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Mientras tantoRastros y cometas

Rastros y cometas

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

¡Qué tenue es nuestro rastro y, no digamos, el de los demás! Siempre son los otros a los que perdemos el rastro, nunca a nosotros, parecería ser. Con nosotros se diría que convivimos de manera constante. A lo largo de una vida recorremos tantos senderos, equivocados o no, conocemos tanta gente variopinta, familiares, amigos, amadas o/y amados, según sea el gusto de cada cual, compañeros de luchas, de iniciativas, de agrupamientos varios, colegas de trabajo, conocidos interesantes, otros que apenas nos rozan, por variados motivos. De algunos de ellos perdemos el rastro por fallecimiento, lo más triste, de otros por caminos divergentes tomados en algún recodo de la vida, por gajes de la vida, por enfados absurdos, envidias o disensos a cuál más estúpidos. Si un familiar muy querido se “evapora”, desaparece del mapa, puede ser muy doloroso, casi como un fallecimiento, otras veces puede ser, más bien, un alivio. Así, la vida parecería ser un duelo permanente, o, mejor dicho, un duelo sincopado, atravesado siempre por desapariciones de muy diversa índole.

El chico, de mi edad, que vivía a pocos metros de casa, ya no lo volveré a ver en nuestra calle con su hijo pequeño, con su compañera. Un derrame cerebral se lo llevó este verano cuando iba a bañarse solo en la playa. El aire de su presencia, como un hueco impalpable, sigue ahí en nuestro rincón, el de sus ojos melancólicos, algo desencantados.

¡Qué enojo cuando nos olvidamos una clave! Puede ser de nuestro correo electrónico, de nuestra cuenta corriente, de nuestro seguro, de nuestra mutua, de alguna institución oficial, de alguna chuminada comercial, de tantas cosas, ¡hasta de este blog! Lo peor es cuando nos roban o perdemos nuestros documentos de identidad, nuestra tarjeta de crédito, el móvil. El pánico o la desesperación pueden apoderarse de cualquiera. “No somos nadie”. Un SMS puede ser nuestra tabla de salvación o una infamante confirmación de nuestros más negros augurios. Antaño decían nuestros mayores aquella frase cuando veían segada una vida llena de promesas. No somos nadie, ahora, sin un número, sin unas cifras, sin unas mayúsculas y unas minúsculas, sin unos caracteres especiales, la almohadilla, el asterisco, ¡vete a tú saber! Extraño sino el nuestro, hombres y mujeres de este incipiente, incierto, tenebroso y, pese a todo, esperanzador siglo XXI. Parecemos atrapados en una tela de araña de cifras, y de imperativos sociales y familiares, que, a distancia, rigen y esclavizan nuestra vida cotidiana, cuando, confiadamente, pensábamos ser los seres humanos más libres y que gozan del mayor bienestar conocido en toda la historia de la humanidad.

De ahí que un sociólogo francés, David Le Breton, haya estudiado hace poco con especial perspicacia una “tentación contemporánea”, peculiar y difundida, la de desaparecer uno mismo, la de pirarse de una vez por todas. Cuando todo parece imposible, cerradas todas las perspectivas, todos los sueños, cuando vemos en toda su crudeza nuestra propia vida y la vemos literalmente enjaulada, no solo falta de fuelle, sino inerme, atascada, empantanada, atada de pies y manos de un sinfín de correas, pues bien, es cuando se apodera de nosotros el ansia insensata de desaparecer, de huir, de emular, ridículamente, a Rimbaud, de buscarnos un lugar perdido del mundo en el que supuestamente retozar y curar nuestras heridas o, quién sabe, trocar nuestra identidad dolida y fatigosa, por otra, ser una especie de Traven, un fascinante camaleón que lograse cumplir todas aquellas vidas espectrales de las que hablara Ortega y Gasset que han ido anidando en nuestros sueños más insensatos, y que ya no podemos ser. Convertirse en un geólogo perdido en unas montañas remotas, en un mediocre y feliz agregado cultural en la embajada más infame del mundo, ser un guía turístico de unas ruinas que no interesan ya a nadie, alfabetizar sin convicciones a niños en el corazón de África… No decir a nadie nuestro paradero, perderse, no dejar rastro. ¿Quién no ha pensado alguna vez, aunque sea durante unos segundos, en este secreto y evasivo deseo?

