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AcordeónReconquista(s). Ideología y hechos históricos

Reconquista(s). Ideología y hechos históricos

En la década de los noventa del pasado siglo, comenzó a utilizarse el concepto de Uso público de la Historia, que había sido acuñado por Jürgen Habermas en 1986 después de los agrios debates que sostuvieron los historiadores alemanes a propósito del porqué del nazismo. El filósofo alemán se refería con él a “la práctica habitual de proyectar determinadas interpretaciones del pasado para fomentar valores y planteamientos ideológicos en el presente” o, dicho con otras palabras, las de Heidegger, “a cómo se administra el pasado en beneficio del presente”. De todas formas, eso ha sucedido desde que existe la Historia, faltaba ponerle nombre, pero fue a lo largo del siglo XIX, sobre todo a partir de su segunda mitad, cuando el “entusiasmo” por el pasado alcanzó las mayores cotas conocidas hasta entonces. Los “culpables” fueron las élites intelectuales de la burguesía decimonónica, tanto conservadoras como liberales, sobre todo estas últimas, quienes, desde un ideario nacionalista, alentaron la búsqueda de identidades colectivas de todo tipo en los pueblos y naciones que no tenían soberanía política y querían tenerla. Y fueron los historiadores los que “inventaron” lo necesario para que así fuera, sobre todo un pasado glorioso que no tuviera que ver con las genealogías regias, sino que legitimara la nación para decirles a los ciudadanos quiénes eran, de dónde venían y por lo que debían luchar. Lo hicieron creando mitos y símbolos, tradición y discursos con los que crear una historia única para todos y un pasado mitificado e ideal en el que se sucedieran las victorias de la patria, pero, sobre todo, las derrotas que, cuando suceden muy atrás en el tiempo, parece ser que unen más que aquellas. El historiador inglés Eric Hobsbawm habla de “una invención de la tradición” y otro historiador, en este caso el español Álvarez Junco, ha señalado que, en la segunda mitad del siglo XIX, surgieron por todas partes libros que contaban la historia nacional, museos nacionales donde se guardaba y reverenciaba la cultura patria, lugares cívicos donde se invocaba la nación eterna y se idealizaba un pasado que nunca había sido. En fin, como corrobora Santos Juliá, “ninguna representación del pasado es inocente”.

No lo fue tampoco la Reconquista, una palabra que no aparece en las fuentes medievales, sino que lo hace a finales del siglo XVIII, para consolidarse en la primera mitad del siglo XIX con una fuerte carga política de tinte nacionalista, que aun hoy sigue provocando un interminable debate en el campo político, pero también en el académico, sobre su conveniencia o total descalificación. Comenzó a utilizarse para referirse a la lucha que llevaron a cabo los reinos cristianos, entre el 722 y 1492, para recuperar el solar patrio que, en un tiempo de desgracia, había sido ocupado por la invasión de un pueblo que además de extraño era enemigo de la fe verdadera. Un largo camino hacia la libertad que habría empezado en Covadonga, cuando Pelayo (722) se negó a ser cómplice del fanatismo y la esclavitud impuesta por los infieles extranjeros, y habría terminado con la conquista de Granada, aunque en realidad lo único que había sucedido en 1492, fue la unión dinástica entre Castilla y Aragón. Modesto Lafuente, paradigma de la historiografía del siglo XIX, caracterizaba todo este proceso reconquistador en términos de empresa nacional, como dejó escrito en su Historia general de España (1850): “después de la llegada de árabes y moros, los españoles a los que impulsaba un mismo odio al extranjero y una misma fe, la de los herederos de la Hispania goda, unida y cristiana, se levantaron contra una invasión extranjera, ajena a sus raíces culturales y religiosas”. También Menéndez Pelayo, en su famosa Historia de los heterodoxos españoles, señalaba que “ni la invasión por parte de los musulmanes había logrado borrar el sentimiento de pertenencia a una identidad común que se expresaba en la unidad de la nación española”. La literatura decimonónica ayudó a crear el mito de los orígenes: José Zorrilla (1817-1893) en su obra El puñal del godo cuenta la pérdida de España “un aciago día” a manos de infieles ayudados por traidores, y Espronceda que escribió un relato sobre Pelayo y sobre la pérdida y la recuperación de España y de la cristiandad.

