El pensamiento racional en Occidente se construye sobre dos premisas fundamentales: el concepto de unidad y el principio de causalidad. Con lo primero se crea el cálculo y las mediciones, la categorización y el ordenamiento del mundo; con lo segundo damos sentido y coherencia al conjunto de acciones y eventos.
Repárese, sin embargo, que la unidad que forma, digamos, la tabla periódica es acaso una división arbitraria, mientras que, como viera Hume, la sucesión de dos fenómenos no implica necesariamente una conexión causal. En una partida de billar nadie puede asegurarnos al cien por cien que la segunda bola se pondrá en movimiento al recibir el impacto de la primera: nuestra convicción se basa exclusivamente en la experiencia, no en ninguna verdad apriorística. De la misma manera, las cosas que enumeramos, describimos o clasificamos, así como las causas que creemos descubrir, son siempre percepciones mediatizadas por el lenguaje.
Acostumbramos a creer que el discurso del historiador es un ejercicio retórico que falsifica inevitablemente el pasado y que, por el contrario, las teorías del científico revelan algún principio o alguna verdad recóndita en la naturaleza, pero lo cierto es que tanto el historiador como el científico operan con símbolos y se atienen a normas que los dos, cada uno en su campo, deben cumplir. Otra cosa, naturalmente, es la repercusión o la influencia que pueda tener la labor que realizan. El historiador sabe que su material es evanescente: el pasado no existe, es fantasmal y sin posible retorno. El científico, en cambio, puede medir, pesar y contar la realidad que estudia. Sus investigaciones van encaminadas a sistematizar algún fenómeno particular observado en la naturaleza o a demostrar su existencia mediante experimentos que puedan reproducirse en cualquier sitio y por cualquier persona. La máxima aspiración del científico es tener algún tipo de dominio sobre el universo.
De manera que el científico tiene mucho de zahorí y algo de mago y adivino. En contraste, el historiador, por mucho que busque la ejemplaridad en el pasado y quiera sacar lecciones para el presente, termina siempre contando batallitas. El historiador elige tema -sea la Revolución Francesa, la batalla de Verdún o el Crack del 29- y luego lo narra mediante un cuidado uso del principio de la causalidad. La causalidad histórica suele ser providencialista o determinista, casi nunca contingente, porque el ser humano siente horror por el vacío que produce una narración presidida por el azar. En toda narración queremos buenos y malos, premios y castigos, final feliz o final trágico. En principio, nada de esto parece afectar al científico, que presume de no caer en retóricas ni en simplificaciones narrativas, aunque muchas veces no le quede otra que enhebrar sus descubrimientos con la elocuencia del historiador, especialmente si quiere salir en los periódicos o que le concedan una beca en su universidad.
En todo caso, el mundo circundante no es un argumento con principio, nudo y desenlace. Fluye continuamente, nunca es igual, es siempre otro, siempre distinto. Buscamos su unidad y su coherencia a través de una lógica espacio-temporal, pero esa lógica está solo en nosotros (Kant) o, más bien, en el bello espejismo que nos proporcionan las palabras y los números (Wittgenstein). Todo conocimiento exige buena sintaxis. No hay verdad en el anacoluto. Aunque, según termino mi reflexión, Nietzsche me susurra al oído que todo hombre es un laberinto en busca no de verdades, sino de su Ariadna.