A mediados del siglo XVII, decía Hobbes que “antes de que los nombres de lo justo o injusto puedan aceptarse, deberá haber algún poder coercitivo que obligue igualitariamente a los hombres al cumplimiento de sus pactos, por el terror a algún castigo mayor que el beneficio que esperan de la ruptura de su pacto (…), y no existe tal poder antes de que se erija una República”. O sea, un Estado soberano.
Ciertamente, serán muchas las veces que nos parezca injusta alguna ley vigente, pero su mera vigencia nos dice qué (no) hacer para evitar ser “castigados”. No obstante, como advirtió Kant un siglo después contra esta roma legalidad, la razón dicta que “las acciones referentes al derecho de otros hombres son injustas si su máxima no admite publicidad”. Una ley que no sea públicamente debatida difícilmente será imparcial. Kant invoca a la democracia. Consciente de ello, escribió Weber en su definición más reputada que el “Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el ‘territorio’ es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima”.
Hoy, para alcanzar dicho “éxito”, el ejecutivo sanciona leyes emanadas de un procedimiento democrático custodiado por un tribunal constitucional, que ejercerá de ‘guarda-agujas’ para que ninguna ley inferior contradiga a una superior (Kelsen). Esta ‘jerarquía normativa’ tiende a fijar un procedimiento ‘rígido’ de reforma constitucional, es decir, uno que exige mayorías amplias para cambiar normas superiores, evitándonos caprichosos vaivenes políticos. Las normas de mayor rango garantizan los derechos civiles y políticos, protegiendo a las minorías del poder arbitrario de la mayoría y “organizando el descontento” de los partidos opositores (Aron). Otras ‘constituyen’ y dividen el poder: legislativo, ejecutivo, judicial. Y en la cúspide se hallará una norma no escrita: la voluntad ciudadana de acatar toda esta estructura. Al haber participado, el ciudadano podría asumirla convencido. ¡U obedecerá por miedo!
Limitar (constitucionalizar) al ejecutivo parece decisivo para reclamarse exitosamente soberano. En su origen revolucionario, el ‘poder constituyente’ radicalizó la igualdad entre los antiguos súbditos, limitando la ‘violencia’ arbitraria del gobierno para conservar las libertades de los flamantes ciudadanos. ‘Constituidos’ y divididos los tres poderes clásicos, pudo aflorar otro ‘poder’: el que “surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento en que se dispersan” (Arendt). Esta suerte de ‘poder comunicativo’, que brota entre unos pocos hombres bien organizados, puede constituir una opinión pública de calidad, legitimar el ordenamiento jurídico y sentar las bases de una sociedad dinámica, política y económicamente.
Fuera de este procedimiento democrático, que prevé su propia reforma y al que servirá la coacción estatal, quedaríamos a la intemperie: cambios unilaterales desembocan en ‘tiranía’ (si procede del Gobierno) o ‘revolución’ (si viene de fuera). Claro que muchas revoluciones fueron legítimas donde buscaron limitar un poder tiránico; pero costaría justificarlas en ‘sociedades abiertas’ y ‘pluralistas’, allí donde el acceso a los recursos no excluye arbitrariamente a nadie. Varios teóricos subrayan incluso que, al dar rienda suelta al ejercicio de la “razón pública”, el procedimiento democrático cobra una ‘dimensión epistémica’ (Habermas): la existencia de un procedimiento tasado no sólo trae paz social; si podemos participar todos en condiciones de imparcialidad, y si toda norma (incluidas las constitucionales) se puede revisar, entonces hay razones para considerar correctas las reglas que obedecemos. O, al menos, para creer que podrían llegar a serlo si reveláramos los argumentos oportunos y lleváramos a cabo sucesivas reformas en un tiempo que siempre será ya ‘tiempo de transiciones’. Constituido el poder, no cabe revolución.
En resumen, el proceso histórico de constitucionalización democrática del poder soberano no puede entenderse sin un sujeto (algunos lo llaman ‘pueblo’, otros lo identifican con la propia Constitución) que reclame “con éxito” la violencia necesaria para mantener la paz. Una violencia que administra el Gobierno bajo el imperio de la ley. Al reprimir primero las peores manifestaciones de la ‘fuerza’ privada (de hombres que son lobos para el hombre), y quedar después democráticamente “juridificado” (anclado a un procedimiento de reforma constitucionalmente previsto), el monopolio de la violencia atesorado por los Estados fue clave de civilización, contribuyendo a la abrupta reducción de muertes violentas (Pinker).
