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Raza contrarreloj. La política de una Norteamérica en vías de oscurecerse

Introducción. Un año agotador

El año nuevo me sorprendió en el frío y lúgubre vestíbulo de una antigua prisión de mujeres, en Ciudad de México. Transcurridos los primeros minutos de 2020, después de atravesar una puerta enrejada y pasar junto a una hilera de celdas cerradas, llegué al lugar donde se celebraba una insólita fiesta de Nochevieja a la que me habían invitado. Jóvenes vestidos con tejanos y camiseta bailaban al ritmo de música house, mientras sobre la tarima se movían gogós de género no binario. Este México no respondía al estereotipo acuñado por el turista norteamericano –el México de los mariachis y sombreros de ala ancha–, ni al descrito por el actual presidente norteamericano [Donald Trump] al inicio de la campaña electoral. Como el nuestro, era un país que evolucionaba de acuerdo con los tiempos modernos, lo cual me recordó el miedo de muchos de mis compatriotas a los cambios que ello acarrea.

No había contado con empezar el año ahí, pero, como mucho de lo sucedido en 2020, las cosas no salieron según lo previsto. Tras doce meses cubriendo la enrevesada campaña presidencial del Partido Demócrata y el proceso de destitución del presidente, a finales de diciembre de 2019 no me tenía en pie. Necesitaba relajarme y prepararme para el año entrante; así que, a modo de premio, reservé un viaje a México. Como muestra de mi talante abierto a cuanto el nuevo año pudiera depararme, quise festejarlo en un lugar inusual y, mientras recorría los oscuros recintos enrejados, interpreté mi aventura de Nochevieja como la señal de un año colmado de experiencias nuevas y apasionantes. Pero, si ahora echo la vista atrás, tal vez fuera un presagio de mi futuro arresto en suelo norteamericano.

Al poco de despertarme, todavía con la resaca de la fiesta de Nochevieja, mis compañeros de viaje me convencieron para visitar el barrio de Lindavista, donde participé en otra actividad insólita: un chamán, después de purificarme el cuerpo con savia ardiente, me invitó a ponerme de rodillas y rogar a Ōmeteōtl, el dios de la dualidad, permiso para entrar en el temazcal, una especie de sauna en forma de iglú. Aunque nunca había oído hablar de ese ritual, me armé de valor y, sin camiseta, entré a gatas al reducido habitáculo, oscuro como boca de lobo; en cuanto cerraron las diminutas puertas, me dejó sin respiración el sofocante vapor procedente de una roca volcánica.

Al cabo de unos minutos, entré en pánico y pedí permiso para salir. Pese a los intentos del chamán por tranquilizarme, el miedo me tenía atenazado. A trompicones, pisoteando a mi paso a los otros cuatro participantes, me arrastré al exterior y respiré al sentirme solo a la luz del día. Poco después, el chamán salió para comprobar mi estado; le expliqué que padecía claustrofobia y que no aguantaría los restantes cuarenta minutos de ceremonia. Charlamos un rato y llegamos a un acuerdo: volvería al interior del iglú a condición de que pudiera sentarme lo más cerca posible de la salida; una técnica sencilla, gracias a la cual logré tranquilizarme y resistir hasta el final. Aunque por entonces lo ignorara, esa experiencia me enseñó a guardar la calma necesaria para afrontar los retos de 2020.

Dos días más tarde, el viaje llegó a su fin. Mientras cargaba las maletas en el coche que nos llevaría al aeropuerto, caí en la cuenta de que regresaba a un drama político del que había logrado evadirme durante una semana. Sin embargo, ignoraba que, como el resto del mundo, pronto me vería obligado a renunciar a los viajes internacionales. Cuando el taxi pasó junto al Parque México, me despedí de la grata semana vivida en el tranquilo barrio de La Condesa, y me di ánimos para el año entrante.

