Dice mi amigo que escribió sobre el pasado por amor. Quiso recordar y estar con todos ellos.
Mientras leía sentía que también estaba allí con él, en 1988.
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Me llegó el último libro de V. Colden, Veinticinco de hace veinticinco, pocos días después de cerrar la biblioteca de Vigo, debido a la pandemia.
Han cerrado todas las bibliotecas a las que puedo llegar.
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Tenía muchas ganas de leerlo.
Hace meses que no nos vemos, no hablamos.
Su llegada por correo es una forma de entablar una conversación, preguntarle por su juventud.
Herví achicoria tostada que a veces tiene el color del café, la colé, y empecé.
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Al terminar el libro.
Es una breve autobiografía en veinticinco capítulos de aquel año, 1988. Un año muy importante para él.
No lo sabía, ahora lo sé, ahora sé qué ocurrió.
Él me lo cuenta, nos lo cuenta.
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Los textos autobiográficos me interesan mucho.
Aunque son textos que parecen generar cierto rechazo.
Colden lo dice:
«¿De verdad estás difundiendo esto?, me preguntó un amigo, sin dar crédito. ¿Un texto tan personal, tan íntimo?
Me di cuenta de que no iba a ser una reacción aislada cuando mi madre me advirtió: Espero que no se te ocurra publicarlo. Porque ¿a quién va a interesarle todo eso que has escrito?
Por su parte, mi amigo Mario me aconsejó que cambiara los nombres.
Todo ello me llevó a pensar que tal vez todos esos comentarios bienintencionados tuvieran un denominador común: la desconfianza hacia la escritura de la propia vida, o la incomprensión.
¿Escribir sobre uno mismo?»
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Siento que conozco a quien escribe, vamos juntos, hablamos, le pregunto, me cuenta, bebé café o té con menta en Tánger, café americano en Newark, achicoria.
Agradezco su valentía de compartir aquello, volver atrás.
Recuerda.
Dialogamos, sentimos.
Recuerdo, con Víctor en su libro en 1988, las autobiografías que más me impresionaron, las dos de Juan Goytisolo y las dos de Philip Roth, Los hechos y Patrimonio (sobre su padre).
También ellos obtuvieron respuestas similares de aquellos que aparecerían escritos, publicados, difundidos.
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Víctor está, está ahí, en las palabras impresas. Existe.
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Me habla de María Luisa, a quien dedica el libro y no conocía.
«Su sonrisa, sus silencios, sus palabras. Sus entusiasmos.»
«El vapor de Cádiz al Puerto que tomamos María Luisa y yo.»
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–¿Y qué tomabas hace décadas en la facultad donde yo también estudié?
–Un quinto de cerveza y un pincho de tortilla en un bar desierto.
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Le pregunto por su padre.
Me habla de su flauta, «aquellas enrevesadas partituras barrocas, una de las formas que eligió para recorrer las última galerías de su laberinto», escribe.
Leo.
Me habla de sus cigarrillos en una imagen impresionante.
Me habla, ya al final del libro, de su «caligrafía laberíntica, palabras que descifré hace veinticinco años, en unas notas que, a modo de breves mensajes para su hijo pequeño, había garabateado en el diario de cultivo de bonsáis».
Leo.
Leemos.
Pechado y abierto
«Veinticinco años después me sigue gustando vernos ahí, envueltos en el silencio y la oscuridad del campo, cerrándosenos los ojos de sueño mientras mirábamos las estrellas, exhaustos y felices.»