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Regreso al campo: ¿Paraíso o infierno?

Ilustración: ELG + Midjourney

Volver al campo, a la naturaleza, al pueblo. Recuperar el lugar donde nacieron y vivieron nuestros padres o abuelos; o bien descubrir un lugar nuevo, un maravilloso locus amoenus (el lugar ameno propicio para el amor y el goce, propio de la literatura bucólica o pastoril clásica) donde cultivar el jardín, el huerto o el campo; un espacio saludable y natural donde vivir en contacto con la naturaleza, en paz y armonía, lejos de la ciudad y del “mundanal ruido” que esta representa, como bellamente describió Fray Luis de León en su Oda a la vida retirada. En esta aspiración, tan atemporal, y, al mismo tiempo, tan en boga hoy en día por razones que comentaremos más adelante, reconocemos el eco de uno los tópicos literarios más conocidos que han impregnado la literatura occidental desde sus orígenes. Fray Luis de León, entre otros muchos autores del Renacimiento europeo, reelabora en su mencionada oda los célebres versos de Horacio “Beatus ille” (dichoso aquel que…), en los que el gran poeta romano del siglo I a. de C. invita a abandonar la corte –metáfora de las luchas de poder, las guerras, el dinero y las ambiciones humanas– para abrazar la vida sencilla del campo y recuperar la calma interior. Este espíritu queda sintetizado en el popular lema “menosprecio de corte y alabanza de aldea”, que da título a la obra de Fray Antonio de Guevara (siglo XVI), un largo sermón moral en alabanza de la vida rural, sencilla y natural, en oposición a las complejidades y tensiones propias de la corte. Obviamente, la idea de una naturaleza idealizada capaz de procurar el sustento y la armonía al ser humano tiene también mucho que ver con la imagen bíblica del paraíso perdido, ese mundo feliz al que la humanidad siempre ha aspirado (tanto individual como colectivamente) y que se remonta al mito clásico de la Edad de Oro (formulado por primera vez por el poeta griego Hesíodo en el siglo VII a. de C.), esa añorada etapa inicial del ser humano puro e inmortal, cuando la naturaleza le ofrecía todo lo necesario para vivir placenteramente. Un ideal de atávicas raíces que dejó su impronta en la cultura occidental y que ha sido proyectado a lo largo del tiempo en utopías de diverso signo, como demuestran, en la Historia más reciente, ciertas ideologías sociales y políticas que sustituyeron, en cierto sentido, el paraíso celestial por el terrenal, alcanzable por la voluntad del hombre.

Los tópicos literarios, como bien sabemos, son la expresión de inquietudes de carácter universal y de naturaleza filosófica que el ser humano ha experimentado a lo largo del tiempo bajo diversas formas al preguntarse por el sentido de la vida, del amor, de la muerte. En el espacio limitado de este ensayo veremos algunas manifestaciones actuales de esos antiguos tópicos de la ruralidad idealizada partiendo de unos pocos ejemplos del cine y la literatura más recientes.

