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Rateros de oído

 

El plagio entendido como una de las Bellas Artes no es cosa nueva que pueda escandalizar a nadie. ¿No plagiaron Racine o Unamuno a Eurípides, reescribiendo Fedra? ¿No plagió Roma a Grecia, o a China los japoneses? ¿No lo hicieron nuestros Larra y Lorca –tan queridos por esta Huerta- bebiendo en fuentes francesas e irlandesas? En estos episodios de apropiación indebida nunca es fácil dirimir la sentencia artística del resultado. A veces el original queda superado por los copistas, y ya nadie se acuerda de pensar quién fue el primero en patentarlo. 

 

Sucedióle a Faba no ha mucho un pintoresco episodio, (en una escala mucho más humilde), relacionado también con el tema del plagio. Había acudido a la cena de entrega de un prestigioso galardón literario, en la que fue acomodado en una mesa de variopinto pelaje artístico. Cómicos, escultores, periodistas y escritoras –con y sin acompañante- integraban aquella mesa de doce comensales. Frente por frente, encontrose Faba con un colega más o menos de su edad, atildado, bien vestido, mejor casado, y con ciertos aires de inspector de la policía británica. Sin embargo, se presentó como sicólogo y escritor, muy interesado en las artes plásticas.

 

Como los aperitivos no llegaban, inició Faba con su antagonista de asiento una protocolaria conversación, de ésas en las que cuesta arrancar, porque los interlocutores no se conocen absolutamente de nada. Sacó el tema del Arte como vínculo común, y le preguntó a su colega si solía visitar ARCO, (la feria anual de arte contemporáneo madrileña), y sobre la opinión que ésta le merecía. El sicólogo respondió afirmativamente y farfulló algunas generalidades que a nada le comprometían. Insistióle Faba en conocer su opinión acerca de los nuevos lenguajes artísticos, y la tasación  -a veces, desorbitada- de su valor en el mercado. El comensal de en frente extrajo del bolsillo interior de su chaqueta un cuadernillo, como el que  toma un móvil para consultarlo. Sacó también una pluma de oro del mismo receptáculo, y comenzó a tomar notas ávidamente, como si se le hubiese ocurrido algo genial, de irreparable pérdida si no se anotaba en ese mismo instante.

 

Sentíase Faba en una situación incómoda, pues como el tipo no decía nada, era él mismo quien se veía obligado a responder a sus propias preguntas, formulando hipótesis posibles en forma de cuestiones nuevas. Como su hipotético interlocutor no cesara de escribir concentradamente en su cuaderno, sin levantar si quiera la vista en un buen rato, se interrumpió, de pronto, y se dirigió a él, disculpándose por su monólogo, mientras él debía hallarse ocupado en cosas más importantes. A lo que respondió -por encima de sus gafas y por debajo de su calva- con una mirada complaciente: “No. Siga, siga. Estoy tomando notas de lo que dice.” Y bajando la voz añadió confidencialmente: “Verás, es que yo tengo todas las semanas una columna de opinión en un periódico, y -claro- necesito ideas para mi artículo semanal. Como comprenderás, tener que escribir todas las semanas algo original y que formule ideas para sus lectores, no es cosa fácil. No siempre acuden las musas a la misma hora, ni hay ingenio que mantenga un ritmo tan trepidante.” A lo que Faba asintió boquiabierto, justo antes de tomar un nuevo trago de vino rojo.

 

Él era sicólogo y escritor, ¿quién podía llevarle la contraria a una eminencia, a una autoridad en las circunvoluciones del cerebro humano, y en sus causas y consecuencias? ¿Qué era pues un escritor? ¿una botella de agua mineral, o un manantial de alta montaña? ¡Lozoya envasada en vidrio! Con tal economía de ideas, no le resultó a Faba extraño, que su colega estuviese -además- preparando un libro para una importante editorial literaria. Entre plato y plato volvió a sacar el columnista en apuros no se sabe cuántas veces su libretita de apropiaciones varias. Rateros de oído llama a estos ejemplares un castizo y sabio amigo de Faba.

 

El vino acumulado bajo sus gargantas volvía cada vez más desinhibidos a los comensales. Unos reían, otros coqueteaban, otros se pavoneaban, mientras un Faba medio embriagado no cesaba de disertar, a la par que su vecino de en frente anotaba y anotaba. Por el tiempo que estuvo haciéndolo, debió lograr ideas como para veinte columnas. Por eso deben llamarlas cenas literarias, porque se cena literatura, y ademas, gratis. 

 

Sin embargo, cayole simpático a Faba este extravagante colega que se confesaba tan impunemente, y sin ocultar absolutamente ninguna de sus intenciones. Su descaro anotando febrilmente en un cuadeno tan pequeño, le daba un aire inofensivo; más que como un rival o un espía se le presentía como una especie de admirador extremo, taquigrafiando a su ídolo. Lo cual, no dejaba de resultar en el fondo adulador, para el interfecto autor de esta entrada. 

 

La cosa cambió antes de que sirvieran el cava. Justo en el instante en que comenzó a oír Faba una de sus historias en labios del sicólogo, mientras se la contaba como propia a una bella dama sentada a su lado. El muy tunante ni se tomó la molestia de esperar a que no estuviera presente el confidente original del relato. ¿Qué no haría cuando lo contara o escribiera a solas? De todas formas, comenzó Faba a sentir también admiración por aquel sujeto; su audacia sin miramientos le parecía completamente admirable. ¿Sería el verdadero camino de la Fama, el que le estaba revelando el sicólogo con su comportamiento?

 

Sostiene Faba que existen probabilidades de que su compañero de cena haya podido convertir las visiones y opiniones por él vertidas en una pieza maestra del periodismo de opinión ajeno; o, no. Pero como tampoco confía demasiado en que existan fórmulas de reparaciones hipotéticas, se ha tomado la revancha, por si acaso, y ha decidido devolverle a su “ratero de oído” la jugada: escribiendo uno de sus artículos semanales, retratandolo. Nadie como los sicólogos con columna periodística sabe lo difícil que resulta ser ingenioso y original todas las semanas.

 

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