Apenas regresé a Nueva York, empecé a sentir los síntomas de una extraña enfermedad cuya gravedad me hizo temer lo peor. Durante días no le eché el pestillo a la puerta de mi piso en Harlem, por si algún amigo tuviera que acudir en mi rescate y llevarme al hospital. A través de internet descubrí que podía sufrir desde cáncer hasta diarrea del viajero, pero no tenía intención de ver a un médico, pues me había olvidado de renovar el seguro; no recuperé el derecho a la atención médica hasta el 1 de febrero.

Me reproché mi excesiva dedicación al proceso de destitución del presidente, hasta el punto de descuidar mis propias necesidades. Mis complacientes vacaciones, pensé, eran claramente la causa de mi enfermedad; con todo, esperaba recuperar la salud en poco tiempo. Tardé dos semanas en sentir cierta mejoría, y no fue hasta dos meses después que empecé a barruntar una explicación más preocupante si cabe: la posibilidad de haberme infectado de un nuevo y extraño virus, el cual pronto se expandiría por todo el mundo.

Durante la convalecencia pensaba con pavor en el cansancio que traerían consigo los siguientes doce meses. Presagié que dos sucesos –el proceso de destitución del presidente en enero y las elecciones presidenciales en noviembre– absorberían la atención pública durante 2020; y sabía lo exigentes que podían ser ambas experiencias. Históricamente, solo tres presidentes norteamericanos han afrontado un proceso de destitución. Yo había sido testigo de dos de ellos, y recordaba al país absorto durante cinco semanas en el anterior juicio del Senado, en el invierno de 1999. Pero hasta las elecciones más rutinarias constituyen una empresa descomunal. Habiendo trabajado en media docena de campañas políticas como militante y cubierto seis campañas presidenciales como periodista, creía conocer el proceso al detalle: los caucuses[1], las primarias, los mítines, las convenciones, los debates, la publicidad de campaña; todo sometido a un implacable ciclo de noticias, veloz como la luz. Sin embargo, ignoraba que el país estaba a punto de sufrir una dramática convulsión.

Cuatro crisis profundas estaban a punto de confluir al mismo tiempo. En primer lugar, una mortal emergencia de salud pública, la peor desde la epidemia de gripe de 1918. En segundo lugar, la mayor crisis económica desde la Gran Depresión de 1929. En tercer lugar, la aparición del mayor movimiento de justicia racial desde las protestas que siguieron al asesinato del Dr. Martin Luther King Jr. en 1968. Finalmente, terminaríamos el año con una de las crisis democráticas más drásticas desde las disputadas elecciones presidenciales de 1876[2]. No solo afrontaríamos una excepcional confluencia de eventos, sino un momento sin parangón en nuestra historia. Cuatro gigantescas placas tectónicas se moverían al mismo tiempo, poniendo en peligro la salud de los ciudadanos, la estabilidad de la economía, la seguridad de los más vulnerables y la supervivencia de la democracia. El resultado sacudiría los cimientos de nuestra nación.

Esas crisis no eran, por supuesto, simples efectos colaterales de un año excepcional, sino secuela de una larga historia nacional caracterizada por un sistema de salud roto, una estructura económica injusta, la incapacidad para resolver siglos de defectos constitucionales y la perpetuación del supremacismo blanco, principal amenaza. En cierta medida, todos esos problemas tenían en común la cuestión racial.

Este libro analiza en tres partes la política de nuestra cada vez más oscura Norteamérica. En la primera, analizo las cuatro crisis de 2020 y su papel en el asalto al Capitolio en 2021. En la segunda, retrocedo en el tiempo para explorar la historia racista de la política estadounidense y las transformaciones de los dos principales partidos políticos desde la era de la Reconstrucción[3] hasta el presente. Y en la tercera, propongo ideas para seguir avanzando.

