He vuelto a leer el texto que más necesité escribir. Significó mucho para mí; plasmé, en una noche, lo que había sentido durante años. Hoy es un recordatorio, en primera persona, de lo que fui y de lo que me hizo emocionarme. De lo que, cambiando, no quiero olvidar.
Tenía claro que el objetivo final era cambiar el mundo y aunque reconocía que (quizás) no sería posible conseguir todos los cambios perseguidos tenía la convicción de que la indiferencia nos llevaría a una situación peor.
Siendo aún (muy) joven, quizás por la sensación vertiginosa de “hacerse mayor”, siento la necesidad de hacer balance. Para ello, creo que es imprescindible recordar.
He sonreído al recordar que, hace años, escribí que debemos abandonar prejuicios e ideas preconcebidas y buscar soluciones para conseguir sociedades más justas. Sigo pensando lo mismo.
Creo que la diversidad nos aleja del miedo y del odio. Creo, además, que compartir con personas diferentes nos ayuda a no normalizar situaciones injustas que generan exclusión y sufrimiento. Una sociedad únicamente puede ser justa si no deja a nadie atrás, si es inclusiva.
Creo necesario romper barreras, vencer miedos, reconocer errores y acercarse a otras personas. Creo, desde que pasé por Managua, que nunca se debe perder la ternura.
No crecí en una familia en la que se escucharan canciones de Silvio Rodríguez. Escuché por primera vez una de sus canciones en Guatemala, mientras un campesino defensor de derechos humanos se lamentaba por el asesinato de una compañera.
Conocí, sin embargo, situaciones injustas en ámbitos cercanos. Me impactó escuchar a mi abuelo contar que, siendo niño, dormía con los animales en casa de “sus amos”. Conocí pronto las dificultades a las que se enfrentan las personas alejadas de ciertos cánones.
Siendo adolescente, lloré al conocer una ciudad miseria en Sudáfrica. La persona que me acompañaba me intentó convencer de que era justa la diferencia entre las personas que allí vivían y su vida en uno de los barrios más ricos del país. Sigo pensando que la desigualdad es injusta y que las situaciones injustas no deben ser aceptadas. Creo que ser consciente de los propios privilegios es un primer paso para construir un mundo mejor.
Me acuerdo de que, en Nigeria, hay niños desnutridos.
Me acuerdo de que, en India, hay niños de siete años esclavizados.
Me acuerdo de que, en Colombia, una mujer me sacudió con cuatro palabras (“era mi único hijo”).
Me acuerdo de otra madre con dos hijos asesinados.
Me acuerdo de que, en República Dominicana, había niños trabajadores en una zona de producción de azúcar en República Dominicana y, en una mina, en Bolivia.
Me acuerdo de una niña trabajadora que creció lejos de su familia, en Perú.
Me acuerdo de un líder indígena que, en Paraguay, me contó que habían recuperado sus tierras después de veinte años de lucha.
No quiero olvidar a ninguna de esas personas, ni a muchas otras.
Estoy convencido, además, de que es posible tratar de ser coherentes con nuestros sentimientos e ideales desde cualquier lugar. Se trata, fundamentalmente, de superar el miedo. A perder la comodidad. A arriesgar. Por supuesto, aunque no escuchara a Ismael Serrano cuando era niño, pienso que es cobarde culpar al destino.
Lo que más agradezco a Eduardo Galeano es que me recordara que no vale la pena “vivir para ganar”. Por el contrario, afirmó que “vale la pena vivir para hacer lo que la conciencia te dice que tienes que hacer y no lo que te conviene”. Acercó a muchas personas a Latinoamérica y, con eso, algunos aprendimos que es bueno que la esperanza venza al miedo y que la cobardía envejece más que los años.
Me siento también, a pesar de todo, europeo. Me acuerdo de Stéphane Hessel y de que el Manifiesto de Ventotene lo escribieron personas privadas de libertad. Recuerdo que, hace tiempo, me ilusionó leer a Tony Judt y a Olof Palme.
Creo que la mejor forma de empezar a cambiar el mundo es no olvidar lo que fuimos, no olvidar los ideales que nos hicieron emocionarnos. Creo que es estupendo enamorarse de unos ideales y que el miedo, la incertidumbre o la perspectiva de un posible fracaso no deben servir para mantenernos alejados.
Sigo pensando que perderá aquella generación que no salga a jugar pensando que, a pesar de todas las derrotas, es posible ganar. Creo en una generación con ilusiones, sensible e incontrolable. Creo que, aunque todo apunte a que es imposible ganar, es imprescindible vivir como sentimos y pensamos.
Sigo convencido de que la meta es cambiar el mundo y que, aunque (quizás) no sea posible conseguir todos los cambios perseguidos, la indiferencia nos llevaría a una situación peor. Sigo pensando que no podemos permitirnos fracasar sin haberlo intentado.
Recordatorio final:
Me decidí a escribir después de leer la siguiente frase de Viktor Frankl: “Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas, la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias, para decidir su propio camino”.
La conocí a través de éste texto. Me parece especialmente significativo (y un recordatorio importante) el siguiente fragmento: “Por mucho pleitos que en el futuro tengamos que enfrentar o facturas personales pagar, quedarnos de brazos cruzados, sumirnos en una bella somnolencia y querer engañarnos con un murmullo de lluvia que camufla el ruido de las ametralladoras, nos convierte irremediablemente en tipos cobardes y canallas”.
Diego Escribano nació en 1991 en Castilla-La Mancha (España). Estudió Derecho y Ciencias políticas, y completó cursos de especialización en cooperación internacional y derechos de los pueblos indígenas, además de un máster en derecho internacional y derechos humanos. Colabora en diversos medios. Estos son algunos de sus textos: ¿Has visitado recientemente una favela? y Promesas incumplidas.