A finales del pasado mes de abril fui a La Habana para hablar de Adela Escartín, actriz española, directora y pedagoga de teatro recientemente fallecida en Madrid a los 96 años. Adela fue mi profesora de interpretación en la Resad (Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid) en el curso 1982-1983. Años después nos hicimos grandes amigas y algo más. Ella era una madre sin hijos y yo una hija que había perdido a su madre, así que podríamos decir que nos encontramos.
El Centro Nacional de Investigaciones de las Artes Escénicas de Cuba dedicaba un taller a las grandes actrices de la nueva escena cubana, entre ellas mi maestra, que vivió y trabajó allí entre 1950 y 1970. Preparé el viaje con la misma emoción que se siente cuando se va a salir a escena. En el evento había expectación hacia mi presencia porque hacía 40 años que Adela había dejado la isla para ocuparse de su madre en Madrid y muchos de sus compañeros, alumnos y profesionales del teatro cubano no habían vuelto a saber nada de ella e incluso creían que había fallecido. El congreso se celebró en un lugar llamado La Casona, en el barrio del Vedado. Un edificio magnífico, aunque en muy mal estado de conservación, donde actualmente se encuentra el pequeño teatro Sala Adolfo Llauradó.
El día de la inauguración me parecía estar viviendo un sueño, y así lo dije. Por fin estaba en la Cuba de Adela de la que tantas veces habíamos hablado. Durante años habíamos pasado muchas tardes juntas. Ella contándome sus recuerdos una y otra vez hasta que muchos me los aprendí de memoria. Recuerdo la luz cayendo en el salón lleno de plantas de su casa del Comandante Benítez en el barrio de Arganzuela. Cuando su perfil era solo una sombra y el cielo de Madrid se volvía naranja, yo pensaba en los atardeceres del Malecón de La Habana. Entonces Adela era para mí un enigma. Una diosa cuya identidad no puede ser revelada.
A los cubanos les transmití el beso que me encargó que les diera, y le dedicaron un caluroso aplauso. Después, cuando iba por la tercera página de mi intervención, de repente se fue la luz. Esther Suárez, investigadora de teatro y organizadora del congreso, exclamó en voz baja: “No Adela, por favor, no”. Estaba claro que todos conocían el gusto de Adela por la magia y el espiritismo. Yo me sentí un poco gafe, pero sabía que aquello no podía ser cosa de Adela.
Antes de salir de Génova para Cuba la había llamado para preguntarle si quería que asistiera al evento en su nombre y por primera vez desde que estaba en la residencia de ancianos que tanto odiaba la sentí ilusionada. Como la luz no volvía al escenario, me preguntaron si me atrevía a seguir a oscuras. La alumna de tamaña maestra (allí dicen “tremenda maestra”) tenía que llegar con la voz hasta la última fila del patio de butacas. Así que seguí leyendo sin micrófono y sin luz, mientras me iluminaban las páginas con una minúscula linterna.
Al estrado subieron algunos de los actores, dramaturgos y directores del teatro cubano actual para rendir homenaje al gran talento de Adela y también para contar anécdotas sobre su complejo carácter. Recordaron que en una función de Un tranvía llamado deseo, dirigida por Modesto Centeno, se clavó un trozo de vidrio y con el antebrazo ensangrentado siguió actuando hasta el final del acto. Se trataba de la famosa escena en la que Blanche Dubois quiere detener a Stanley Kowalsky, que pretende forzarla. Por lo visto Adela tuvo que golpear la botella varias veces porque no la habían preparado adecuadamente. Viendo que no se rompía, el último golpe fue demasiado fuerte y resultó fatal. Dicen que al final del acto, sangrando, gritó: “¡Cierren las cortinas, que una actriz se desangra!”.