Hoy en día, paradójicamente, los poderes ocultos no nos pierden el rastro. Los algoritmos olfatean el más mínimo gusto consumidor, la orientación política más insignificante, nuestras supuestas debilidades, nuestra vulnerabilidad más íntima. Oí hace poco a un amigo que Edward Snowden aconsejó a unos periodistas que le querían entrevistar que metiesen sus móviles y ordenadores en un congelador, creí entender, porque, incluso sin la cámara activada con la lucecita verde, podían escuchar sus conversaciones e incluso verlos. Ni siquiera guardarlos en un armario imposibilitaba el estremecedor espionaje.

“¿Qué serán de mis libros, de mis escritos, de mi pensamiento?”, se preguntaba angustiado Derrida poco tiempo antes de fallecer, él que había escrito más de cincuenta libros y cientos de artículos, que había marcado profundamente la filosofía contemporánea de la Patagonia a Seattle, de México a Tokyo. Si eso se lo preguntaba él, ¿qué podríamos preguntarnos, nosotros, ínfimos seres que apenas dejamos huella?

No dejamos apenas huella, pero se nos pide, si queremos ser alguien, que seamos “visibles”, que montemos proyectos de investigación con innumerables algoritmos e innumerable presupuesto, que seamos el twitero con más seguidores del mundo, que vendamos la obra de “arte” al precio más desorbitado, el influencer más influente —no se sabe de qué y en qué— del mundo, que seamos el político de mayor impacto en las redes sociales, incluso en la sufridora y sufrida opinión pública, a fuerza de ser un bocazas y de decir cosas inanes.

Las primeras revistas del exilio republicano español se redactaron en condiciones muy difíciles, en lugares cerrados, casi claustrofóbicos. Muchos piensan que fue “Nuestra Barraca”, en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, otros piensan que fue en la travesía del buque Sinaia, en el Diario de la primera expedición de Republicanos españoles a México, pero, tal vez, antes de estas dos la primera fue concebida, elaborada, escrita y maquetada con medios precarios en la Embajada de Brasil de Madrid, si mal no me acuerdo, poco después de concluida la Guerra Civil. Se llamaba El Cometa. Desconozco su contenido. Ni sé si se ha podido reeditar. Al final, lograron huir.

Concebir un cometa luminoso en la alcoba mortecina de un consulado. No parece tan alejado de nuestra situación actual. Los cometas dejan estelas. No es concebible un cometa sin estela. Así nosotros. Somos la estela que rehúye ser cifra, algoritmo o clave. Hay también estelas en la mar y estelas funerarias, las de la antigua Roma, hermosísimas. Y la Estella navarra es una estela compostelana, una estrella, izarra, en euskera, que nos indica caminos y horizontes muy amplios, infinitos, borrando fronteras imaginadas. ¡Qué puede ser más lleno de promesas que el perseguir, a lomos de camellos, un cometa que nos conduzca a un niño, que transformará el mundo, ese otro niño —¿no tan diferente?— que era inocencia, olvido y “un nuevo comienzo”, en palabras de ese ilustre alemán, hambriento de montañas.

Así pues, tendremos que rastrear estelas, las de aquellos exiliados que han marcado tanto el arte y el pensamiento, no solo españoles, las de aquellos enamorados de la naturaleza, de los animales, de las plantas, del planeta Tierra, que han contribuido sobremanera a la ecología, la primera ciencia, el primer saber complejo, a la ecología política, el ideario más transversal, inclusivo y pacificador que pueda merecer este desdichado siglo XXI, necesitado de promesas, al que todas las ideologías deben ponerse a su altura, a la altura de los tiempos. Tendremos también que rastrear lo que algunos escritores, filósofos y ensayistas de diferentes países han dicho y hecho de importante, que pueda servir de savia vivificadora para estos tiempos…de confinamiento, físico, mental, político, ético, espiritual.

Ser “retroproyectivo” es el imperativo, si se me permite el neologismo. Ni quedarse en una nostalgia paralizante, ni deslumbrarnos por un porvenir mágico, ni caer en futuros apocalípticos. ¿No comparó acaso el gran filósofo moravo, fundador de la fenomenología, Edmund Husserl, el paso del tiempo, ese correr insensible de las más inmediatas reminiscencias a las más cercanas aprehensiones en el futuro, con la cola de un cometa? Proyectarnos hacia adelante, sin dejar de tener la mirada hacia atrás. Agarrarse a las estelas, a las cabelleras de los cometas, que es el sentido etimológico, griego, de estos astros, para columpiarse en las cometas con que jugábamos en la playa. Darnos gusto y dar gusto al lector porque leer es y tiene que ser algo profundamente placentero, aunque se hable de cosas graves. Este es el primer adelanto que ofrecemos, como pórtico de entrada de nuestro blog, a nuestros pacientes y curiosos lectores.

Le Mans, a 29 de octubre de 2020.

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