Pero la Historia puede ir hacia atrás. Entre el anclaje constitucional del violento monopolio y el nudo terror hobbesiano, hay para el soberano formas intermedias de mantener su poder. Y de perderlo. Hasta hace poco era impensable una revolución en manos de hombres concertando su acción para oponer su ‘poder comunicativo’ a la ‘violencia’ legítima del Estado. Con Arendt, creíamos que la ‘fuerza’ física de revolucionarios dispuestos a morir matando, o de terroristas, haría frente a la ‘violencia’ [estatal], para reemplazarla, con mucho más éxito. Pero acciones como las de Mandela (los suyos no prescindieron totalmente del uso de la ‘fuerza’, de episodios sangrientos) facilitaron concebir formas más sofisticadas de revolución: los 198 métodos de Acción No Violenta ideados por Gene Sharp permiten deslegitimar un sistema político a base de acciones de desacato generalizado de la ley. Lo que no pensó este politólogo es que así derrocarían antes a un gobierno democrático (sostenido por la autorización del pueblo) que a uno autoritario.
Por eso una definición descarnada, realista, reza simplemente que “soberano es quien dicta el Estado de excepción” (Schmitt). Soberano es quien, en última instancia, impone su voluntad en tiempos de tribulación, incluso frente a quienes dicen respetar las normas estipuladas o sostener las más nobles causas.
Bien, resulta que aquel ‘poder’ de quienes actúan de común acuerdo, lubricador democrático, puede también cobrar forma degenerada y convertirse en pura ‘fuerza’ de tiránicas mayorías, o de ‘minorías operativas’ capaces de imponerse. Actuando así, los hombres servirán al suicidio de la demo-cracia. Un caso particular de este ‘momento revolucionario’ regresivo sucede cuando unas élites locales prescinden del procedimiento constitucionalizado, de la lucha partidista, para arrebatar al soberano la aceptación social del uso de la violencia, su soberanía.
Tal amenaza a la ‘centralización’ ejecutiva es, junto con la falta de ‘pluralismo’, un factor evidente de fracaso de los países (Acemoglu): se pone en jaque el centro sancionador, el punto neurálgico que asegura, al tiempo, la paz social, la jerarquía normativa y la legitimación democrática del poder.
Dos polos reclamándose soberanos sobre (parte de) un mismo espacio son dos élites políticas queriendo ejecutar las normas que los ciudadanos deberán cumplir en dicho territorio. Se enciende un foco de tensión e inseguridad jurídica, se alumbra una guerra civil. Lo explicaba Gabriel Tortella tras analizar las sucesivas olas de nacionalismo desde el XVII. Mientras que los anteriores nacionalismos construyeron igualdad entre connacionales (previamente súbditos de monarquías feudales), se libraron de los yugos imperiales o lucharon por la descolonización, “el nacionalismo actual es, simplemente, el quítate tú para ponerme yo de una burguesía local frustrada que quiere convertirse en Gobierno soberano”.
Siendo esto así, ¿sostendremos que la declaración de soberanía del Parlament y las posteriores leyes de desconexión promovidas por el ejecutivo catalán, es decir, el administrador local del monopolio de la violencia (y aspirante a detentador único, a Estado), que tiene a su disposición una Policía autonómica de unos 17.000 hombres (con un mando leal), y que contó con dos asociaciones que llevan años movilizando a más de un millón de personas (incluidos CDR’s, ‘minorías operativas’ dispuestas a usar su ‘fuerza’ física) para promover un desacato generalizado e impedir a la policía nacional ejecutar una orden judicial en suelo español, no constituyen el intento de unas élites políticas de reclamar para sí, con éxito y sonrisas, el monopolio de la violencia en Cataluña?
La violencia no es sólo su medio (su “fuerza”, su Gobierno, su Policía, nuestro miedo), sino su mayor objetivo. ¿O no saben nuestros políticos si quiera qué es un Estado?