Me gustaría ser de una sola pieza y honrado a carta cabal, pero si miro atrás en mi pasado veo una estela de contradicciones y de renuncios. Supongo que en eso no difiero de la inmensa mayoría. Vivir es contradecirse. ¿Quién puede ser fiel a sí mismo durante años y años? Nuestra vida está hecha de afirmaciones y de negaciones, de claros y de sombras, todo lo cual termina por hacer de cada uno de nosotros un retrato contradictorio, una especie de síntesis en claroscuro entre la carne pancista que se regodea en el “sí” y el desazonado espíritu que dice “no” por insatisfacción, por rebeldía o porque sí.
Necesitamos el conflicto y tener en frente a un antagonista, aunque sea solo como mero juego o por diversión. La paz duradera harta, como hartan al final unas largas vacaciones en la Polinesia a la sombra de los cocoteros. Lucifer se rebeló por aburrimiento mucho más que por soberbia o por ambición. San Agustín afirmaba que el mal era una carencia de bien, pero a lo mejor debió haber dicho todo lo contrario: que era empalagamiento y hartazgo de bien. Nos desgarra nuestra finitud mortal y, sin embargo, cualquier nirvana, cualquier quietismo, cualquier estado contemplativo que alcanzamos se desvanece al poco entre bostezos.
Desde los griegos el fin último de la sabiduría ha sido llegar a conocerse a sí mismo –el nosce te ipsum o γνῶθι σεαυτόν inscrito delante del templo de Delfos–, pero la realidad es que el alma, el “yo” o la conciencia resultan algo tan evanescente y tan escurridizo como transportar agua con las manos. ¿Qué es el “yo” sino un fluir permanente de vivencias que se van disipando en la memoria a medida que se alejan en el tiempo? Queda acaso como única permanencia el zigzagueo del curso vital: un cauce hecho de rutinas, de resabios y querencias. Ciertamente todos nos repetimos y en muchos casos somos predecibles. Toda repetición conforma nuestra personalidad y, a la vez, nos identifica, como identifica el timbre de la voz, la ropa que llevamos o los lugares que habitamos. Nuestras señas de identidad son las huellas que pisamos marcadas en el polvillo de una senda que, como decía el poeta, nunca hemos de volver a pisar.
El principio de identidad en la lógica clásica establece que el sujeto es idéntico a sí mismo y diferente del predicado. Así, el “yo” sería una entidad inmutable: Juan es siempre Juan, nazca en el Norte o en el Sur, estudie letras o ciencias, se case con Julia o con Margarita. Naturalmente esta lógica se da de bruces con la vida, que es siempre un proceso dialéctico en constante movimiento. Juan no es nunca el mismo Juan, sino otro cada día que pasa, y no solamente por lo que pueda experimentar, sino por el prurito de cambio y contradicción que anida en su persona. La contradicción está en la base de la vida. Cualquier acción afecta decididamente al sujeto, pero el sujeto no es ni puede ni, sobre todo, quiere ser el mismo: las resoluciones hechas el primero de enero quizá no duren mucho, pero a lo largo de los años cualquier individuo cambia de hábitos, de pareja y hasta de trabajo, si es lo suficientemente afortunado. Todos, hasta el más inmovilista y rutinario, tenemos un poco de Gauguin y otro poco de Madame Bovary. Todos, como diría Nietzsche, somos a la vez ásperos y dulces, groseros y finos, familiares y extraños, inmundos y limpios, locos y sabios. Todos somos –o fuimos alguna vez– paloma, serpiente y cerdo.