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Acordeón¿Qué hacer?Quo Vadis, Europa?

Quo Vadis, Europa?

 

Hubo un tiempo en que la idea de una Europa, superadora de todos los horrores que nuestro continente conoció a lo largo del siglo XX, parecía pertenecer al universo de los sueños. ¿Cómo iban a perdonarse tantos pecados, a restañarse tantas heridas todavía abiertas…? ¿Cómo íbamos a poder mirarnos a los ojos con la confianza de pertenecer a una misma familia étnica y cultural, asentada a lo largo de los siglos sobre un continente de pequeñas proporciones, cuando los intentos previos de unificación –el Imperio romano, el Imperio carolingio, el Sacro Imperio Romano Germánico, el Imperio español, el Primer Imperio francés y la Alemania nazi– siempre logrados por la fuerza, habían acabado desangrados dejando tras de sí regueros de corazones cargados de odio?

 

Habían hecho falta dos guerras europeas que finalmente acabaron siendo Guerras Mundiales, para que grandes hombres de Estado comprendieran que la situación era insostenible, que había que empezar a hablar de Europa, de los Estados Unidos de Europa (Winston Churchill, 1946), aunque esta idea, demasiado ambiciosa, cristalizada solo en el Consejo de Europa, fuera descartada por el momento primando un año más tarde la tesis del francés Robert Schuman de comenzar la integración a través de una Comunidad Europea del Carbón y del Acero con Francia, Alemania Occidental, Italia y los países del Benelux cuyas instituciones, apoyadas en el Tratado de París (1951), sentaron las bases de la estructura que hoy conocemos como Comisión Europea, estrenada bajo la presidencia del francés Jean Monnet, y del Parlamento Europeo, cuyo primer presidente fue el belga Paul-Henri Spaak.

 

La construcción europea sufrió desde el principio varios reveses: el intento de crear la Comunidad Europea de la Defensa, rechazado por Francia, e incluso la mera idea de crear una sede central, promovida por Schuman y Adenauer, igualmente descartada. Sin embargo, contra todo pronóstico, ese sueño pudo realizarse gracias a un puñado de hombres visionarios, aunque hubo que esperar hasta 1975 para que el Tratado de Roma consagrase la creación de una Comunidad Económica Europea (CEE) concebida como una unión aduanera, y el Euratom, que integró a los sectores de la energía nuclear. Nacía así un nuevo modelo de gobernanza supranacional basada en la cesión de poder por parte de cada uno de los Estados miembros en favor del interés común de todos ellos. Un modelo inspirador, recibido con gran interés por otras regiones del mundo que seguían con pasión su lenta y compleja evolución. Cierto es que, desde su nacimiento, la Unión Europea solo ha podido avanzar a pequeños pasitos, si bien siempre llevando in mente la ambiciosa idea inicial de Churchill.

 

No me voy a detener en las sucesivas ampliaciones de la Unión Europea ni en sus subsiguientes tratados; ni siquiera en el intento tristemente fallido de aceptar una Constitución para Europa, porque están bien presentes en la memoria de todos.

 

Desde la perspectiva española, Europa siempre fue un sueño de libertad, de modernidad y de respeto a los derechos humanos, un ideal que parecía inalcanzable. Las reiteradas solicitud de ingreso cursadas por Franco habían sido sistemáticamente rechazadas por falta de legitimidad democrática y sólo se consiguió suscribir un Acuerdo Preferencial en 1970 con finalidad únicamente económica. Durante la transición política, el gobierno de Adolfo Suárez realizó una nueva solicitud, si bien las negociaciones de adhesión, que contaban con el apoyo de todas las fuerzas políticas, no empezaron hasta 1979. No fueron fáciles ni rápidas porque eran muchos los deberes que España debía hacer, lo que mantuvo en vilo a todos los españoles y a sus sucesivos gobernantes hasta que se logró firmar el Acta de Adhesión a las Comunidades Europeas el 12 de junio de 1985 bajo la presidencia de Felipe González. Muy pronto la economía española acusó el positivo impacto de esa adhesión a tan exclusivo club que los ciudadanos apreciaron enseguida. España se convirtió en uno de los países más europeístas de la Unión y se benefició de abultados recursos del PAC así como de los Fondos de Cohesión que tanto contribuyeron a la modernización del agro español y de las infraestructuras del país, así como  a la llegada masiva de turistas. Lástima que este estado de cosas evolucionara hacia la alegre y descuidada borrachera colectiva que está en la base de gran parte de nuestros problemas de hoy, agudizados por un liderazgo europeo tentado de barrer para adentro, que parece haber perdido el espíritu visionario que presidió ese gran sueño de cooperación y solidaridad.

 

La evolución del pensamiento político y del proceso de globalización financiera y tecnológica han hecho el resto. Los organismos europeos están cada vez más cargados de recelos recíprocos y se ha abierto una peligrosa grieta Norte/Sur que coincide geográficamente con la de la riqueza y la pobreza. Más que nunca, se echan en falta verdaderos estadistas, un liderazgo compartido y más democrático, y es urgente corregir la lejanía de las instituciones europeas cada vez más visible a los ojos de los ciudadanos europeos entre quienes crece un euroescepticismo rampante. Mi sensación es que estamos dilapidando el capital emocional de Europa a pasos agigantados por las turbulencias derivadas de esta crisis que parece no tener fin.

