión y más humo. Por instinto, aguanté la respiración.  

 

Miré por la ventana del salón y llamé a Mike al teléfono móvil de plástico negro que teníamos por aquel entonces. Me dijo que las tiendas estaban cerrando y que llegaría a casa enseguida.  

 

Me senté encima del sofá verde, con las manos abrazadas a las rodillas, enroscada delante del televisor como si fuera mi oráculo personal. Al rato vi cómo otro avión caía sobre el Pentágono.

 

Me vinieron dos imágenes a la mente: la primera, mi abuelo imitando el sonido de los cazas que sobrevolaban el Ebro; la segunda, las casitas boca abajo de la pintura I and the Village, de Marc Chagall.

 

Permanecí inmóvil. Agudicé el oído por si se escuchaban más aviones, y pensé: “Pero qué coño hago yo en Nueva York si soy gata de Madrid”.

 

 

2005

 

Nueva York es injusto demasiadas veces, pero otras es generoso, tanto que puede desbordarte si te olvidas el cubo en casa. La primera vez que descubrí esta generosidad fue en mi primer viaje en metro con mi bebé Alex en el carrito.

 

“Bajar las escaleras ha resultado fácil pero subirlas será complicado”, pensé al enfrentarme a más de cincuenta peldaños en la estación de Lexington Avenue. Las escaleras mecánicas no funcionaban y tenía delante una torre de Babel. No podía dar marcha atrás porque –como en Metrópolis–  la masa me arrastraba. Pero, como si el MTA otorgara un deseo por viaje, la sillita empezó a elevarse por encima del primer peldaño remolcándome a mí detrás (una madre nunca suelta un volante, una empuñadura o un manillar). A derecha e izquierda, dos hombres con corbata tenían sujetas las barras metálicas que conectaban las ruedas y, con una agilidad supersónica, subían como si entrenaran para un triatlón. Y así, con una inercia que definiría como ritmo neoyorquino o falta de gravedad, volamos hasta arriba. Intenté darles las gracias con un “thank you very much” pero, antes de poder decir esta boca es mía, sonrieron y desaparecieron entre la multitud de las horas punta que tan bien imita los andares de las hormigas.  

 

Tanto me encandiló el número de la levitación que viajar en metro con bebé se convirtió en rutina. Nunca faltaron manos que levantaran a mis hijos por los aires como si los fueran a colocar en lo alto de un castell. Y aunque haya quien diga que el motor que genera esta eficiencia es la necesidad de dejar el camino libre cuando un bulto bloquea la vía yo lo entiendo como una extensión de ayuda comunitaria, porque en el metro de Nueva York somos todos uno. Estas son las actitudes que se contagian.

 

 

2015

 

—Es imposible meter en un museo a una clase entera sin entradas, sin educadora; dar un tour sentados por los suelos, y pasar inadvertidos. Lo que ha pasado aquí hoy no tiene precedente, ni James Bond  –le dije a la profesora, nada más subirnos al autobús escolar, mientras los niños se abrochaban los cinturones de sus asientos–.

 

Y nada más decir esto nos dio a las dos un ataque de risa que nos duró hasta el puente de Queensboro.

 

El 12 de febrero de 2015 las aguas del MoMA se abrieron de modo inesperado para los que nos encontrábamos allí. Los guardas se saltaron las normas; yo me salté las normas; veintisiete niños de primaria, dos profesoras y tres mamás se saltaron las normas; y aun así, las aguas del MoMA permanecieron estáticas hasta el final de nuestra visita.

 

“Muchas gracias por venir a la excursión hoy, mamá de Sara”, me había dicho la profesora esa mañana en la puerta del colegio antes de pasar lista. Hacía más de un año que no pisaba el museo y había decidido –por fin– enfrentarme a los fantasmas del pasado camuflada en el papel de madre voluntaria, y guiada por una educadora que no sería yo. Disfrutaría así de la experiencia sin estar involucrada.

 

Ya en ruta, en mitad de un atasco encima del Queensboro Bridge –colgados entre Long Island y Manhattan– contemplaba por la ventana de mi izquierda el perfil de los rascacielos y el reflejo del bloque de las Naciones Unidas en el río. Unos barquitos bajaban por el East River y se veían muy pequeños desde el puente. La profesora hablaba por teléfono al otro lado del pasillo.  

De repente, Mrs. R se sentó de medio lado en el borde de mi asiento, y musitó como si supiera un secreto de Estado:  

 

—Tenemos un problema.

 

Lo dijo con cara de preocupación contenida y prosiguió:

 

—No tenemos tickets.

