El Tratado de Maastricht es hijo de su época: de la caída de la URSS, de la reunificación alemana, del final de la historia, de Thatcher y de Reagan, del entonces indiscutible triunfo liberal. El tratado fundacional del euro, firmado a principios de los noventa, creaba una jaula dorada (en los buenos tiempos) o una camisa de fuerza (en los peores) para que, gobernara quien gobernara, la política económica fuera bastante parecida en los países miembros porque, según su mandato, el déficit no se puede escapar más allá del 3% del PIB, ni la inflación más allá del 2%, mientras que la deuda, como mucho, puede marcar el 60% del PIB. Maastricht, una de las principales instituciones del euro, es un tratado muy cargado ideológicamente, no es nada neutro, si es que algo así puede serlo.
El Banco Central Europeo, la otra gran institución de la moneda única, también tiene un gran sesgo ideológico. Y se demuestra en que su único mandato es mantener controlada la inflación cerca, pero por debajo, del 2%. Mientras tanto, otros bancos centrales en el mundo, la Reserva Federal norteamericana, sin ir más lejos, también tienen como mandato la creación de empleo. De hecho, en la última crisis financiera, la Fed se marcó como objetivo alcanzar (en incluso superar) el 2% de inflación, pero también bajar la tasa de paro hasta un porcentaje concreto (6,5%, según propuesta de Charles Evans, de la Fed de Chicago) antes de comenzar con la normalización monetaria, antes de empezar a reducir los estímulos. Vigilar la inflación y el empleo o solamente la inflación es una decisión política de gran importancia y con grandes consecuencias.
La Unión Monetaria, con estas dos instituciones, nacía con la política fiscal bastante atada y con la monetaria, todavía más. Por eso, como comenta Costas Lapavitsas en el libro Crisis en la euro zona, “la política de empleo ha sido uno de los pocos mecanismos de que han dispuesto varios países para mejorar su competitividad externa”. En todos los países se ha observado una competición por imponer flexibilidad en el mercado laboral y contener los costes laborales, con Alemania dando ejemplo a principios de los 2000, con la Agenda 2010 del socialdemócrata Gerhard Schroder, y ya durante la crisis en los países de la periferia, que, de todas maneras, partían de niveles salariales mucho más bajos. En su conjunto, el resultado ha sido, comenta Lapavitsas, una reducción de la participación de los trabajadores en la producción en el conjunto de la zona euro. Quizás era eso lo que se buscaba: ante tipos de cambio fijos, o único, dado que ya sólo hay una moneda, ya no se podía mejorar la competitividad vía devaluaciones (como las que se realizaban en Italia o en España) y se debía hacer vía salarios. El riesgo de tipo de cambio de los industriales lo comenzaron a asumir los trabajadores con sus salarios. En la construcción del euro se puede hablar tanto de ideología como de intereses nacionales y de clase.
Pero es que, además, las instituciones del euro han podido ser responsables en parte de las altas tasas de paro que se sufren en la Unión. “Tras un prolongado ciclo de pleno empleo durante las décadas de los años sesenta y setenta, a partir de los años ochenta la Comunidad Europea ha ido acumulando tasas masivas de paro que no han conocido sus dos más directos competidores internacionales: Estados Unidos y Japón. Por otra parte, también desde el inicio de la década de los años ochenta, la tasa de crecimiento real del PIB comunitario ha sido, como media, inferior a los dos ámbitos, si bien con diferentes menos apreciables que en la de paro, en particular entre la CE y los Estados Unidos. En consecuencia, con tasas de crecimiento prácticamente similares entre Estados Unidos y Europa a lo largo de las décadas ochenta y noventa, mientras que EE.UU. Ha mantenido el pleno empleo, en la UE el paro no ha cesado de incrementarse. Es evidente, pues, que el crecimiento del PIB europeo no se ha traducido en creación de empleo en la misma medida en que lo ha hecho en EE.UU.”, explica Fernández Navarrete en Historia y economía de la Unión Europea (Ramón Areces). Y, de acuerdo con este autor, el problema no está en que el mercado laboral europeo sea más rígido, puesto que desde mediados de los ochenta se han desarrollado problemas de flexibilización que han contribuido a precarizarlo (ante la situación de bajo crecimiento, la respuesta ha sido la reducción de salarios o la ampliación del abanico salario). “Más que en las rigideces de oferta, la raíz del problema parece radicar en la debilidad de la demanda”, afirma Fernández Navarrete. Si en Estados Unidos se ha salido de las crisis con grandes programas de estímulo económico, en Europa no existe un gran presupuesto comunitario para hacer frente a los momentos bajos y los países tienen muy poco margen para emprender aventuras en solitario, ante la inexistencia de deuda mancomunada, de los ya populares “eurobonos”.