A propósito de este montaje, se cuenta que el propio Marlon Brando acudió a La Habana para verlo. También se aludió a otra anécdota y pude comprender que, como la anterior, formaba ya parte de la historia del teatro del país. Esta vez sucedió en una representación de Yerma, dirigida por Andrés Castro y protagonizada por Adela y el actor Vicente Revuelta. Al decir la frase “quiero estrellar la cabeza contra ese muro”, alguien se quejó de que no se le oía y entonces volvió a repetirla con su voz de soprano de forma que pudieron oírla hasta los adoquines de la calle. Pensaba yo que aquellos chismes de sus compañeros que en otro momento le hubieran revuelto las entrañas ahora, más mayor y sabia, seguro que le habrían hecho gracia.
La primera vez que vi a Adela en la Escuela de Arte Dramático me dio miedo y me impuso mucho respeto. A pesar de sus cabellos blancos de hada buena, su mirada era fría y distante. A mí me sorprendía que me tratara como a un adulto, cosa a la que yo, que había pasado tanto tiempo en colegios de monjas, no estaba acostumbrada. Me recriminaba por mi mal carácter y me decía que sería mi perdición. ¡Qué curioso que a ella le pasara también lo mismo! Con el tiempo se convirtió para mí en una especie de coach. Me aconsejaba cuando preparaba los personajes de las obras de Koyaaanisqatsi, la compañía de teatro que compartíamos el periodista Alfonso Armada y yo. Sus consejos y enseñanzas me ayudaron muchísimo también en mis clases de teatro y en los espectáculos que dirigí. Luego me hizo otro regalo. Me transmitió su método de formación de actores de manera que yo lo pudiera llevar a la práctica como había hecho ella, cosa que todavía no he hecho.
Nuestros encuentros por aquel entonces tenían lugar una vez a la semana en su casa. Yo llevaba la merienda para las dos. Ella insistía en pagarme la mitad de aquel ridículo importe. Ante mi negación a aceptarlo me dijo una vez que ella no se vendía “tan barato”. Digerí su contestación airada y seguí asistiendo a nuestros encuentros. Durante un tiempo no volví a llevar nada. Cuando me trasladé a vivir a Italia pensó que ya no volvería a verme. A nuestro amigo común, Juan Antonio Vizcaíno, crítico de teatro y profesor de la Resad, le dijo que ya no me quería querer porque me iba a marchar. Le demostré que la distancia no cambiaría nada y nunca estuvimos tan unidas como cuando yo estuve lejos.
Los encuentros se transformaron en largas y frecuentes conversaciones telefónicas. Las dos vivíamos con gran ilusión nuestros reencuentros cuando yo volvía a Madrid. En mis viajes ella era la persona con quien pasaba más tiempo. No me cansaba de escuchar sus historias. Me gustaba que me contara cuando en 1947 se pasó un mes en el barco para llegar a Nueva York. Solo llevaba unas botellas de vino que le había dado su padre para cambiarlas por alguna cosa en caso de necesidad. Enseguida se enamoró perdidamente de la ciudad y me decía que sentía la creatividad a flor de piel, como si las ideas flotaran en el aire. La paraban por la calle para preguntarle de dónde había sacado la capa española que se había mandado hacer ex profeso en Seseña.
También en nueva York vio por primera vez los conciertos de música gospel en los que el público entraba en trance y había personal médico para atender a la gente. Seguramente de ahí tomaría la inspiración para sus clases de Mito y ritual que luego puso en práctica con nosotros en la Escuela de Arte Dramático. También me contó en innumerables ocasiones la actuación de Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo que vio varias veces. Me decía que aunque había otros actores, todas las miradas eran para Brando, que abría una botella de cerveza en una esquina del escenario. Tal era la intensidad del actor incluso en sus más mínimos movimientos. Pero también recuerdo los relatos de su infancia en Guía, Gran Canaria, cuando jugaba a tumbarse entre las raíces de los árboles de su tía para sentirse abrazada. Era una niña solitaria y “espantosamente tímida”. Las muñecas le parecían cadáveres y quería ser santa. Me contaba que se había destrozado la vista leyendo por las noches bajo las sábanas con una linterna en el Liceo Victor Duruy de París que, siempre me recordaba, había creado la última mujer de Luis XVI.
