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Realismo sucio

 

Uno percibe que en UPyD siempre han estado todos como tristes. Todos menos Rosa Díez. Y no se dice esto ahora que están poniéndose a caer de un burro como los del Mercadona del barrio, a los que uno encuentra cada día desahogándose los unos de los otros en la calle durante sus descansos. La cosa ha sido de toda la vida. Una felicidad de Rosa inversamente proporcional a la de sus compañeros, muy de hombres y mujeres sometidos, personas que guardan secretos, gente que consiente en el filo por algún truculento beneficio o por alguna inconfesable influencia. Con este percal a uno el hacer de Rosa le recuerda al de Christoph Waltz en ‘Malditos Bastardos’, cuyos cínicos interrogatorios ponen los pelos de punta. Hasta se la imagina en la escena inicial exprimiendo psicológicamente a, por ejemplo, Mikel Buesa antes de llamar a la Wehrmacht, tras lo que se ve corriendo por el prado a Sosa Wagner, que ha logrado escapar. Más que de partido UPyD muestra indicios de secta (más vale que lo aclaren), sin estatutos que valgan, donde, volviendo al principio, la felicidad era menor en sus miembros cuanto mayor era la de Rosa. Esta circunstancia quizá tuvo su culmen en aquella imagen de la líder suprema en su Congreso entregándose al público con los brazos abiertos. La mismísima Sarah Bernhardt, “la divina Rosa”, saludando al bajar el telón de ‘Cléopatre’. Después de aquello nada volvió a ser igual (incluso Rajoy dejó de embestirla, restándole más protagonismo), igual que si la ausencia de democracia interna fuese condición sine qua non para la pervivencia de un partido que clama por la democracia externa. Una democracia de salón que es como el toreo sin toro, tan sólo un atisbo figurado, una práctica de lo que se puede dar en la plaza. Después de todo, y lograda una base electoral que va disminuyendo con la gravedad del oxígeno en la nave de ‘Gravity’, sólo parece quedar una lucha animal por las migajas de la Unión, el Progreso y la Democracia, unas palabras que pintaban bien en el origen como pinta un anuncio de Coca-Cola, pero sin su sabor. No sabe uno que pretendía Sosa si hasta el color de las siglas es el rosa, una tintura que se va destiñendo, perdiendo todo su fulgor de juventud, su alegría. Ya incluso publican sus miserias en la prensa, como personajes amarillos, o rosas, como personajes de un cuento de Carver, perdidos, desarraigados, desconocidos a los que ya casi sólo les falta el olor a alcohol.

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