Y si bien, según el propio Fernández Navarrete, la protección social en la zona euro es elevada, es muy desigual según los países (persisten grandes desequilibrios entre Estados con superávits presupuestarios y por cuenta corriente y otros con déficits relevantes) y el euro como ente carece de una política propia y general de protección social. Esta última ausencia, a su juicio, “pone de manifiesto la falta de una auténtica política de solidaridad que conduzca de manera decidida a la cohesión económica y social”. Y, en este sentido, este autor, ya en el año 1999, planteaba la necesidad de “comunitarizar” total o parcialmente algunos de los gastos sociales, como los del desempleo (ya que una parte del paro es producto de los programas de ajuste para conseguir -y para mantener- la Unión Monetaria) y las pensiones de jubilación. Con la excusa de la necesidad de financiar políticas tan importantes, se podría además caminar hacia la creación de una fiscalidad paneuropea o, al menos, hacia su armonización.
La unión monetaria, por estas razones (pérdida de calidad en el empleo, inexistencia de protección social común, elevada tasa de paro, por no hablar de los países que han sufrido los rigores de los “rescates”), ha hecho nacer descontentos. No es casualidad que después de una fuerte crisis, en Grecia, en Italia o en Francia, hayan nacido movimientos euroescépticos, rebeldes o con inclinaciones más o menos reformistas del marco comunitario. O que incluso entre los “integrados” hay algunos como Emmanuel Macron que insisten en la necesidad de aquilatar el euro y humanizar sus instituciones para evitar el éxito de las fuerzas centrífugas.
La filtración del borrador del acuerdo entre el Movimiento Cinco Estrellas y la Liga con propuestas como la de volver a los tiempos previos a Maastricht (aunque quizás vean con demasiados buenos ojos a la Comunidad Europea pre-Maastricht dado lo que cuenta Varoufakis en su libro ¿Y los pobres sufren lo que deben? respecto a la “traición de Mitterrand” a principios de los años ochenta) o la de renegociar los tratados europeos para que vuelva a primar la cooperación y la solidaridad entre los países miembros debería ser un nuevo toque de atención a considerar por el resto de Europa y por las instituciones comunitarias para acelerar su reforma y el cambio de sus principios por otros más amables con los ciudadanos.
El problema es que las nuevas propuestas pueden nacer desacreditadas por venir de quien vienen: un partido inclasificable, como es el Movimiento Cinco Estrellas, y otro de la derecha extrema, como lo es la Liga (antigua Liga Norte). Pero no hay que pasar por alto que se han ganado la voluntad mayoritaria de los italianos y que éstos, cuando votaron, sabían que lo hacían con fuerzas muy críticas con el club europeo.
No hablaremos de la presunta propuesta realizada por estos dos partidos de crear un mecanismo de salida del euro. Sólo apuntaremos la bonita metáfora de Varoufakis: “A diferencia del patrón oro, en el que los Estados podían simplemente abandonar, cortando de la noche a la mañana el vínculo entre su moneda y el oro, una vez en la zona euro, los Estados miembros se habían metido en el ‘Hotel California’, del que nunca te puedes marchar. Esta es la belleza y la maldición de la zona euro. Una vez estás dentro, careces de una moneda de la que desvincularte, y soltarte, del euro: sólo tienes el euro. Para salir de la unión monetaria de Europa, Grecia o Italia, por ejemplo, tendrían antes que crear un nuevo dracma o una nueva lira, y sólo entonces desvincularlas del euro. Pero crear una nueva moneda en papel, distribuirla por todo el país, recalibrar la banca y el sistema de pagos para que funcione con ella, etc., lleva un mínimo de doce meses. (…) Abandonar el euro equivale a anunciar una importante devaluación antes de que ocurra. (…) Antes de que hayas acabado de pronunciar la palabra ‘pánico’, los bancos han quebrado, el país se ha quedado sin valor y la economía se ha arruinado”.
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