Previamente es preciso remontarnos al periodo romántico, en el que el tópico horaciano adquiere un significado particular que hoy sigue alimentando nuestra visión de la naturaleza y de la ciudad como espacios contrapuestos que condicionan nuestras vidas. En este contexto cabe destacar el pensamiento de Rousseau, el gran filósofo francés, hijo de la Ilustración y, en cierto sentido, padre del Romanticismo. Él no buscó la bondad humana en la racionalidad que, según el ideario ilustrado, alimentaría el progreso de la civilización. No, más bien lo contrario: consideraba que la bondad podía ser amenazada por esa civilización. El progreso, en el que tanto había confiado la Ilustración, a pesar de todas sus bondades, no necesariamente hacía al hombre más bueno, sino que lo hacía más artificial, alejándolo de sus raíces, de su verdadera esencia interior “natural”. Para el filósofo, la autenticidad del ser humano, su realidad más pura, se encuentra en la bondad primigenia que anida en la ingenuidad de un niño todavía no corrompido por las imposiciones sociales de la civilización. “Todo está bien al salir de manos del autor de la naturaleza; todo degenera en manos del hombre”, declara Rousseau en la frase inicial de su Emilio o De la educación. Es bien conocida la relevancia que ha tenido en la cultura occidental de la Edad Moderna su elogio de la figura del “buen salvaje”, ese individuo ingenuo que goza de la vida sencilla en el marco de la naturaleza y que conserva la pureza de su alma pacífica porque aún no ha sucumbido a las imposiciones de una sociedad esencialmente corrupta (poder, dinero, ambición, artificiosidad, codicia, ansiedad). Cuántas veces no habremos visto reflejada esta idea en la literatura y el arte. La naturaleza queda así asociada al concepto del bien y de la belleza, idea esta que posee evidentes resonancias platónicas. Según señala la escritora y filósofa Iris Murdoch en su escrito La soberanía del bien sobre otros conceptos, la observación de la naturaleza nos acerca al bien en la medida en que nos hace olvidar nuestras ansiedades y egoísmos. Murdoch lo expresa con bellas palabras: “Entonces, de repente observo un cernícalo suspendido en el aire. En un momento todo se ha alterado. El yo obsesivo con su vanidad dolida ha desaparecido” (página 87). No obstante, muchos románticos emplearon la naturaleza como espejo de su propia alma inquieta y, en la estela de Kant, según Murdoch, tendieron a “utilizar la naturaleza como ocasión para un exaltado sentimiento del yo”. Sin embargo, para la escritora irlandesa el placer que nos proporciona la contemplación de la naturaleza se obtiene sobre todo en el olvido del yo, “en la existencia pura, alejada, independiente y sin sentido de animales, pájaros, piedras y árboles”. Paradójicamente, buscamos el sentido de la vida en el sinsentido de la naturaleza. Disfrutamos de la belleza porque es “la única cosa espiritual que amamos instintivamente” (página 88). Reconocemos en esta idea un componente místico. La naturaleza, al igual que el arte, es capaz de inspirar amor, un amor elevado que nos distancia del yo, que nos invita a la contemplación no posesiva y nos conduce a la despersonalización tan propia de la mística. Ese estado nos proporciona equilibrio interno y nos calma. Y, al mismo tiempo, nos conecta con lo universal, con los otros.

El legado de Rousseau, con todos sus precedentes e implicaciones, adquirió nueva vida en la década de 1960, cuando se inició la llamada “contracultura” entendida como la rebelión de una minoría contra los moldes represivos de la sociedad burguesa (en la política, en el estilo de vida y la vestimenta, en la moral sexual, en las artes), un movimiento que dio protagonismo a los jóvenes de la postguerra. Los hippies, con sus lemas make love, no war y su flower power fueron los que mejor honraron el legado del filósofo francés. No solo se rebelaron contra la cultura de sus padres, sino contra la cultura en sí, que consideraban había degenerado en el culto al dinero, la adicción al consumo, la alienación en el trabajo, la guerra. Como señala el filósofo neerlandés Ger Groot en su libro De geest uit de fles (El genio fuera de la botella, Lemniscaat, 2017): “En su crítica a la fe en el progreso y al culto a la tecnología, los hippies se hicieron eco de la oposición de Rousseau a una civilización que, gracias a sus propios logros y creaciones, había perdido el contacto con lo que es la vida humana: amor, autenticidad y una convivencia pacífica con la naturaleza y la tierra”.