 

En mi opinión, no se trata ahora de buscar culpables. Culpables somos todos y, en particular, todos los partidos políticos que, en lugar de apoyarse en el único órgano europeo que responde a los principios básicos de la democracia, cuyo fortalecimiento institucional todavía camina con síntomas reumáticos, han preferido proponer en sus listas electorales a una mayoría importante de políticos amortizados a nivel nacional en vez de elegir a los mejores. Mucho me temo que todavía hoy, el concepto de europarlamentario está ligado en muchos Estados miembros al de una cómoda canonjía, un premio de fin de carrera sin mucho compromiso. Tampoco parece que el nombramiento de altos cargos de la Comisión persiga ir mucho más allá de mantener un status quo de ejecutantes de las políticas marcadas por el Consejo Europeo. Baste comparar la capacidad de iniciativa de que gozaba la Comisión Europea en tiempos de Jacques Delors con su notable debilitamiento actual. La pomposa creación de una presidencia de la Unión y de un Alto Representante para Asuntos Exteriores y Seguridad Común de la UE ha constituido una iniciativa decepcionante. Las riendas están más que nunca en manos del Consejo Europeo, integrado por los presidentes de Gobierno y de las decisiones que toman a lo largo de interminables sesiones de trabajo que rara vez terminan antes de la madrugada, quizás por una buscada y escasa preparación de los asuntos a tratar, producto de su escasa confianza en la Comisión. No es, pues, extraño, que los asuntos no avancen como deberían.

 

Así las cosas, las instituciones europeas, todavía jóvenes y, en todo caso, mucho más jóvenes que las Naciones Unidas y las organizaciones que forman parte de su sistema –bien sé que estas últimas son de carácter intergubernamental, mientras que la Unión Europea es de naturaleza supranacional– empiecen a mostrar los mismos defectos como consecuencia de su prematuro y acelerado envejecimiento: déficit democrático en la toma de decisiones por un número muy reducido de socios, dispuestos a entrar en el micromanagement –decisiones que se imponen a todos los demás– y un tremendo déficit de comunicación al ciudadano a pesar de que las reuniones del Consejo ocupen últimamente gran parte de los telediarios en todos los Estados miembros sin que la intermediación de los medios permita transmitir la necesaria pedagogía relativa al por qué de las políticas adoptadas e impuestas, que han de aceptarse como dogma de fe. Eso sí, los representantes de los Estados miembros y de los portavoces de la propia Comisión Europea lanzan con frecuencia declaraciones contradictorias que, pensadas para una audiencia concreta –la Comisión, el Consejo, el Europarlamento, el BCE, el FMI, el consumo de los parlamentos nacionales– sólo contribuyen a aumentar la perplejidad de los ciudadanos, cada día más irritados.

 

De ahí que me haya sorprendido la novedosa iniciativa del Parlamento Europeo, inspirada por Cristina Gutiérrez Cortines, europarlamentaria española, por cierto, que ha dado en llamarse EuropeIN. En realidad, el estreno de este programa denota ante todo la consciencia de los europarlamentarios de ese déficit de comunicación, común a otras Organizaciones internacionales, al que antes me refería.

 

Por primera vez, y no sin cierto susto por parte de algunos europarlamentarios, EuropeIN ha propiciado la presencia en la sede de Estrasburgo de un grupo de tuiteros españoles –ya dije que se trata de una iniciativa de nuestro país– invitados a presenciar la sesión plenaria en la agenda del pasado 17 de abril, así como a reuniones formales e informales con europarlamentarios de todos los colores políticos allí representados con el único compromiso por nuestra parte de tuitear cuanto nos pareciera importante para compartir cuanto oíamos y veíamos con nuestros seguidores en la célebre red social.

 

He tenido el honor de formar parte de este grupo de 30 tuiteros de distintos orígenes geográficos y horizontes profesionales muy diversos, muchos de los cuales ni siquiera nos conocíamos personalmente, y debo decir que estoy orgullosa de haber participado en esta insólita experiencia. El experimento ha funcionado a gusto de todos suscitando gran interés entre los europarlamentarios de otros países, por lo que cabe esperar la extensión y continuidad de este intento de dar la voz a ciudadanos de a pie con puntos de vista distintos para hacerla llegar a otros ciudadanos de a pie quienes seguramente también ven en la lejanía las instituciones europeas desde ángulos diferentes. Nuestro trabajo de tuiteros “en vivo y el directo” alcanzó en total 18 millones de impactos, gracias a la natural viralidad inherente a la galaxia Twitter.

 

Soy consciente de que se trata tan solo de un experimento de reducida escala pero, europeísta convencida como soy, pienso también que es un primer paso en la buena dirección que ha roto varios tabúes tanto entre los miembros del europarlamento como entre nosotros mismos, suponiendo también un cierto espaldarazo al papel, difícilmente negable ya, que las redes desarrollan en pro de la formación de opinión de los ciudadanos de quienes, en última instancia, emana la legitimidad democrática de estas poderosas instituciones que, en nuestro nombre, toman decisiones transcendentales sobre nuestras vidas. El aire fresco es saludable, siempre oxigena los ambientes cerrados.

 

 

 

Milagros del Corral es Asesora de Organismos Internacionales. Fue directora de la Biblioteca Nacional de España y acaba de editar su primera novela, Las dos caras de Eva. En FronteraD ha publicado Softpower y el 15M 

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