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Recién bajado

 

Las locas ilusiones me sacaron de mi pueblo

y abandoné mi casa para ver la capital

Luis Abanto Morales

 

«La capital del mundo ya no es Nueva York. Hay otras ciudades que te ofrecen lo mismo que Manhattan. Sin ir muy lejos, Montreal. ¿Quieres diversidad? En Montreal hay gente de todo el mundo. Igualito que en Nueva York.»

 

Eso me lo decía hace unos años, un amigo con intolerancia crítica hacia los Estados Unidos. Él había intentado terminar su carrera de derecho, pero las averiguaciones le habían refregado en la cara el precio exagerado de hasta la más pobre de las pobres universidades financiadas por la ciudad. Se fue a Canadá y después de algún sufrimiento consiguió ingresar a estudiar, gratuitamente, en un programa de doctorado en Derecho Internacional. Sin embargo, los jóvenes siguen llegando por toneladas a Newyópolis, a vivir la experiencia de moverse entre las callecitas de la capital del mundo. ¿Por qué? ¿Por qué sacrificar los ahorros de la familia en deudas que te atormentarán aún 10 o 20 años después de haber terminado tu carrera?

 

Un compañero de aventuras, otro peruano, periodista, que llegó con una maleta de estrés sobre las espaldas y que veía el emblema de «libertad y relajo» pintado en cada edificio y en cada calle de Manhattan, me resumió sus primeras aventuras con la más típica de las frasecitas usadas por los limeños para referirnos al choque entre la provincia y la capital: «Me siento un recién bajado».


Recién bajado es la situación del inmigrante que acaba de llegar, desde las alturas de los pueblos serranos hasta los arenales de la costa limeña. En el contexto de Manhattan, la aventura es el choque del primer mundo con el tercero, del español con el inglés: de las amabilidades cosmopolitas que los limeños creemos poseer, pero que al llegar a vivir en los Estados Unidos nos damos cuenta que nos faltan.

 

Acá somos provincianos: aquella palabrita que antes servía –si se usaba con desdén– para menospreciar al que llegaba vestido de ilusiones a la capital, con un quechua fluido y poquito español.

 

Los inmigrantes personificamos –en la mente de muchos políticos neoyorquinos–, similar esperanza a la de algunos economistas peruanos que veían en la masa migratoria el Otro Sendero: la posibilidad de desaparecer siglos de centralismo limeño y forzoso aislamiento del campo. Es bien sabido –o así dice la teoría– que llegamos a vivir en Nueva York atraídos por una energía. Aquella energía sería la combinación de las multitudes que vienen a la ciudad para comenzar o para reinventarse.

 

En mi caso (yo quisiera creerlo así) soy un reinvento, un producto mejorado: más preparado para cumplir con sus tareas y para entender las dificultades de este mundo.

 

Alguna vez, le comenté a mi madre que en el club de golf –al comenzar a reconocer a quienes les estacionaba los automóviles– ya podía hablar y saludar a algunos de los socios por sus apellidos: Good morning Mr. Cunningham, How are you Mrs. Castaldo?, Have a good day Mr. Friedhoff? A mí me emocionaba mucho la comparación que hacía con aquellos empleados que alguna vez, viviendo en Lima, me saludaban cuando entraba al Club Rinconada, con un Buenos días, señor Gonzales.

 

En Nueva York me sentía como otro provinciano más. Era otro recién bajado: trabajando, preparándome para una vida mejor y aprendiendo –con lentitud– a vivir en la capital.

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