Estaba a punto de salir del trabajo, y era viernes. Apagué el ordenador, dejé todo ordenado y, para hacer tiempo, empecé a leer una columna que tenía pendiente. Cumplía dos años como pasante en el despacho, lo cual, sin duda, desconocía mi jefe.
No sabía cómo había aguantado tanto tiempo. Falso autónomo, quinientos euros al mes, mi propio coche y gasolina no incluida: los misterios de la pasantía. Me hacía gracia pensar que era un abogado que reunía los requisitos económicos necesarios para solicitar uno de oficio. No me preguntaba hasta cuándo abusaría mi jefe de mi paciencia porque sabía la respuesta.
Antes de terminar la columna, su voz interrumpió mi lectura. Me deseó un buen fin de semana, pero cuando alcé la vista ya no estaba. Así era él: podía saludar o despedirse, pero no pararse. Era su tiempo el que valía oro, no el mío.
Sin terminar la columna, salí del despacho pensando que, al menos, era fin de semana. Sin embargo, de vuelta a casa me llamó mi jefe: «Ven al restaurante de la esquina, que quiero hablar contigo», me dijo, y colgó antes de que contestara, lógicamente. Como un perro apaleado, fui dando por hecho que me pediría cualquier favor no remunerado.
Una vez allí, me presentó a su acompañante y, sin importarle que le estuviera escuchando todo el restaurante, me dijo que iba a ampliar el despacho; es decir, que iba a tener un jefe más, el otro comensal. Eso significaba que me aumentaría el sueldo: «Tampoco mucho», matizó antes de decirme que me podía ir. Aquel comentario me destrozó. Humillado, esbocé media sonrisa y los dejé allí comiendo gambas.
Entre la rabia y el cansancio, decidí que dejaría el trabajo, y tan pronto como resolví hacerlo sentí el deseo de ver la cara de mi jefe cuando se lo dijera. Después de mucho tiempo, volvía a tener una ilusión: despedirme sin previo aviso. Como era falso autónomo, podía hacerlo. Solo en la cocina, sonreí ante mi futura libertad; por primera vez, tenía ganas de que llegara el lunes.
Pero antes de que terminara el viernes me volvió a llamar para pedirme que fuera al despacho urgentemente, y entendí que era una oportunidad que no podía desaprovechar: había llegado el momento de mandarlo todo a la mierda. Salí de casa sonriendo y, de camino, lo vi a lo lejos. Era tan lento que pensé que lo alcanzaría antes de llegar, pero eso no ocurrió: de súbito, un desconocido se acercó a él, sacó una navaja y le pidió su cartera. Instintivamente, me oculté tras una esquina y observé la escena.
«No llevo nada», le dijo mi jefe. «¡Mentira! Estaba en el bar. Sé que vas a guardar el dinero en el despacho. ¡Dámelo!», le respondió. Entonces trató de zafarse de aquel tipo de un empujón, pero su impulso lo aprovechó el atracador para asestarle una puñalada en el vientre. Se paró el tiempo y se hizo el silencio. Hasta que, con un rápido movimiento, el agresor arrastró la navaja hacia arriba, partiendo en dos su barriga. Después cogió la cartera del bolsillo interior de su americana y salió corriendo.
Tirado en la calle, sangrando como en San Martín, mi jefe tiritaba. Me acerqué a él y lo sostuve mientras llegaba la ambulancia, y en su mirada solo vi miedo. Entonces supe que no iba a poder darme el gusto de sorprenderlo, de despedirme. Poco después llegaron los servicios sanitarios, que lo recogieron muerto y hasta arriba de marisco.
NOTA: Relato escrito mientras fingía redactar un recurso de apelación.