Todo lo que venía de Adela tenía el sabor de la aventura y a mí me fascinaba. De los pocos recuerdos agradables que conservaba de la guerra civil española era haber trabajado en Barcelona con el escenógrafo Miguel Prieto, colaborador de Lorca en La Barraca. Bajo la dirección de Prieto ensayó piezas breves del mismo Lorca en las que bailaba y manipulaba títeres (muy mal, a decir suyo). Lo que mejor recordaba era lo bonitos que eran los trajes y los decorados, con corsés colgando, “muy del gusto lorquiano”, me decía. Tampoco había olvidado que las obras nunca llegaron a estrenarse porque entraron las tropas nacionales en Barcelona.
También en nuestras conversaciones hablábamos mucho de gatos. De la gata que ella me había regalado y era hija de una pareja de gato noruego y gata balinesa que vivieron mucho tiempo con ella y tuvieron una larga descendencia. Decía que hablar de gatos era hablar más de lo divino que de lo humano. Adela también tuvo tortugas, una ardilla y una cabra, que le proporcionaba leche en los períodos difíciles de la revolución cubana. Pero los gatos eran sus preferidos y la acompañaron hasta que la salud le impidió ocuparse de ellos. Casi siempre les daba nombre de personajes de teatro: Agamenón, Orestes, Otelo…
En La Habana, una de sus alumnas de la época de los instructores de arte de la pos-revolución, me contó que Adela se llevaba los gatos a las clases que impartía en el hotel Comodoro. Llegaba por las mañanas en coche y se bajaba con el gato atado con una correa como un perro. Luego lo soltaba y decía “¡Hamlet!” y el gato se iba directo al escenario. Allí se quedaba durante toda el rato, tipo esfinge, sin moverse. Al terminar la clase volvía a llamarlo, “¡Hamlet!”, y el gato se iba solo al coche.
Durante el congreso, otros ex alumnos de Adela compartieron conmigo anécdotas y recuerdos. Algunos recordaban sus clases en su propia sala Prado 260, que ya no existe. Adela muchas veces no les cobraba y les permitía sustituirla una vez a la semana en el papel protagonista para que fueran cogiendo experiencia. En muchas obras trabajaba sin cobrar y era ella la que ponía dinero para hacer los montajes. A veces tenía tanto trabajo que al salir de la televisión tenía que peinarse y preparase en el taxi para ir a hacer Calígula.
Ella introdujo en Cuba el método Stanislavsky, hasta ese momento allí desconocido, que había conocido en Nueva York estudiando con Piscator, Strasberg y Stella Adler. El investigador de teatro Roberto Gacio todavía agradece la técnica de las incorporaciones aprendida con ella. Acercarse a un personaje a través de la identificación del mismo con un objeto, animal o planta le dio en su carrera como actor muy buenos resultados y le descubrió una forma de trabajo antes desconocida. Recordaba que en una ocasión los alumnos fueron a verla a casa porque estaba enferma y les recibió en la cama vestida con un vaporoso deshabillé rosa. También él me contó la competitividad de Adela con otras actrices.
Volviendo al montaje de Un tranvía llamado deseo, el director estuvo a punto de tirar la toalla y volverse loco. Adela y Lilian Llerena, la actriz que interpretaba a Stella Kowalsky, no se hablaban entre ellas y el pobre hombre tenía que hacer de intermediario transmitiéndole a una lo que decía la otra como si no estuvieran compartiendo el mismo escenario. En opinión de su ex alumno, Adela actuando tenía su propio estilo y no se parecía a nadie. Cuando la gente acudía a ver alguna de las obras en las que trabajaba ella decía “voy a ver a Adela”. La propia Adela me confesó en más de una ocasión que “tenía a todos los críticos de su parte”, pero que a pesar de lo que dijeran de ella, a sí misma no se engañaba, y a veces cuando acababa la función se decía “hoy he imitado a Adela Escartín”.