A mi juicio, el problema del racismo en la política estadounidense va más allá de tal o cual dirigente o partido político. Desde el final de la Reconstrucción en 1877 hasta la Ley de Derechos Civiles de 1964, los dos principales partidos políticos han defraudado las expectativas de la gente negra. El Partido Republicano de Abraham Lincoln incumplió su promesa de proteger a los afroamericanos, mientras que el Partido Demó- crata de Andrew Jackson ni siquiera se tomó la molestia de intentarlo. Pero, en comparación con la gradual evolución de los demócratas en la década de 1960, en el Partido Republicano se aprecia una clara conexión entre el exsenador Goldwater y su oposición a los derechos civiles en 1964, la campaña “Ley y orden” de Nixon en 1968 y su “Guerra contra las drogas” en 1971, el Reagan de la “Reina del bienestar”[4] y los “Derechos de los Estados” en 1976 y 1980, respectivamente, la ofensiva “Willie Horton” de George H. W. Bush en 1988[5], la “Guerra cultural” de Pat Buchanan en 1992, la respuesta de George W. Bush al huracán Katrina en 2005, y la amarga campaña de Donald Trump contra el presidente Barack Obama en 2011, así como su política de abierto nacionalismo blanco en 2021. Tanto el racismo del viejo Partido Demócrata como la involución del Partido Republicano obedecen a un mismo temor: que una cambiante Norteamérica ponga fin al supremacismo blanco.

“El mundo ya no es blanco, ni volverá a serlo”, escribió James Baldwin en 1955. Estas proféticas palabras del libro Notes of a Native Son (Notas de un hijo nativo) resultan hoy más evidentes que nunca. A medida que Norteamérica se volvía más negra y mestiza, ciertas esferas de influencia han intentado retrasar el reloj y detener la inevitable diversificación y transformación del país. Desde la creación de la república en el siglo XVIII, hasta la Reconstrucción en el XIX, pasando por el movimiento de los derechos civiles en el XX, el temor al hundimiento de la clase blanca fundamenta lo que la historiadora Carol Anderson ha denominado la “furia blanca”[6]. A lo largo de la extensa historia de agitación racial en Norteamérica, escribió, el progreso negro ha sido el principal desencadenante de esa furia. A comienzos del siglo XXI, muchos ciudadanos blancos se sintieron seriamente amenazados por la cambiante demografía, patente en cada nuevo ciclo electoral o censo poblacional, y decidieron detener el auge de la emergente mayoría con nuevas restricciones.

En 2008, a raíz de la elección del primer presidente negro, la furia blanca se exacerbó. Aunque ni el programa ni las medidas políticas de Obama amagaron con redefinir la cuestión racial en Norteamérica, su mera presencia apuntaba hacia un nuevo futuro. En cambio, su sucesor, a quien el escritor Ta-Nehisi Coates describió como el “primer presidente blanco de Norteamérica”, dio tranquilidad a quienes temían ese futuro.

En marzo de 2015, tres meses antes de que Donald Trump anunciara su candidatura a la presidencia, la Oficina del censo pronosticó que, en 2044, el país se convertiría en una nación de “minorías mayoritarias”. A pesar de disponer de diversos mecanismos para conservar su ya excesivo poder en la nueva democracia multirracial, muchos norteamericanos blancos se negaban a sufrir esa simbólica pérdida de rango. Durante cuatro años, Donald Trump les dio cuanto querían. Nunca vi a un presidente ejercer con tanto desparpajo la política identitaria blanca; exhortaba a una enérgica minoría de asustados blancos a una última carrera contrarreloj para detener el progreso de las recién empoderadas “minorías” y sus aliados.

Al final de su mandato, el país se encontraba sumido en una guerra civil fría.

Alentados por su comandante en jefe, ciudadanos-soldado se enrolaron en una interminable serie de microagresiones diarias, actos de discriminación racial, concursos de gritos y crímenes de odio, que luego se difundían en las redes sociales y la televisión, anticipando una batalla más grande y peligrosa que apuntaba en el horizonte.

Vivimos tiempos peligrosos.

A pesar de algunas señales de progreso, la historia de Estados Unidos se ha caracterizado por su complejidad: con años de desesperación y decepción salpicados por momentos de esperanza y optimismo. El mismo país, cuyo Gobierno sancionó la esclavitud y la segregación, adoptaría a la postre enmiendas constitucionales y leyes de derechos civiles para acabar con esas instituciones aberrantes. Asimismo, una república forjada por hombres blancos terminó eligiendo a un presidente y una vicepresidenta negros. No obstante, todo progreso afroamericano pone en peligro el delicado orden social establecido desde hace siglos.