 

Tenía los ojos tan abiertos que la creí. Añadió como si dictara un telegrama:

 

—Entendí que Mrs. A ya había hecho la reserva. Ella dio por hecho que la reserva la haría yo. Acabo de hablar con el museo y resulta que no tenemos ni reserva ni nada de nada.

 

Los niños cantaban felices en la parte de atrás y las mamás daban palmas. Los barquitos continuaban su camino hacía el Atlántico tan tranquilos. 

 

Al principio no me reí porque aquello no podía estar pasando ni era justo: ¿Quién podría colocar tal casualidad delante de mis narices el día en el que –por fin– me decidía a visitar el museo después de un suceso traumático?  

 

Pero, a los dos segundos (no creo que fueran más), reconocí que la idea de aparecer en el MoMA con una veintena de niños sin entradas  –después de haber infiltrado un caballo de Troya vacío en la quinta planta un año atrás– daba risa. 

 

—Bueno, me he visto en circunstancias peores –le dije con cara divertida a la profesora–. Déjame que haga un par de llamadas. Pero no prometo nada porque MoMA controla a rajatabla los grupos que entran y salen de las galerías.

 

Dejé un par de mensajes a dos amigas educadoras con la esperanza de que ese día dieran clase y tuvieran pases extra en su bolsita de actividades, pero llegamos al museo sin que mi teléfono sonara. 

 

Le dije al conductor que me dejara en la entrada VIP, cerca del restaurante, y a Mrs. R que me esperara con los estudiantes en el lobby principal. Me despedí de ellos con un firme: “Os veo en cinco minutos”, mientras rezaba por lo bajinis: “Que sea lo que Dios quiera”. Y, consciente de no tener más opción que enfrentarme a lo que había estado evitando tantos meses, me di impulso en el último escalón al bajar, y salté del autobús.

 

Empujé con fuerza la puerta giratoria de la Calle 53 y entré en el edificio. Al pisar las losetas negras sentí un escalofrío. En realidad, nunca me había ido de allí.

 

M estaba detrás del mostrador y, al verla, se me iluminó la cara.

 

—Gema, ¿pero dónde te habías metido? –dijo ella–.

—Ay, la vida que es compleja –dije yo–.

—Desde que tú te marchaste muchas cosas han cambiado –añadió ella–.

—Ya, me imagino –añadí yo–.

 

Y, entre risas y prisas, le conté el panorama que tenía delante.

 

—Dime cuántas entradas necesitas y deja el abrigo en el armario de la izquierda, que tú siempre serás VIP  –dijo como si hubiera sido testigo directo de lo que allí había ocurrido un año atrás–.

 

Le agradecí el detalle con un guiño y, nada más colgar el abrigo en la percha de madera, el guarda de seguridad se acercó y me dio un abrazo con sus guantes blancos.

 

—No sé por qué he tardado tanto en volver –pensé en voz alta–.

 

Y nos reímos los tres.

 

Llevaba puesto mi chal de seda azul con diseños de plumas de pavo real, como homenaje al pasado, y un broche-obra-de-arte titulada “BE THAT AS IT MAY” que el artista conceptual Lawrence Weiner me había regalado hacía un par de meses, durante mi última visita a su estudio: “SEA COMO FUERE” o “A PESAR DE TODO”, llevaba escrito literalmente en el pecho como si fuera una cruz de Santiago.

 

Respiré hondo, cerré la puerta entreabierta del armario, y me puse en el hombro una de las pegatinas que me había dado M.  

 

Separé la seda del broche para que la frase de Lawrence quedara a la vista (no por desafío, sino porque la vida acababa de ofrecerme un reto y yo no había nacido para quedarme con los brazos cruzados) y, al ritmo de mis tacones, caminé por el corredor que conduce a la entrada principal como si fuera una partícula que viajara muy cercana a la velocidad de la luz y hubiera perdido la noción del tiempo.

 

El museo no había abierto al público aún y los pasillos estaban cubiertos de esa inmovilidad que indica que el chupinazo está a punto de explotar. Rememoré las mañanas en las que me quedaba medio escondida para ver las caras de los turistas que se daban codazos por entrar los primeros. Había en sus expresiones una mezcla de cansancio y euforia; un ansia por acceder a la condecorada quinta planta para disfrutar a solas del encontronazo con las obras de arte verdaderas; para compararlas con las reproducciones de los posters y las revistas sin testigos de su regocijo o decepción –porque las cosas son siempre mejor o peor de lo que uno se espera, pero nunca igual–. Querían trotar escaleras arriba pero no está permitido correr en museos. Era esa inquietud e impaciencia –el intento fallido de contener un instinto– lo que se reflejaba en sus rostros.    

