Decían que me iba a resultar extraño, después de tanto tiempo siguiendo una rutina tan estricta, no hacer nada, descansar por un tiempo. Pero qué va: lo he llevado divinamente. Si no fuese por la fastidiosa necesidad de trabajar, podría estar así el resto de mi vida. No tendría ningún problema.
Algunas mañanas he sido turista en mi ciudad; otras, me he quedado en mi casa leyendo o viendo una película. He desayunado fuera todos los días, he ido al cine y he hecho algo de deporte. Y el sábado comí con unos amigos y nos pasamos la tarde bebiendo y charlando. Días ligeros. Y encima con buen tiempo. Y en una ciudad bellísima. Como para cansarme.
Me paraba ante alguna fachada de los alrededores de la Mezquita y asentía para confirmar su belleza; entraba en cafeterías en las que nunca había estado y probaba cosas nuevas; sonreía de gusto al ver a la gente con prisa mientras yo paseaba. En definitiva, he aprovechado mi descanso obligatorio. Ha sido un placer saborear la jubilación a los treinta.
Esperaba tener suficiente después de una semana; pasado ese tiempo, imaginaba que sentiría la necesidad de retomar mi vida. Pero qué va, esto tampoco ha sucedido. De hecho, teorías de mi adolescencia han vuelto a mi cabeza. Ya sé que coincidían con una etapa de inmadurez, de injustificada rebeldía y de terribles fluctuaciones hormonales, pero el otro día me sorprendí, mientras paseaba, pensando cosas del tipo: «Si la vida son siete días, dedicarle cinco al trabajo me parece una barbaridad». Así he terminado la semana, a lo loco.
Pero es menester que vuelva al redil. Porque la vida no es gratis y lo gratis, si te descuidas, sale caro. Lo supe una de esas mañanas de paseo alrededor de la Mezquita. Como no contaba con que me tomaran por extranjero, me asusté cuando una gitana se interpuso de golpe en mi camino para ofrecerme una ramita de romero. «Cógela, niño, que te la regalo», me dijo. «Señora, que soy de aquí; menudo susto», contesté, e intenté marcar bien mi acento para dejar constancia de ello. Pero la mujer no permitió que me marchara sin más, sino que se despidió de mí diciéndome que tuviera más cuidado, que si me despistaba demasiado iba a ser más de allí que de aquí. Y lo dijo mirando al cielo, amenazando.
Nunca he tenido ni un sí ni un no con las gitanas del romero, y tampoco es que la mujer llegara a la maldición —prefiero pensar que no pasó de la sugerencia—, pero no es cuestión de jugar con fuego. Mejor dejo lo de ser turista en mi ciudad y me centro en mis cosas, que ahora mismo me viene fatal empezar a ser supersticioso.