Llevo un tiempo observando que tengo la capacidad de ver el futuro. Tengo que aclarar que ésta no es la típica bromita del columnista que al final lo que quiere es decirnos algo sobre el paro, sobre la crisis o sobre Esperanza Aguirre. No, no, yo hablo en serio.
Una característica del señor Alpeck: siempre dice lo que piensa, así, directamente. Siempre es muy literal en sus pronunciamientos. Debe de ser su formación germánica, su adusto carácter germano suizo. Por eso mucha gente se siente confundida con él y piensan que es un tipo raro, un retorcido, un laberíntico. Que va por otro lado. Que tiene intenciones ocultas, dobles lecturas, dobles agendas… Pero no hay nada de eso.
No, no, literalmente. Llevo un tiempo observando que tengo la capacidad de ver el futuro. Siempre he poseído esta capacidad, desde que era niño, pero antes solía tener «visiones» (algo así como cosas que «se te ocurren», imágenes que te vienen a la cabeza) de cosas realmente importantes que luego reconocía más tarde cuando sucedían. Estas visiones a veces estaban separadas muchos años de su realización y tenían que ver con cambios radicales de mi vida o situaciones de excepcional intensidad o significación. También eran visiones del futuro, por supuesto. Pero los fenómenos que llevo detectando desde hace, quizá, un par de años, son de naturaleza muy diferente.
Suceden muy a menudo. No sé exactamente con qué frecuencua, pero quizá una vez cada tres días. Dos o tres veces a la semana. Sé que a todo el mundo le han pasado cosas así: pensar en un viejo amigo al que hace años que no vemos, salir a la calle y toparse con él. Lo extraño, en mi caso, es que estos fenómenos sucedan con tanta persistencia y a lo largo de tanto tiempo.
Les voy a poner un ejemplo. Hace unos meses, recibí un encargo para escribir un catálogo de una exposición del pintor Gonzalo Sicre. Yo esperaba recibir en el correo unos catálogos de obras de Gonzalo con reproducciones de sus obras, que no conocía entonces, y que, dicho sea de paso, me fascinaron completamente. Pero lo que cuento sucedió, claro está, antes de recibir los catálogos. Una mañana, quién sabe por qué, comencé a pensar en las escaleras que conducen a la isla de Elefanta, situada frente a Bombay. Quiero aclarar que yo nunca he estado en Elefanta. Hace muchos años, preparando mi primer viaje a la India, leí en una guía turística (¿quizá la del trotamundos?) que al ir a Elefanta había que tener cuidado con los resbaladizos escalones de piedra que conducían a la gruta donde están las célebres esculturas de Shiva. Yo, quién sabe por qué, me quedé intrigado con aquellos escalones húmedos y resbaladizos, y con aquella curiosa advertencia de la guía de turismo. Esa mañana, como digo, me puse a recordar aquella vieja lectura (de, quizá, veinte años atrás) y la sensación de misterio que me habían producido entonces esos escalones húmedos y peligrosos. Entonces llegó en el correo un paquete con catálogos de las obras de Gonzalo Sicre. Lo abrí y comencé a pasar páginas. La principal sección de pinturas correspondía a uno de los viajes de Sicre a la India (entonces yo no sabía que el pintor había viajado a menudo a la India y había pintado muchos cuadros allí), precisamente uno que había realizado a Bombay y a la isla de Elefanta. Había un serie de cuadros que representaban el embarcadero de la isla, con unos escalones de piedra o de cemento, no sé, muy húmedos (por el agua del mar, claro está) y de apariencia resbaladiza. ¡De modo que allí estaban mis escalones húmedos, esos mismos en los que tan insistentemente llevaba pensando toda la mañana!
Otro ejemplo. Estoy en mi estudio, en mi casa de campo. Hay una ventana frente a mí, y de pronto pienso en el comienzo de Pálido fuego, y en los pájaros azules que se estrellan contra el cristal del ventanal, confundidos con el reflejo. Pienso que sería terrible que un pájaro se estrellara contra mi ventana y muriera. Por supuesto, esto son sólo pensamientos pasajeros, y no los comento. Son pensamientos sin importancia, un recuerdo de un libro, un curioso y absurdo temor de que un pájaro se estrelle en mi ventana. Esa tarde, de nuevo en el estudio, oigo a mis hijos gritar en el salón. Salgo a ver qué pasa y me cuentan los dos muy excitados que acaban de ver como una cosa azul se acercaba al cristal de la ventana del salón y la golpeaba con fuerza. Les pregunto qué era. ¿Un pájaro? Dicen que no, que era algo así como una bola, una bola azul. ¿Una pelota? Salimos al jardín a mirar. No hay ninguna bola azul por ningún lado. Pasa una semana. Estoy en el mismo salón con un amigo, y le cuento la anécdota de mi recuerdo del principio de la novela de Nabokov, el pájaro azul asesinado por el cristal y luego la extraña visión de los niños, que aseguran que algo azul (aunque no un pájaro) ha golpeado con fuerza el cristal. En ese momento mi amigo, que está mirando a travé de la puerta de cristal que da al jardín, señala hacia allí con los ojos muy abiertos. Me vuelvo, y veo un pájaro azul que revolotea justo frente a la ventana de mi estudio. ¡Un pájaro azul! grita mi amigo. Luego el pájaro (que era, desde luego, un pájaro) desaparece.
Nunca he visto esa clase de pájaros por aquí, aunque sí en la cercana sierra de San Vicente, en el norte de Toledo. No es imposible que un pájaro azul se acerque a mi ventana, pero ¿precisamente en ese instante? ¿Precisamente en conexión con la anécdota de la cosa azul que vieron los niños (que debía de ser, seguramente, otro pájaro) y, sobre todo, en conexión con mi pensamiento pasajero del ave que se estrella en el cristal en la novela de Nabokov?
Esta clase de fenómenos se repiten en mi vida continuamente. Se trata, como pueden comprobar, de cosas sin la menor importancia. No hay ningún «mensaje» ni ninguna «advertencia» en este tipo de fenómenos, que suceden con la anónima tranquilidad con que la luz atraviesa un cristal o los objetos caen en dirección al centro de la tierra. Sé que estos fenómenos no tienen mayor importancia, por supuesto, y aparte de que siempre me sorprenden, no les presto especial atención. Pero el hecho es que suceden.
Carl Gustav Jung los explicaría como casos claros de sincronicidad. Las sincronicidades que cuenta el propio Jung (la célebre del escarabajo de oro, por ejemplo) no son menos espectaculares que algunas de las que he narrado. Sí, sin duda se trata de sincronicidades. Pero eso nos deja casi igual que antes, porque ¿qué son exactamente las sincronicidades? ¿Por qué suceden?
No lo sé. Pero lo que está claro es que las sincronicidades no son en absoluto «casualidades». Y lo que es evidente, también, es que hay una parte de nuestro cerebro que puede saltar de algún modo ese límite que la célebre «flecha» del tiempo psicológico impone a nuestra percepción. «Ver» el futuro es algo relativamente fácil y relativamente corriente. De acuerdo con mi experiencia es algo tan natural como recordar las cosas que acabamos de hacer o que hemos hecho recientemente. De hecho, yo pienso que estas «visiones» no son, en realidad, otra cosa que recuerdos, aunque recuerdos del futuro. Del mismo modo que recordamos con claridad lo que sucedió ayer o hace dos o tres días, las imágenes de lo que pasará mañana o pasado mañana también aparecen en nuestra mente. Es quizá la costumbre, la creencia de que es imposible «ver el futuro» la que impide que se manifiesten más a menudo o de manera más clara o lo que no nos permite reconocerlas.