El maquillador Julio Díaz Valdés, Julito para toda la profesión cubana, la maquilló en Un tranvía llamado deseo. La primera vez que la vio Adela le dijo de no muy buena manera que no necesitaba maquillador porque sabía hacerlo muy bien sola, pero al parecer cada vez el trabajo era más copioso y acabó llamándole. Desde entonces siempre la maquilló él. Recuerda Julito que Adela se lamentaba cuando su marido, el director de teatro Carlos Piñeiro, tocaba el piano en casa antes de que ella saliera a actuar porque eso le impedía concentrarse. Para Adela la concentración era uno de las claves del éxito de una buena interpretación. Hay compañeros cubanos que la recuerdan sentada en un banco sola, aislada de todos y de todo porque entraba en el personaje mucho antes de salir al escenario. Cuando nosotras conversábamos sobre el trabajo del actor, me describía sus personales aportaciones al personaje sin que lo supiera el director ni nadie.
Recuerdo que en una ocasión, en una telenovela de la televisión CMQ, de la que era artista en exclusiva, cuando ya estaba terminando el capítulo (entonces se emitían en directo) de repente se quitó una peluca dejando al descubierto su cabeza completamente calva. El efecto inesperado tuvo gran éxito y no fue la única vez que hizo algo parecido. No hace muchos años, cuando la llamaron para volver a actuar después de haberse retirado de las tablas, recuerdo que me comentó que era consciente de que ya no se sentía con fuerzas de enfrentarse a la inseguridad y al miedo que hay que tolerar para improvisar ese tipo de efectos y sus consecuencias, porque los primeros sorprendidos eran el director y los compañeros de reparto.
En otras muchas ocasiones fue la humildad la que dictó su proceder procurándole beneficios. Cuando Otomar Krecja le propuso que interpretara un importante papel en su Romeo y Julieta (creo recordar que se trataba de la madre de Julieta), ella prefirió convertirse en su ayudante de dirección para poder observar de cerca el trabajo del prestigioso director checo.
Durante mi permanencia en La Habana buceé en la vida de Adela. No había experimentado nunca en la vida real la extraña sensación de desaparecer detrás de alguien. Algunas veces descubrí aspectos que desconocía por completo. El día que fui a conocer su casa del Vedado, donde había vivido con Carlos Piñeiro, descubrí con enorme sorpresa que la ocupaba el que se presentó ante mí como hijo adoptivo de Adela. Aquel día él no estaba, pero se encargó de que me dejaran entrar en la vivienda y después hablamos por teléfono. Me contó que Adela y su marido lo adoptaron al quedarse huérfano a los 14 años. Dibujó la relación de los tres como una historia difícil de desencuentros y olvido. Me describió a Adela como una mujer repleta de contradicciones que influyeron muy negativamente en su competitividad y carácter. También él vivió en España cuando Adela ya se había trasladado a Madrid, pero prefirió no buscarla. Reconoció que para lo bueno y para lo malo ese pasado controvertido le había hecho convertirse en el hombre que es ahora. Cuando vi a Adela por última vez le pregunté por qué no me había hablado de él. Como única respuesta me dijo que ella nunca había adoptado a nadie y que no recordaba en absoluto nada de lo que yo le estaba contando. También me avisó de que tendría que esperar a que muriera para poder contar estas cosas.
Tampoco me había hablado nunca Adela de la relación íntima que mantuvo con Vicente Revuelta, uno de los principales directores de escena cubanos del siglo pasado. A pesar de sus 82 años, Vicente todavía conserva el aspecto atractivo e inquietante que, imagino, sedujo a Adela. Alto, con la planta de un galán de Hollywood y una mirada al mismo tiempo escrutadora y frágil. Al final de nuestro encuentro, me preguntó qué me había aportado haber hablado con él. Le respondí que él era el único que me había hablado del amor en mi maestra.