Al principio del siglo pasado el discurso no solo seguía vigente, sino que se vio reforzado, y contaminado, por la propaganda franquista después de la Guerra Civil que convirtió a la Reconquista en un arma ideológica destinada, primero, a legitimar el golpe de Estado contra la República y, después, la posterior dictadura. Si en la Edad Media, la Reconquista había liberado a España de los moros, en los años treinta del siglo pasado, Franco la había liberado de rojos, ateos y masones: no extraña que el dictador fuera calificado como “caudillo de la nueva Reconquista” y que el águila de San Juan, símbolo de los Reyes Católicos, quedara incorporada a la bandera franquista. Pero fue irónicamente un convencido republicano, Claudio Sánchez Albornoz (1893-1984), el encargado de desarrollar el mito de que España había nacido con la Reconquista y que esa era la auténtica clave de su historia: “a fuerza de golpear en el hierro al rojo del hispano primitivo, la Reconquista había sido esencial en la concreción de lo español moderno” y sin ella España no sería otra cosa que “una piltrafa del islam”. Cercanas a las ideas de Albornoz, aunque con matices, son las opiniones expresadas en los años 60 por Julián Marías que señaló que España era un proyecto colectivo que se creó solamente desde el empeño de ser cristiana con toda su tradición visigoda y romana detrás: “una mirada hacia dentro, pero también hacia fuera, hacia Europa a la que España pertenecía al negarse a ser musulmana”.

Esta concepción de la Reconquista fue rechazada en los ambientes académicos antifranquistas por distintas razones, por su carga ideológica, por la manipulación de las fuentes documentales y por la deformación histórica de la realidad, sobre todo, cuando identificaba exclusivamente lo español y lo católico y presentaba al-Andalus como un paréntesis anormal en la historia española: Abilio Barbero y Marcelo Vigil, a finales de los años sesenta del pasado siglo, fueron los primeros en dar una alternativa al discurso oficial cuando explicaron que la Reconquista no era otra cosa que la necesidad expansionista que tenían unas aisladas comunidades no afectadas por la romanización, ni tampoco por la dominación visigoda. Desde ese punto de vista, la Reconquista que se había considerado desde el principio como un proyecto de restauración del idealizado reino godo llevado a cabo por unos reyes herederos de aquella monarquía, no era tal, porque no había existido nunca esa continuidad entre visigodos y asturianos, aunque las fuentes escritas siglo y media después de la “invasión” lo afirmaran. Fue entonces cuando parte del medievalismo propuso cambiar el término Reconquista por el de “Conquista”, porque de esa forma no se minusvaloraba la legitimación histórica de la presencia musulmana en la Península Ibérica, o por el de “Restauración” que, aunque tenga mucho que ver con el vocabulario utilizado en las fuentes de la época, presenta problemas porque se relaciona con hechos acaecidos en el siglo XIX, en concreto con la restauración de la monarquía en 1875.

La llegada de la democracia en 1978, si bien supuso una mayor renovación de los estudios históricos y cambios importantes en las perspectivas de la historiografía española, no acabó con la polémica entre los que continuaban defendiendo la Reconquista dentro de un relato del nacionalismo español más conservador, en parte heredero del franquismo, y los que, a grandes rasgos, y con todas las matizaciones que se quiera, consideraban que no había sido más que el lento traspaso del poder político de manos musulmanas a manos de sus vecinos del norte dentro de un proceso de expansión del sistema feudal en la Península Ibérica, sin más implicaciones esencialistas.