En tiempos coloniales, los siervos blancos, asociándose con la gente negra esclavizada, impugnaron la jerarquía socioeconómica; pero los plantadores ofrecieron “señuelos a la blanquitud para apartarla de la negritud”, escribe Ibram X. Kendi en Marcados al na- cer: La historia definitiva de las ideas racistas en Estados Unidos. En 1675, Nathaniel Bacon lideró una rebelión contra la élite gobernante en Jamestown (Virginia), y los plantadores, asustados por la coalición multirracial de rebeldes, desarrollaron un plan para cooptar a los blancos de bajos ingresos separándolos de los afroamericanos.

En su libro El color de la Justicia: La nueva segregación racial en Estados Unidos, Michelle Alexander acuña la expresión “soborno racial” para definir la estratégica cesión de “privilegios a los blancos pobres con objeto de abrir una brecha entre ellos y los esclavos negros”. A la larga, los norteamericanos blancos adquirieron lo que el jurista Derrick Bell ha denominado “el derecho a la propiedad en virtud de su “blanquitud”. “Incluso los blancos sin riquezas ni poder –explica– se imbuyen de un sentido de superioridad racial, lo cual les predispone a aceptar una parte más pequeña del pastel”.

Con el paso del tiempo, el “soborno racial” se transmutó en una estrategia más amplia que invitaba a otros grupos raciales y étnicos a progresar en la escala social “convirtiéndose en ‘blancos’”, escribieron Lani Guinier y Gerald Torres en The Miner’s Canary: Enlisting Race, Resisting Power, and Transforming Democracy (El canario en la mina: enarbolar la raza, resistir al poder y trans- formar la democracia). Pero para ello, según explican los autores, era condición necesaria guardar “la distancia social con la negritud”.

Si bien el libro de Guinier y Torres se publicó en 2002, la expresión “distancia social” tiene hoy, en un mundo posterior a la pandemia, otras connotaciones. Durante casi todo 2020, y una parte significativa de 2021, la mayoría de las personas vivieron socialmente aisladas, confinadas en casa y obligadas a llevar mascarillas para protegerse del habitual contacto humano. Ese distanciamiento social, necesario pero inusual, entorpeció la capacidad de las personas para relacionarse con los demás, como si el otro hubiera dejado de considerarse humano.

En un momento de división, cuando más urgía una línea directriz y cuatro crisis simultáneas amenazaban con desgarrar el tejido social, solo encontramos oportunismo y demagogia. En lugar de soluciones para la crisis sanitaria, se vertieron acusaciones racistas contra otro país por su papel en la expansión del virus, se divulgaron tratamientos sin eficacia probada y se desalentó el uso de mascarillas. En lugar de ayudas mensuales para los perjudicados por la crisis económica, se sucedieron las protestas contra el confinamiento y los ataques a alcaldes y gobernadores preocupados por sus ciudadanos. En lugar de abordar la crisis de justicia social, hubo tuits exigiendo mano dura, diatribas contra “organizaciones terroristas” de izquierda y una cínica foto frente a una iglesia próxima a la Casa Blanca[7]. Y en lugar de acometer la crisis democrática, se entorpeció el servicio de correos, se impugnaron los resultados electorales y se produjo una insurrección en el Capitolio.

En lugar de unirnos, el presidente norteamericano y sus acólitos utilizaron las distintas crisis para explotar los arraigados miedos de su base electoral, en su mayoría blanca. Incluso después de perder el gobierno, no cejaron de proferir frívolas críticas a una supuesta “cultura de la cancelación”[8], en lugar de aportar soluciones de calado a los problemas del país. Presos de la desesperación, trataron de frenar la nueva mayoría emergente cambiando las reglas de juego. El 24 de marzo de 2021, solo dos meses después del plantón de Donald Trump a su sucesor el día de la toma de posesión, se aprobaron, según el Centro Brennan por la Justicia, 361 leyes destinadas a restringir el derecho a voto en 47 Estados.