 

Dejé atrás el rumiar de las escaleras mecánicas en movimiento y divisé las espaldas de los tres guardias de seguridad que custodiaban el acceso principal como una barrera. Al otro lado estaban los niños.

 

Le dije hola a mi hija desde lejos como si fuera Harry Houdini recién salido del baúl, y la profesora levantó la vista. Los guardias miraron hacia atrás, me reconocieron y, de la alegría que nos dio a los cuatro vernos, improvisamos un corro debajo de un Miró.  

 

Les dije que les había echado de menos y que me encontraba en un apuro:

 

—Tengo pegatinas para los adultos pero, debido a un malentendido, no tenemos reserva, ni entradas, ni educadora para el grupo –anuncié de carrerilla-.

 

—Entonces… ¿a qué esperas para entrar? –dijo con una media sonrisa uno de los guardias-.

 

El resto de compañeros asintió.

 

Al oír aquello, una corriente eléctrica me recorrió por todo el cuerpo y –en menos de una milésima de segundo– me transformé en la educadora de museo que nunca había dejado de ser. Indiqué al grupo que entrara y, con las manos alzadas para que las cámaras de seguridad lo grabaran, dije en voz alta:

 

—¡Bienvenidos! ¿Quién puede recordarme cuáles son las normas del museo?

 

Los guardias se rieron conmigo, yo me reí con ellos, y la profesora comprendió entonces que de allí no nos iba a echar nadie.

 

—No sabía que estabas tú a cargo –me dijo sorprendida la mamá de Satvic después de que uno de los guardias chocara esos cinco con su hijo–.  

—Yo tampoco –contesté, y le pegué un ticket VIP en la correa del bolso–.    

 

 

*     *     *

 

Aunque en teoría ningún ex-educador de museo puede dar clases en las galerías –y menos a grupos–, al cruzar el umbral que separaba cada una de las salas los guardias me indicaban con un abrazo o con un saludo al estilo militar que teníamos vía libre.

 

Las Señoritas de Aviñón reiteraron que teníamos vía libre, y el Cielo estrellado de Van Gogh hizo girar las estrellas, y las bailarinas de La danza de Mattisse bailaron, y los Nenúfares de Monet se echaron a un lado para que no dudáramos de que las monedas escondidas seguían allí enterradas. Y el Broadway Boogy Woogy de Mondrian me dijo que hacía tiempo ya que las luces de la Calle 42 no me obnubilaban, como tampoco me obnubilaba el museo, sino la generosidad de mis queridos protectores de joyas culturales, quienes –aún invisibles la mayor parte del tiempo para la mayoría de los visitantes– podían reconocer y leer mi realidad del derecho y del revés.  

 

Los guardias nos arropaban como si huyéramos de los egipcios en tiempos de Moisés. Y aunque yo no era consciente de estar huyendo de nadie, ni de que algo nos persiguiera, ellos sentían la necesidad de protegernos, de eso me di cuenta.

 

Al finalizar la visita, subidas en el autobús de vuelta dirección a Queens, le dije a la profesora que –aunque mi intención había sido pasar inadvertida disfrazada de madre– tenía una espinita clavada por no haber sido nunca consciente de estar dando mi último tour en aquel museo. Y le di las gracias porque su despiste me había permitido despedirme de mi etapa de educadora con la sensación de haber salido a hombros por la puerta grande.

 

*     *     *

 

Nueva York es así. Te da y te quita. Te aplasta y te levanta. Te hace fuerte. 

 

“Make your choice” (Elige una de las dos), le dice el fantasma a Christine. Los turistas miran al cielo, y los residentes a la luz del taxi.   

 

 

 

 

Gema Álava (Madrid, 1973) es una artista visual multimedia que vive en Nueva York. Su trabajo ha sido expuesto en el Solomon S. Guggenheim Museum, el Queens Museum of Art y la sede central de las Naciones Unidas, entre otros espacios. Su trilogía Tell Me – Find Me – Trust Me (2008-2010) ha sido premiada con una 2011 Peter S. Reed Foundation Fellowship. En FronteraD ha publicado ‘Trust Me’: museo de arte ofrece dinero a una artista por su silencioPreparar el horno para cuando llegue el polloNueva York: después de Sandy y Tell me o cómo perder el miedo dentro de un museo. Jonathan Goodman le dedicó el ensayo Gema Álava, un mundo atrevido.

Salir de la versión móvil