Leí este artículo de Pedro G. Cuartango sobre un ‘sin techo’ justo al final de cierta experiencia personal echando una mano en un centro de acogida durante la Campaña Contra el Frío del Ayuntamiento de Madrid. Tengo horas y horas de conversación grabadas en un magnetófono y otras muchísimas más en la memoria. Un montón de lágrimas compartidas y, quizás, aunque resulte chocante, muchísimas risas también. Y canciones de Los Chichos. He incorporado a mi historia vidas que son más ricas que la mayoría de las novelas que haya podido leer. La literatura está obsesionada con las historias de quienes la escriben y es, en general, acomodada y pija. La más comprometida no baja de ciertos estadios sociales: los de la pretendida clase media y su supuesto deterioro social. Si la clase obrera a duras penas aparece, quienes no son ni eso están completamente desaparecidos.
La mayoría de las vidas que he escuchado son dramáticas, algunas trágicas y sus cosas caben en unas pocas bolsas de basura. Algunas son historias marcadas por la droga en los años luminosamente oscuros de la movida madrileña. A los antiguos quinquis los creemos congelados en la filmografía española, pero siguen viviendo, pero ya no sabemos qué piensan, qué les pasa, que les hace sufrir, si el Estado del Bienestar los ha rescatado o siguen en la cuneta, durmiendo en coches después de salir de la cárcel. Si no son ellos, son sus hijos. O sus primos. O sus amigos. Pero ahí están, en barrios, barriadas y poblados muy parecidos a los que veíamos en las películas y que creemos equivocadamente de otra época. La marginación extrema sigue existiendo en nuestras ciudades. También la droga, aunque ya no nos encontremos jeringuillas por la calle, como cuando éramos niños los que nacimos entre finales de los setenta y los principios de los ochenta. Y la prostitución en las condiciones más sórdidas. Vidas que se han descarriado por fracasos familiares que casi siempre se explican por ambición económica o baches laborales, egoísmo o desapego extremo. También por impotencia, por cansancio, por falta de fuerza y, sobre todo, de apoyo. La cárcel les ha dejado a muchos una señal indeleble y que se ve de lejos. Además, se huele. Como las enfermedades que más miedo dan. Y la imagen, el olor, así como ciertas miradas perdidas, nos alejan de ellos. Por miedo. Pero en cuanto tomamos un poco de confianza, el morbo que produce lo desconocido, lo ilegal, el delito, la prisión, la droga, incluso la enfermedad, lo sórdido, lo oscuro… nos mueve a escuchar, a preguntar, a preguntar más, y más, y más, el porqué el cómo y el después. Y siempre me envuelve un sentimiento de culpabilidad, porque estoy alimentando mi inteligencia con su dolor y sin darles nada a cambio, salvo una hora, quizás dos, escuchándoles. «Tú luego desconectas, Cristina, pero yo a esto estoy siempre conectado». El dolor que llena los folios y folios de la investigación que tengo que elaborar puede incluso llegar de intentos de suicidio, porque ciertas personas confiesan tener más miedo de la vida que de la muerte. Quieren no amanecer y, mientras tanto, se atiborran de pastillas para borrar que sus hijos no quieren saber nada de ellos y para olvidarse de sus culpas.
También están presentes la guerra y sus traumas. Algunos de quienes pelearon supuestamente por España en Marruecos en la Legión o quienes lo hicieron ya en democracia en Bosnia, por ejemplo, están abandonados, sin un techo. Y, aún asi, siguen orgullosos. Los caballeros legionarios siempre lo son, siempre lo están.
Todos sufren la incomprensión asociada a la pobreza y la marginación. Pero cuando esta pobreza y esta marginación están causadas o se han visto agravadas por la enfermedad mental el dolor se multiplica porque el estigma es mucho más potente y destructor. Porque hay jóvenes (o no seamos tan optimistas, sólo coetáneos) casi como yo que han tenido una vida llena de violencia, saltando de centro de reforma en centro de reforma, enfermos pero sin ser conscientes de su enfermedad, o sin querer reconocerla, o asumiéndola sólo a veces, y a ellos la vida no les dará una segunda oportunidad, porque quizás no hayan tenido ni siquiera una primera.
Vuelvo al artículo de Cuartango: yo también tengo ‘sin techo’ debajo de mi casa. Son dos, tres o a veces cuatro. Duermen al raso, en un rincón, o en una antigua sucursal de Bankia. Nunca he cruzado una palabra con ellos, salvo una vez: yo estaba sacando dinero en el cajero y uno de ellos se me acercó para recomendarme un viaje a Antananarivo, porque es un sitio maravilloso: «Las aguas que la bañan son rojas». No hablamos nunca, pero nos reconocemos y a veces nos saludamos con un gesto tímido. Pero reconozco que aprieto un poco el paso. No sé si percibirán rechazo por mi parte, vergüenza o miedo. No sé si pensarán que les culpo de su situación. O si siento compasión o pena. Porque yo tampoco sé muy bien lo que pienso. Quizás una gran contradicción entre lo mucho que me gustó hablar con ‘sin techo’ en la relativa comodidad de un centro y lo poco que me acerco, lo poco que me intereso, por las personas que tengo debajo de mi ventana en estos momentos en una fría y lluviosa mañana de mayo. Estas líneas van por ellos y por quienes tuvieron la generosidad de contarme su historia.
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