Cuando se desmorona un determinado orden social, tiene lugar una inevitable fricción que afecta sobre todo a quienes más dependen de él para su estabilidad personal. Politólogas como Diana Mutz describen esa clase de tensión como una “amenaza a la posición del grupo dominante”; y autoras como Isabel Wilkerson han engarzado esta idea con el hecho de que, desde finales de la década de 1990 hasta la era Obama, se ha constatado un inusual aumento de fallecimientos entre los norteamericanos blancos de mediana edad. “Quienes mueren de desesperación lo hacen por el fin de una ilusión”, escribe Wilkerson en su libro Casta: el origen de lo que nos divide. Y añade: “Acaso se apoyaron en esa ilusión sin ser realmente conscientes de ello, por cuanto la necesitaban más que cualquier otro grupo”[9]. Históricamente, la ilusión de un eterno dominio blanco ha inclinado a demasiados estadounidenses blancos de la clase trabajadora a considerarse el baluarte de un sistema económico y orden social injustos. Debido a esta ilusión, prefirieron dejar que cientos de miles de sus conciudadanos fallecieran de una enfermedad mortal que usar mascarillas o brindar atención médica a todos los estadounidenses. Prefirieron sostener una desnivelada economía plutocrática a proteger los derechos fundamentales de trabajadores como ellos. Prefirieron empoderar un Estado policial y racista a resolver los profundos retos socioeconómicos del país. Prefirieron abolir la propia democracia a compartir su poder político con una nueva mayoría emergente.

Es importante comprender que el temor a una Norteamérica en vías de oscurecerse no nace con la presidencia de Donald Trump. Lleva décadas germinando en nuestro país. La triste realidad es que Norteamérica nunca ha logrado conciliar su historia racial con sus elevadas promesas fundacionales; hasta que eso no ocurra, estamos condenados a repetir un patrón de crisis y división. A pesar del increíble progreso racial desde la época de los derechos civiles, todavía no se han eliminado las disparidades raciales más acuciantes. Independientemente de que el presidente fuera demócrata o republicano, los estadounidenses negros apenas han experimentado grandes cambios estructurales desde la década de 1960. Aun cuando haya unos pocos billonarios negros, siguen existiendo millones de parados. Aun cuando haya quienes se han abierto camino hasta el gobierno, millones han sido privados de sus derechos. Aun cuando dos personas negras hayan ocupado el cargo de fiscal general, cientos de miles se encuentran en la cárcel. El potencial beneficio del progreso afroamericano se ha visto contrarrestado por el de la Norteamérica blanca, que ha congelado el statu quo para siempre. Estas diferencias alimentan el resentimiento afroamericano, al tiempo que el progreso negro suscita repulsa y rabia entre los norteamericanos blancos. En ambas comunidades, por tanto, se corre el riesgo de que se produzcan peligrosos estallidos de violencia.

Las medidas impulsadas hasta ahora no han logrado zanjar las periódicas crisis raciales, siendo probable que las propuestas actuales fracasen igualmente. La razón reside en que la mayoría no tiene en cuenta el fundamental problema racial de Norteamérica; su propósito es evitar el conflicto y responder a las contingencias del momento, en lugar de resolver la injusticia estructural del sistema. Pero cualquier sociedad que, por norma, anteponga la paz a la justicia no tardará en verse privada de ambas. Por eso creo que todavía hay una salida.

Si algo hemos aprendido de la historia estadounidense es que ninguna panacea puede remediar cientos de años de opresión. A fin de seguir avanzando es preciso alcanzar un pacto nacional a largo plazo que tenga en consideración a las generaciones futuras. Los norteamericanos de todas las razas deberán trabajar juntos y a la vez por su cuenta, en orden a reafirmar los principios fundacionales del país.