Pero ha sido en los últimos tiempos cuando se ha producido un ataque revisionista del pasado por parte de sectores sociales, instituciones públicas e incluso historiadores de profesión que parecen querer llevarnos a algún lugar del pasado, concretamente al país homogéneo religiosa, ideológica y culturalmente del franquismo. En ese sentido, es frecuente leer declaraciones en los medios sobre la necesidad de “Reconquistar España otra vez” por parte, sobre todo, del partido ultraderechista Vox que recurre con frecuencia a personajes e hitos de la Edad Media peninsular y presenta la guerra contra los musulmanes como la reconquista definitiva del territorio nacional: en 2019, Santiago Abascal iniciaba significativamente su campaña para las elecciones en Covadonga con un discurso que, entre cosas, decía que la existencia de Vox se justificaba porque “estaba amenazada la unidad y la existencia de España por progres, comunistas e islamistas” dedicados todos a atacar las libertades de los españoles. Poco tiempo antes, Javier Ortega afirmaba a la puerta de la catedral de Granada, donde están enterrados los Reyes Católicos, que “La Reconquista aun hoy no ha terminado” y en 2022, Vox proponía con éxito que el Día de la Toma de Granada fuera declarado BIC (Bien de Interés Cultural), aunque no consiguió proclamar la fecha como festivo nacional, que era lo que pretendía. Cuando estoy terminando este artículo, en plena campaña electoral de las elecciones autonómicas y locales de este año, Abascal ha vuelto a Covadonga para mostrar de nuevo su “legítimo orgullo” por la Reconquista y, en alusión a la conquista de América, por una “España que nunca colonizó a nadie, sino que incorporó pueblos, etnias, culturas y razas a su propio acervo”. No deja de ser curioso que los que están contra la ley de la memoria histórica reivindiquen, en cambio, la memoria del siglo XIX o del franquismo, en el fondo no hablan de Historia, hablan de otras cosas.

En fin, existe sin lugar a dudas una vuelta a la narrativa del nacional catolicismo que es un reflejo de la vitalidad inusitada de los movimientos nacionalistas y de la derecha populista que se extienden por doquier y que tienen al islam en su diana por ser el mayor enemigo del modo de vivir occidental y cristiano, la misma razón por la que rechazan emigraciones y cualquier tipo de multiculturalidad o intraculturalidad; y, como pasa siempre, no dejan de utilizar la Historia en la batalla política diaria, a veces para justificar lo que tiene poca justificación: en 2004, José María Aznar señalaba en una universidad norteamericana que el problema de España con al-Qaeda y el terrorismo islámico (se refería a los atentados en Madrid del 11 de marzo de ese mismo año) no había empezado en Irak durante su mandato, sino que venía de lejos, “de la invasión de los moros en el siglo VIII, cuando España rechazó ser una pieza más del islamismo y comenzó una larga lucha para recobrar su identidad cristiana”: somos, dijo, “una nación constituida frente al Islam”. Poco tiempo después reclamó a los musulmanes que pidieran perdón por la invasión de España.

Las reacciones a este revival reconquistador han llevado a algunos historiadores, García Sanjuán, entre ellos, a pensar que, a estas alturas, es imposible sustraer el término Reconquista a la carga reaccionaria que tiene, a la forma injusta y fuera de contexto en que se utiliza y por eso sería mejor eliminarlo del lenguaje historiográfico, porque, de una forma u otra, termina por corromper el relato histórico. Otros autores, García Fitz, por ejemplo, también critican el mal uso de la Historia por parte de la historiografía nacionalista más recalcitrante, pero defienden que el término no es, desde luego,  aplicable a una guerra de liberación de ocho siglos –Ortega y Gasset se preguntaba de forma irónica en 1921 en su España invertebrada cómo podía pensarse que la guerra entre cristianos y musulmanes había durado todo este tiempo–, pero sí refleja muy bien el ideario –la Reconquista es una ideología, no un hecho histórico– con el que se urgía a la población cristiana a recuperar una tierra que le había sido arrebatada por los musulmanes; un ideario que separaba perfectamente el dentro-fuera, que reconocía los valores identitarios que diferenciaba a unos de otros y legitimaba sus aspiraciones políticas; un ideario basado en los principios de la “guerra justa” y la “guerra santa» y perseverante durante ocho siglos, desde finales del siglo IX, aunque muy posiblemente estuviera en las obras de Beato de Liébana en el siglo VIII, hasta la conquista de Granada en 1492; un ideario, en fin, que, sobre todo, con todos estos argumentos de lo que trataba era de justificar la mera expansión de los reinos cristianos del norte a costa del islam y, de paso, la adquisición de un alto grado de poder en manos de reyes.

El historiador César Rina, en unas recientes declaraciones, señalaba algo que creo sintetiza muy bien lo que se pretende con esta vuelta a los caminos una y otra vez transitados del mal uso de la Historia: “el combate por el futuro se conjuga en pasado, y al revés: la interpretación del pasado proyecta el tiempo hacia lo deseable”, y parece claro que la Reconquista sigue teniendo tiene una función fundamental en el ideario que, para cierto nacionalismo español, explica la historia de España y su idea de lo que es la identidad patria.

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