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Regreso a Motor City Parte 2

 

para MAG

 

Hace poco más de un año de mi arribo a Detroit y hasta ahora, apenas ahora, me animo a escribir la prometida segunda parte del informe acerca de mis andanzas en la ciudad Motor. En esa primera entrega dije más de mi partida que de mi llegada, más acerca del azoro de quien se sube un barco para cruzar los negros mares que de los asombros y novedades que acompañaron mi desembarco en Detroit.

 

La historia de la ciudad, de sus dispositivos de exclusión racial, de sus descomunales logros por vía de la industria automotriz y de sus feroces caídas y fracasos sociales, producto en buena medida de su propio éxito económico, se ha vuelto a reescribir hasta la náusea en libros de sociología e historia, en densas crónicas periodísticas, en libros temáticos, hasta llegar al cénit de la cultura de las celebridades representado en la figura, emblema global, del chef Anthony Bourdain, quien dedicó un capítulo de su programa, Unknown Parts, a repetir lo que más o menos ya todo mundo sabe o sospecha acerca del auge y declive de la ciudad.

 

Juro por mi madre que quisiera aportar mi propio grano de arena a esas montañas de información, rumores y mitos con que Detroit llama la atención ya no digamos del ciudadano global, sino del más rústico e inocente turista.

 

 

Ya mismo, desde ahora, confieso mi fracaso. Sí he pasado momentos agradables en el Detroit Institute of Arts; sí he intentado el recorrido de sus bares y tugurios históricos, sin llegar a la meta quizás porque no la hay y se trata de otro espejismo urbano; de igual manera me he detenido al pie de las destartaladas plantas donde lo mismo se fabricaba a pasto el Dios Automóvil que las armas, tanques de guerra y motores de bombarderos, una vez reconvertida la industria en el célebre “Arsenal de la Democracia”, allá en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. He asomado, con precaución pues antes que escritor soy un probado cobarde, las tímidas narices en los barrios bravos de Detroit, donde por efecto del abandono es casi imposible distinguir el campo de la ciudad.

 

 

“No es Chicago pero hay mil cosas qué hacer”, me dijo alguien que sabe bien de qué está hablando. No digo que su admonición haya caído en oídos sordos, estoy seguro de ello, como pude constatar la mañana de un domingo veraniego en la que unos 300 ciclistas en pro de una buena causa —los homeless, los hombres y mujeres sin abrigo que serpentean la ciudad a todas horas— arriesgamos a ratos el pellejo al cruzar páramos de deterioro urbano, entre casas a medio caer y tupidos follajes propios de un cuento de García Márquez, y que por ningún lado hallan su eslabón con el pujante y revigorizado Downtown, donde todo parece diversión y el aire de lo nuevo empuja el trajín humano que anda a trote sobre las aceras.

 

Me temo que estamos ante un capítulo más en la historia de la especulación inmobiliaria.

 

Se me ponen los pelos de punta nada más de recordarle al lector aquella frase atribuida al Dr. Johnson: quién se aburre de Londres está aburrido de la vida. En mi caso, no sé si estoy cansado de Detroit o si Detroit está cansado de mí.

 

Quizás muy poca cosa para incluirla en su catedralicio y descomunal informe acerca de la democracia en América, Alexis de Tocqueville describió a la ciudad de Detroit en un olvidado folleto titulado Quinze jours dans le désert americain tal como se le presentaba al ilustre viajero francés: “Detroit es una pequeña ciudad de dos o tres mil almas, fundada por los jesuitas en medio de los bosques en 1710, que aún alberga una enorme cantidad de familias francesas.”

 

Quisiera acaso detenerme, antes de dar por cumplida esta segunda entrega, en los dos elementos que se hallan, aquí y en China, en las antípodas y que, se supone, explican el origen de toda forma de civilización: Urbe vs Naturaleza.

 

En Detroit, tal y como lo describió Tocqueville, cohabitan esas dos formas opuestas: los anchos bulevares por donde alguna vez rodaron los automóviles como símbolo de la prosperidad imparable, con los campos de cultivo urbano y las matas selváticas que se esparcen cubriendo aceras y calles enteras.

 

Es fama que Tocqueville no se detuvo en Detroit, el entonces pueblucho de tres mil granjeros. Su insaciable curiosidad lo llevó a conocer el noreste de Michigan, hasta la bahía de Saginaw. De nuevo la vertiginosa visión de los bosques impenetrables: “En alta mar, el viajero al menos puede contemplar el vasto horizonte hacia el cual siempre dirige una mirada llena de esperanza. Pero, en este océano de follajes, ¿quién puede indicar el camino? ¿Hacia qué objeto volver la mirada?”

 

A poco más de un año de mi arribo a Detroit y al estado de Michigan, ¿quién demonios podría indicarme el camino? ¿Y qué tal si, como ocurre en la modernidad líquida y tardía, resulta que no hay camino y los endiablados bosques son una proyección de nuestros más arraigados temores? ¿Hacia quién o qué cosa volver la mirada?

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