Con objeto de superar la eterna crisis racial, las comunidades blancas y negras –y el país en su conjunto– deberán intervenir en al menos tres campos específicos y complejos. En primer lugar, los norteamericanos blancos deben expiar el vigente legado de la esclavitud y el racismo. No bastan meras disculpas, sino que se requieren acciones compensatorias. En segundo lugar, la Norteamérica negra debe pedir cuentas a los partidos políticos dominantes y sus dirigentes. No se trata de delegar en la gente negra la tarea de resolver el racismo blanco, sino de exigir sin complejos que el conjunto de nuestros dirigentes y cargos electos –y aquellos en posiciones de responsabilidad– tengan en cuenta las necesidades de la comunidad negra. En tercer lugar, Estados Unidos debe preconizar un objetivo de igualdad basado en la raza, históricamente informado y orientado a resultados. No es cuestión de tratar a todos igual, sin tener en cuenta las desigualdades históricas; la meta es la igualdad de resultados, no solo de oportunidades.

Después de cuatrocientos años de opresión racial, casi doscientos cincuenta de esclavitud, un siglo de segregación Jim Crow y seis décadas de resistencia blanca a las leyes de derechos civiles, es preciso abandonar la fantasía de que la igualdad de oportunidades conducirá por sí sola a la igualdad racial.

No hay progreso cuando me clavas un cuchillo en la espalda y lo hundes veinte centímetros para luego sacarlo quince –dijo en una ocasión Malcolm X–. Tampoco hay progreso si lo sacas del todo. El progreso consiste en curar la herida.

Muchos norteamericanos blancos, señala, “todavía no han empezado a sacar el cuchillo; no digamos a curar la herida. Ni siquiera admiten la existencia del cuchillo”.

A efectos del restablecimiento de los afroamericanos en el país donde fueron esclavizados y segregados –despojados de su historia, país, familia, cuerpo y nombre–, no basta con sacar el cuchillo que nos apuñaló y confiar en salir adelante con un renovado espíritu de unidad. Más bien, es preciso encontrar la manera de que no solo las vidas negras importen, sino de ponerlas en pie de igualdad.

 

Notas:

 

[1] Se llama caucuses a las asambleas en las cuales los partidos deciden quién recibirá la nominación de los suyos para presentarse a la presidencia.

[2] Pese a la victoria del candidato demócrata, se nombró presidente al republicano Hayes; a cambio, los republicanos retiraron las tropas federales del Sur.

[3] Periodo comprendido entre 1865 y 1877, y que siguió a la Guerra de Secesión. Se caracteriza por los intentos de paliar las desigualdades de la época de la esclavitud y reintegrar a la Unión a los Estados confederados.

[4] Se denomina Welfare (bienestar) el programa de ayudas sociales del país (y así nos referiremos a él en este libro). Welfare queen era el apelativo utilizado por los republicanos para referirse sarcásticamente a las mujeres necesitadas que recibían esas ayudas y que eran acusadas de holgazanería.

[5] Durante las elecciones presidenciales en que concurrieron el demócrata Dukakis y el republicano George Bush padre, este último apoyó su campaña en el caso Hornton, un condenado a cadena perpetua que, en virtud de una ley de permisos penitenciarios del Estado demócrata de Massachusetts, volvió a delinquir durante un fin de semana de libertad. Hornton era negro, y la campaña de Bush aprovechó este hecho para explotar los estereotipos y prejuicios raciales.

[6] Véase Carol Anderson, “Furia blanca” en Esta vez, el fuego, edición de Jesmyn Ward, BAAM, 2020 (n. e.).

[7] Durante las protestas del movimiento Black Lives Matter por la muerte de George Floyd, Trump posó para las cámaras delante de la iglesia San Juan mientras sostenía una Biblia como símbolo de reconciliación. El acto fue muy criticado porque horas antes había desalojado violentamente a los manifestantes que se encontraban en el parque Lafayette cerca de la iglesia.

[8] Cancel culture: fenómeno por el cual determinadas acciones son criticadas públicamente y consideradas inadecuadas a los ideales de la sociedad moderna.

[9] Véase Isabel Wilkerson, ‘¿Adónde vamos a partir de aquí?’, en Esta vez, el fuego, op. cit. (n. e.).

Este texto corresponde al libro del mismo título que, traducido por Lucas Martí Domken, ha publicado la Biblioteca Afro Americana de Madrid (BAAM).

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