Llevaba tiempo insistiendo en que tenía que conocer su casa nueva, sobornándome con el mar.
Llegué a esa pequeña ciudad a orillas del Atlántico justo un día antes de la exposición. Carmen andaba poseída por ese perfeccionismo que aprisiona a los artistas, buscando de una forma enfermiza el exacto lugar de las cosas, como si los objetos tuvieran un conducto a través del cual pudieran comunicar con el epicentro de la tierra solo en ese preciso punto donde vibran al unísono. Y al enchufarse a ese manantial una corriente derrumbara sus fortalezas, desplegando su esencia, dejándola revolotear como una flor que emana vida.
Carmen me fue a buscar al aeropuerto. Su casa estaba al final de una cuesta. Era una de esas casas de artistas plagadas de objetos inútiles, que a veces elevan a categoría de esculturas, invadida de colores, trocitos de vivencias colgadas y enmarcadas. Un camino silvestre, irregular, recorría sus paredes. Al fondo, una gran estancia con varios espacios donde se podía dormir, comer, trabajar y hasta bailar si así uno lo deseaba. Desde una ventana enorme de madera se veía el mar, y un espigón bordeado por esos cubos pétreos que hacen romper el oleaje. Las casas marineras allá abajo y aquí cerca, casitas habitadas y deshabitadas, se intercalaban, algunas invadidas por la maleza y las enredaderas con grandes palmeras, testigos de un pasado glorioso. A través de una pequeña fisura en el cristal entraba el aire salino que traía el viento del norte.
Carmen me enseñó pequeñas muestras de su trabajo, objetos imposibles, fotos, precios. Había diseñado incluso el ágape que mantenía una familiaridad con los objetos de su exposición. Se expresaba a través de la materia.
Artistas como ella parecían llamados desde un extraño lugar a ordenar el mundo y sus cosas. Eran capaces de martirizarse durante semanas o meses movidos por resortes en busca de nadie sabe qué islas para alcanzar un instante en el que verán emerger un castillo que segundos después una ola arrebatará con su lengua salada. Y hasta ellos mismos diluirán con su indiferencia, accionados por un mecanismo que de nuevo buscará alinear un jeroglífico interno con otra porción de espacio. ¡A otra cosa!, se dicen. Y borran el pasado de un plumazo con todos sus réditos.
Esa mañana recorrimos las playas cercanas al espigón. Un reflejo de luz se posaba sobre las aguas del Atlántico. Un día nublado. El aire era cálido, a tramos una llovizna ligera empañaba nuestros rostros. La luz seguía flotando, dando sosiego a nuestro mar interno. Caminamos en silencio. Carmen sacó su cámara y empezó a hacer fotos, trataba de dejar registros de ese momento, yo frente al mar, después caminando, de espaldas…
—No me hagas fotos, hazlas solo del mar –interrumpí.
Carmen respetó mi decisión, y disparó un par de fotos más, esta vez solo del mar.
Después de comer fuimos a la tienda-galería donde Carmen iba a exponer su obra. Mientras Mar –amiga y dueña de aquel espacio– y yo preparábamos el ágape de una forma original en un pequeño estudio que tenía en la trastienda, Carmen se quedó a solas con su obra y el gran soporte donde iría expuesta: una superficie enorme de castaño, con la altura aproximada de una mesa, iluminada por una lámpara del mismo tamaño que el soporte.
Cuando Carmen terminó y nos llamó, aún conservaba el gesto tenso, y Mar, antes de entrar en la sala, apagó todas las luces dejando solo la que iluminaba aquella gran superficie. Al salir, su obra parecía una ciudad sobre una isla que acababa de emerger del mar, luminosa. Flotando en el aire. Sonreímos. Aquello era una buena señal. Carmen, entre risas, aflojó por fin.
Allí estaban sus piezas, desplegadas sobre aquella especie de mesa, desnudas, sin pedestales. Tal cual eran, esparcidas formando archipiélagos. De porcelana cocida hasta un punto vítreo, parecían hechas de un mineral arrancado de la profundidad de la tierra. De un blanco puro. Objetos a caballo entre lo utilitario y lo imaginario, pequeñas esculturas que en la doblez de sus abrigos escondían palabras, frases. Una insinuación directa para que el espectador las toque, las voltee, las haga suyas.
Llegó Javier, el marido de Mar, un tipo guapo con la mirada de un niño.
—¡Id a tomar algo, joder! ¡No habéis visto la cara que tenéis! Yo me encargo de todo.
Faltaba una hora para la inauguración. Nos fuimos a un bar de tapas cercano a la galería. Reímos un rato. Hablamos de todo menos de arte.
Al llegar había en la sala un número de gente considerable, y después fue llegando toda la bohemia de aquella ciudad. Llenaron la sala dispersándose por dentro y por fuera, bebieron y bailaron hasta altas horas de la madrugada, entremezclados con la música de Giant Sand. De vez en cuando se acercaban a acariciar la obra como si algo les faltara, buscaban frases escondidas, palabras. La obra permaneció en silencio, iluminada con un reflejo de luz sobre las aguas, observándonos a todos nosotros, registrando nuestros movimientos. Y de una forma gradual fuimos agotando la noche, desapareciendo hasta que la sala quedó en silencio con aquella isla iluminada flotando en el espacio ya en penumbra.
Despertamos a la hora de comer, como era de esperar. Nos acercamos a un restaurante que daba a aquellas calas pequeñas. Frente a nosotras, otra vez de nuevo el cielo nublado con ese rayo de luz que se filtraba e iluminaba parte de la superficie temblorosa del mar. Al fondo, las islas Cíes parecían una raya brillante en el horizonte intentando encontrarse con el brazo que las tendía desde el lado opuesto, Cabo Home y su faro.
Carmen comenzó a hablarme de sus nuevos proyectos. De la próxima exposición, de las cartas que pensaba enviar a medio mundo buscando residencias de artista. Del impulso interior que la llevaba a hacer todo esto.
Dejé de escucharla. Me quedé pensando mientras ella hablaba. Estos artistas, ¿para qué hacen todo esto? Quizá no consigan ascender un escalón en la pirámide imaginaria de la que hablaba Kandinski. Más bien parecen descender por una escalera que busca las aguas subterráneas de un mundo en sequía. A lo mejor tan solo muestran su desavenencia, sus heridas en espacios acotados, vitrinas, galerías, en ese intento de trazar puentes con el mundo, de que por fin alguien escuche su silencio.
Después Carmen me acompaña al aeropuerto. Hacemos tiempo. Nos abrazamos. Yo franqueo todas las barreras, desaparezco por unas escaleras mecánicas que me llevarán a mi puerta de embarque. Carmen permanece quieta, su rostro se desvanece.
Ya en el avión se hace de noche. Un aeropuerto pequeño bordeado de un bosque frondoso de pinos y eucaliptos hace presentir el aliento de los animales. La noche es espesa y negra. El avión asciende, se adentra en la península alejándose del mar. Desde arriba veo las pequeñas estrellas iluminadas en la tierra, tatuadas. Trazan fragmentos de vida humana, pueblos, polígonos. Ciudades…
Al llegar a casa enciendo mi portátil. Tengo un correo de Carmen. Al abrirlo se despliega una foto que invade la pantalla. Es la foto del mar, un reflejo de luz sobre las aguas del atlántico un día nublado. Una frase la acompaña:
—Regresa pronto, tu mar te está esperando.
Marta Celma es ceramista. En FronteraD ha publicado Instrucciones para manejar una nube domésticamente