La gran rebelión pendiente es la rebelión intelectual. Todas
las revoluciones auténticas, de hecho, empiezan con una rebelión: la Toma de la
Bastilla, el Octubre Rojo, el mayo del 68. La mayor parte de las rebeliones
empiezan con una matanza, o un asesinato, o la destrucción de edificios
notables o enseres valiosos. Muy pronto se convierten en revoluciones
sangrientas, inhumanas. A veces el baño de sangre no se produce al inicio, sino
al final. Es el caso del pobre Gandhi, que vio como su rebelión pacífica acababa
en las brutales masacres que sucedieron a la partición de la India. Parece
evidente que la única rebelión que no provoca una Némesis horrenda es la
rebelión intelectual.
Rebelarse
intelectualmente no es fácil. Lo que se rebela es el intelecto, una habilidad
humana usualmente atrofiada. El pensamiento humano es semejante a una caja de
herramientas y el intelecto es una de esas herramientas. Su uso experto es el
resultado de un largo aprendizaje, asociado obviamente a la lectura. Leyendo se
cultiva el intelecto, aunque esto no significa que leyendo disfrutemos más de
la vida. No se cultiva el intelecto para ser felices, sino para ser libres.
Luego, si acaso, somos felices porque somos libres, pero no necesariamente.
Quien busque la felicidad, de hecho, no debe cultivar el intelecto. Los simples
de espíritu suelen disfrutar de la bienaventuranza.
La libertad
de espíritu no es otra cosa que la libertad intelectual. Es una forma de libertad
sin pautas ni guión previo. Uno se libera intelectualmente cuando se libera. De
pronto, dice no y sabe porque lo dice. No a esto, y a esto, y a esto, y a lo otro.
Cada no es, a la vez, un sí. Los que osan liberarse de este modo parecen arrogantes.
¿Cómo se atreven a decir no cuando todos dicen sí? ¿Cómo se atreven a decir sí cuando
todos dicen no? La liberación intelectual es incómoda, no favorece en absoluto el
trato social. El que se libera es un Cándido volteriano que provoca pequeñas catástrofes
a su alrededor. A nadie le gusta tratar con un liberado intelectual. Suscitan un
poco de prevención, de miedo o, incluso, de repugnancia. El liberado intelectual
es un Gregor Samsa para el común de los mortales. Su presencia molesta, abruma,
irrita, entorpece el inane discurrir de las cosas.
Para los que
quieran iniciarse en esta forma inédita de rebelión, propongo algunos ejercicios
introductorios:
1) Dedique
algunos minutos al día a pensar al estilo de Pessoa en el Libro del desasosiego.
Cualquier suceso insignificante ocurrido durante la jornada se convertirá en una
vivencia extraña. Cultive el sentimiento de extrañeza ante lo cotidiano.
2) Ejercítese
en el arte de la contradicción. Hegel escribió que la contradicción es la regla
de la verdad. Busque lo que no es en lo que es, de modo que lo que no es acabará
siendo lo que es. No es un juego de palabras, como comprobará muy pronto el lector
que se atreva con este ejercicio.
3) Cultive
la reflexión. Reflexionar consiste en devolver a la cosa aquello que pensamos de
ella o sobre ella. La cosa cambia cuando reflejamos el pensamiento en ella, de modo
que nos devuelve el reflejo del reflejo, y así sucesivamente. Tenga en cuenta, con
todo, que la reflexión tiene sus peligros si la proyectamos al infinito. El exceso de reflexión enloquece.
4) No
deje que su memoria sea como la de Funes, es decir, un basurero. Olvide sistemáticamente
las imbecilidades, las tontunas, las informaciones irrelevantes. La memoria es como
una despensa repleta de alimento espiritual. ¿Por qué mezclar la bollería industrial
con el Romanée-Conti?
5) Ríase
de todo, incluido de usted mismo. Esta es la mejor forma de alcanzar el estatus
de rebelde intelectual. Prepárese, por supuesto, a ser insultado, escarnecido, vilipendiado
y condenado al ostracismo. Aguántese. Va por buen camino. Sobre todo, no se disculpe
ni pida perdón por pensar. Usted no ha hecho nada. Son los otros los que quisieran,
si pudieran, borrarlo del mapa como se elimina una pandemia. o un monstruoso insecto.