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Raíces


 

“Vivamos como galegos” dice el cartel gigante que veo en la carretera y con el que un supermercado pretende ablandar los corazoncitos y, de paso, las carteras de sus clientes, como sí ahora uno fuera a comprar los yogures en un determinado sitio porque la cajera no sabe utilizar correctamente los tiempos compuestos y te desea Bo Nadal en lugar de Feliz Navidad. No sé lo que significa vivir como un galego, no estoy muy segura de cuáles son las condiciones de la galleguidad, aunque si nos atenemos a los tópicos, creo que yo resultaría una decepción para la causa. Galicia no me parece más bonita ni más interesante que otros muchos lugares que he conocido pero sí mucho más maltratada y descuidada. Salvo algunas excepciones, no he logrado disfrutar del todo de la compañía de escritores gallegos, siempre me he sentido más en casa entre alemanes y rusos. Si fuera empresaria jamás destinaría mi dinero a apoyar la construcción de un AVE entre Madrid y Santiago. No me gusta el marisco, no me gusta el Depor, no puedo soportar más de 15 minutos una película doblada al gallego. No le presupongo ninguna cualidad especial a nadie por el mero hecho de ser gallego, veo escasas diferencias entre un chaval de cualquier barrio de Beirut que da vueltas con su vespino soñando con largarse algún día de allí y un adolescente de Ferrol que contempla aterrorizado el futuro y asqueado el presente. No me enorgullece algo tan estúpido como haber nacido por casualidad aquí. Pero soy gallega, o al menos eso es lo que dice mi dni.

 

Leo estos días al escritor libanés Amin Maalouf. Escribe en “Orígenes”, uno de los libros que más me ha ayudado a entender su país, esto:

“No me gusta la palabra raíces, y menos aún me gusta la imagen. Las raíces se entierran en el suelo, se retuercen entre el barro, prosperan en las tinieblas, tienen al árbol cautivo desde que nace y lo nutren a cambio de un chantaje: “Si te liberas, te mueres”. A los árboles no les queda más remedio que resignarse, necesitan tener raíces; los hombres no. Respiramos la luz, codiciamos el cielo y cuando nos hundimos en la tierra es para pudrirnos. Lo único que nos importa son los caminos. Ellos nos llevan: de la pobreza a la riqueza, o a otra pobreza; de la servidumbre a la libertad, o a la muerte violenta. Nos prometen, nos transportan, nos impulsan, y luego, nos abandonan. Y entonces nos morimos, igual que nacimos, a la vera de un camino que no habíamos escogido.”

 

No tengo, pues, el menor interés en vivir como supuestamente debería vivir un gallego. Tampoco en cómo debería hacerlo un madrileño o un parisino. Me da absolutamente igual. Sé de dónde vengo, se cuáles son mis orígenes pero mil veces más importantes me parecen todas las encrucijadas ante las que he dudado, todos los pasos que ignoraba adonde conducían, los anhelos silenciosos de cada atardecer, el desencanto posándose como un manto de hojas sobre mis hombros, la luz, el dolor atravesándome como un río caudaloso entre montañas, la alegría por existir…Mil veces más decisivas han sido las personas con las que he compartido la vida, la gente que me ha hecho aprender, los libros que han empujado mi imaginación hacia límites insospechados.  Le debo algo a cada ciudad en la que he vivido, a un color del cielo diferente, a todo lo que debía ser desechado, a una melodía sorprendente, a una página que nombraba aquello para lo que yo no tenía palabras. Soy todo lo que debía ser superado, todo lo que renacía, todo lo que se erosionaba y ofrecía un nuevo e imperceptible perfil.

 

Como Maalouf no quiero en absoluto ser un árbol amarrado a la tierra .Prefiero irme con el viento a otra parte.

 

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