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Mientras tantoRecuerdos de escalera

Recuerdos de escalera


Al entrar esta noche a mi edificio he preferido subir las escaleras a coger el ascensor. A veces uno no sabe por qué toma estas decisiones. Las razones quedan en el misterio. Mientras subía, me he ido internando en la nebulosa de un fuerte olor a pescado frito que inundaba el primer rellano. Quizás boquerón, me digo. He ido muy despacio y casi a ciegas porque la luz lleva unos días fundida, de modo que hasta que mis ojos se han aclimatado a la oscuridad, todo ha sido sentido del olfato, aroma cálido de la cena lejana de algún vecino. Y he aquí que, en un suspirar, se ha obrado el milagro cotidiano de la memoria, que se ha servido de esta circunstancia odorífica para fugarse, como del rayo, a un entrañable e inopinado recuerdo de mis ayeres.

De repente me veo subiendo otro escalón, el del poyo de la puerta de la casa de mis abuelos, una noche cualquiera de invierno en el pueblo frío de donde soy y donde ya no vivo. Ladeo la persiana, que cruje como hojarasca muy seca; empujo el portón de madera, que siempre tenían abierto, y me adentro en la penumbra del hogar. Al fondo de un pasillo la cocina se adivina en un resquicio de luz blanquecina. Allí se encuentra mi abuela María, con su toquilla de lana rosa sobre la ropa de luto de tantos años, casi toda la vida, menguada ya su estatura por la edad e inclinada hacia la encimera de mármol, donde arregla unos boquerones para la cena. Sus dedos se enredan entre despojos y raspas, y en una servilleta empapada en rojo por la sangre anfibia va dejando uno a uno con delicadeza y con el filo del cuchillo los ojos negros de los pececillos. «Para sacarle las tripas tienes que tirar fuerte y sin miedo para ti», me dice. Pero a mí solo me deja enharinar y echar los boquerones en la sartén. Esa labor de destripar le pertenece a ella, pues exige una maña que únicamente da la experiencia. «Baja el fuego, apártalos ya, pon una servilleta en el plato para que empape el aceite», me va indicando con paciencia, sentada ahora en una pequeña silla de anea, un poco cansada de haberse tenido en pie por encima de sus posibilidades, cuando ella aún podía andar algo antes de apoltronarse en el sillón de orejas donde le cogió la muerte.

Salimos de la cocina y se agarra de mi brazo, en ese tiempo en que aún no se atrevía a caminar con la andadera, y nos dirigimos al baño. En el lavabo se reclina y pone las palmas de la mano bajo el grifo. «No te restriegues, espera que el agua se lleve toda la olor». El agua está demasiado fría en una noche de invierno en el pueblo. Ahora sus manos, rosadas y limpias, se han desprendido de todo efluvio a pescado crudo y huelen a jabón casero de sosa. La cena está lista.

He abierto la puerta de mi apartamento y al encender la luz pareciera como que de repente se hubiese espantado este recuerdo. Se ha ido a la velocidad de centella con que desaparece el rubor de los sueños cuando despertamos. Me ha regalado mucho esta visita de mi pasado, esta alhaja fortuita de la memoria. Desubicado unos instantes en la cocina por la embriaguez de la remembranza, han revolado en mi cabeza ahora las palabras de Julio Ramón Ribeyro leídas la otra noche en sus Prosas apátridas: «muchas cosas las conocemos o las comprendemos solo cuando las escribimos. Porque escribir es escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible». Y hoy, ahora mismo, tengo necesidad de hacerlo. Escribir es caminar con la gavilla del pasado a cuestas. Y hoy, en este momento, la escritura, como hacía mi abuela con el pescado, tira con fuerza de las entrañas de ayeres invisibles, y los enharina y los cocina y los deja reposar sobre servilletas empapadas de melancolía, antes de que terminen de escabullirse de nuevo hacia el limbo del olvido.

Así que, abducido por el rescoldo del recuerdo, se me ha echado la madrugada encima, hasta que he caído de pronto en que ni he cenado. Sin duda, mañana habrá que comprar boquerón: los recuerdos hay que tomárselos en serio.

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