Me encaramo hasta la azotea de mi humilde edificio en Brooklyn y busco en la noche, entre una fina y fría lluvia, el perfil de la ciudad que abandoné hace trece días para darme unas vacaciones de dandy (los motores de esta Nueva York ahora fantasmagórica, envuelta en la tormenta, ya funcionaban a toda máquina), para ver con mis propios ojos ese lugar tan importante llamado Colombia. Importantes, a su vez, fueron las reflexiones que surgieron en mi huida narcotropical por entre los nativos más amables del continente:
I. Rebelión contra la dictadura del souvenir. En la mochila traigo un pisapapeles con forma de mujer postrada y desnuda que le compré a un artista costeño –dijo que era su obra más personal y preferí no preguntar-, cuatro libros interesantísimos –tres de ellos con la palabra “guerra” en el título-, una botella de fernet Branca llegada de Buenos Aires y una herradura de pony que me puso en aprietos en el arco de seguridad –o marco de seguridad, que es la forma que tiene la cosa- del aeropuerto de Cartagena. ¿Es ésta su mochila? Sí. ¿Lleva usted una herradura? Sí señora, una herradura de pony.
II. Bolívar no muere (el Che, menos). El líder militar de las FARC, Mono Jojoy, fue borrado del primer puesto de una lista de objetivos militares del Estado colombiano –larga como una cuenta del Carrefour-. Unos polis cabreados mantuvieron secuestrado en un hospital a un histriónico y piscinero Correa en Ecuador (condeno el golpe, que quede muy claro, o lo que fuera ese quilombo bolivariano que pasó ahí). Hillary Clinton pidió perdón en nombre del Imperio por haber hecho experimentos médicos con sífilis en la Guatemala de los 40. El pasado no es otro país, como dijo alguien, es un continente y se llama Latinoamérica.
III. Libros y pistolas. En la Comuna de Santo Domingo en Medellín, un lugar maluquito como dicen allá, paseamos por una biblioteca financiada por España que parece una nave espacial a punto de despegar de un mar de chabolas y que la gente de ese mar ha hecho suya como si fuera un talismán que les va a llevar, por fin, a acabar con una guerra de niños contra niños, pero con plomo real y poniendo el pecho, para defender las fiestas de cocainómanos inversores de alto riesgo de Wall Street. Legalicemos y entremos, de una vez, en el siglo XXI.
IV. Frenesí caribeño. Después de caminar descalzo por la jungla tras haber perdido mis chanclas en el intento, ser devorado por escuadrones de mosquitos asesinos, sufrir una noche de insomnio en una hamaca húmeda y convivir entre huestes de misioneros con cámara de fotos y Lonely Planet al cinto, declaro mi amor incondicional a la urbe, el agua caliente y la pantalla táctil del iPhone.
Nací marcado: Nueva York sería mi ciudad.