Vicente conoció a Adela cuando ella llegó de Nueva York de la mano del director Andrés Castro. Inmediatamente se sintió fascinado por aquella bellísima mujer y gran artista con aire de femme fatal que nunca dejaba de ser actriz. Castro dirigió a Adela y Vicente en Yerma en 1950. Él tenía 22 años y ella dieciséis más. Cuenta Vicente que mantuvieron una relación platónico-intelectual, pero que descubrió que ella era muy celosa y que le reprochaba con la mirada, nunca con la palabra, que él no la amara como ella quería. Inmediatamente me pregunté si no sería porque él era un reconocido homosexual, aunque a mí no me lo confesara. Para ilustrar lo que fue su historia con Adela me dijo una frase que en alguna ocasión alguien había aplicado a su relación: “El hombre que se enamora de una mujer de teatro es como el que tiene hambre y le dan bicarbonato”. Cuando yo le conté que Adela tenía 96 años y vivía en una residencia de ancianos, se me quedó mirando fijamente y exclamó: “¡Es una bruja!”. Me habló entonces de la güija que compraron cuando compartían casa. Con Adela funcionaba de forma increíble y él escribía en un papel las letras que señalaba a velocidad vertiginosa. Separando después las palabras descubrió una frase que hablaba de un hombre que iba por un camino a caballo y delante de él caía una luz. En su opinión se trataba de un fenómeno histérico, la escritura automática de la que ya le había oído hablar a Adela.
Me comentó Vicente (marxista durante la revolución) que a Adela en aquel tiempo no le interesaba la política. Todo aquello le daba miedo porque le recordaba lo que había padecido en la guerra civil española. A pesar de no haber participado en la contienda de manera activa, recuerdo cómo exaltaba los cambios que se habían producido en la cultura cuando, por ejemplo, las primeras figuras del teatro viajaban por toda la isla para preparar a los que luego serían los instructores de teatro de los grupos que se empezaban a formar. También recordaba de modo muy especial la figura del Che Guevara del que destacaba su honradez cuando era ministro de Economía y, según me decía, daba las cuentas del país como si fuera las de una casa, “a la pesetilla”.
No guardaba tan buen recuerdo de cuando tenía que ir obligada a recoger el algodón a los campos porque, aunque se ponía guantes, se le quedaban las manos destrozadas. Siempre tuve la sensación de que se sentía muy orgullosa de que a pesar de los importantes cambios políticos que tuvieron lugar en la Cuba que vivió (me refiero a la sucesión de gobiernos de Prío Socarrás, Batista y luego Fidel Castro), éstos nunca afectaron su posición como primera actriz.
Uno de los aspectos que más me han impresionado siempre en la biografía de Adela ha sido que tuviera que volver a empezar prácticamente desde cero en España tras su exitosa y brillante carrera en Cuba. Creo que solo un personaje verdaderamente excepcional habría tenido la suficiente capacidad de adaptación, la inteligencia y humildad necesarias para hacerlo. Contaba entonces con 57 años y no tuvo inconveniente alguno. Ni el orgullo ni la soberbia le impidieron emprender nuevamente su recorrido como actriz, directora y pedagoga en la España franquista donde, sin lugar a dudas, no era recibido con los brazos abiertos alguien que llegaba de un régimen como el de Cuba. Adela solía decir que el del teatro es un mundo de recelos y envidias que difícilmente perdona el éxito ajeno. Quizás este fuera uno de los motivos por los que no alcanzó en su propio país el éxito que tuvo en Cuba. En cualquier caso varias generaciones de alumnos suyos somos testigos de que fue profeta en su tierra.
Génova, septiembre 2010
* Anne Serrano es actriz y profesora de teatro y literatura en la Universidad de Génova. En fronterad ha publicado El camino de las migas de pan