Pero retornemos a la actualidad. Hoy se habla del fenómeno cada vez más extendido del llamado neorruralismo. El éxodo de la ciudad y la migración al campo no es nuevo, naturalmente, pero parece haberse intensificado en los últimos tiempos, particularmente a partir de la pandemia del COVID, que hizo que mucha gente se sintiera asfixiada entre los muros de sus pisos, y gracias a la posibilidad del teletrabajo. Numerosas son las causas que influyen hoy en la decisión de abandonar la ciudad: la vivienda cada vez más impagable en los masificados núcleos urbanos, la precariedad laboral, los exiguos sueldos por los que un buen número de jóvenes bien formados renuncian a su trabajo (una tendencia muy actual que se ha denominado “la gran dimisión”), la falta de espacios verdes para niños, la contaminación del aire, los ruidos, el estrés, las prisas… Además de estas situaciones, que son fundamentalmente consecuencia de los excesos del modelo capitalista, en nuestro país se da el drama de la llamada “España vaciada”, concepto que popularizó el escritor Sergio del Molino en su ensayo de gran éxito La España vacía (2016, Turner), y que se refiere a la despoblación y el abandono de la agricultura en las zonas rurales. En el cine, la laureada cineasta Carla Simón hizo un retrato bellamente poético en su película Alcarràs (2022) de la dramática desaparición del mundo rural amenazado por los progresos tecnológicos. La conciencia de la gradual desaparición de un mundo valioso y necesario para la salud y el equilibrio, junto a la cada vez más extendida conciencia ecológica de la sociedad actual, ha estimulado el deseo del retorno a las zonas rurales, a un estilo de vida más natural y sostenible, al consumo de productos orgánicos, artesanales y de proximidad. La naturaleza, cuyo equilibrio se ve amenazado por la mano del hombre –causante, en gran parte, de la llamada crisis climática–, es precisamente una de las principales preocupaciones sociales, políticas y morales de nuestro tiempo. Entroncando con la tradición cultural que hemos comentado anteriormente, la naturaleza se nos presenta como un bien supremo que hay que defender contra las amenazas de la tecnología y las grandes industrias.

Pero, ¿qué sucede cuando el bien supremo que representa la naturaleza se nos vuelve en contra? ¿Qué sucede cuando descubrimos, perplejos, que tal vez las cosas en el nuevo entorno natural no son como habíamos soñado? Toda imagen ideal tiene su cara oscura, así nos enseña la experiencia. Muchos de los llamados “urbanitas” inician con ilusión una nueva vida en pueblos o en el campo, teletrabajando desde casa o buscando nuevas maneras de ganarse la vida: negocios de turismo rural, agricultura ecológica, etcétera. Pero ¿es tan fácil el retorno a la vida de los pueblos o del campo? ¿A qué hay que renunciar? ¿Qué obstáculos se encuentra el urbanita en su camino? No siempre será un camino de rosas. Habrá quienes celebren con gran satisfacción su nueva vida en contacto con la naturaleza y otros que decidan razonablemente abandonarla. Pero puede suceder algo más, algo verdaderamente inquietante: la ilusión, el ideal, puede invertirse. La dicha del Beatus ille puede convertirse en pesadilla. El Locus amoenus, en un espacio de terror.

Tanto el cine como la literatura actuales no son ajenos a este fenómeno. Lo hemos visto en As bestas, la aclamada película de Rodrigo Sorogoyen (2022), una especie de western rural, en el que una pareja francesa de mediana edad se instala en una aldea en el interior de la Galicia más profunda para materializar su sueño de trabajar el campo y vivir en contacto con la naturaleza. La convivencia con los lugareños es conflictiva desde el principio. La tensión con los vecinos, los hermanos Anta, crece hasta que estalla en tragedia. Los personajes enfrentados poseen sus razones. Los franceses, por un lado, son los típicos neorrurales y ecologistas, de cierto estatus económico y cultural, para quienes la naturaleza es un bien que hay que proteger, razón por la cual se niegan a vender sus tierras a una empresa eólica. Los lugareños, en cambio, víctimas de siglos de atraso, ignorancia y miseria, quieren deshacerse de sus tierras porque necesitan el dinero. Este conflicto de intereses genera graves tensiones que desembocarán en violencia psicológica y física. Al mismo tiempo, la naturaleza idealizada se convierte en hostil. Curiosamente, la recién estrenada película Suro (2022), de Mikel Gurrea, muestra ciertas concomitancias con As bestas, en el sentido en el que también relata la historia de una pareja que busca construir una nueva vida en la naturaleza, en este caso en los bosques de alcornoques, y los obstáculos con los que se topa. En este caso será la relación de pareja la que estalle. La crítica la ha calificado de tensa, oscura, brutal, “un western pleno y feroz en la España vacía” (Luis Martínez, diario El Mundo, 1 de diciembre 2022).

De nuevo, el paraíso soñado convertido en infierno. Algo similar vemos en la exitosa novela de Sara Mesa Un amor (Anagrama, 2020). Nat, una joven traductora que huye de su vida anterior, se instala en un pueblo perdido, con la esperanza de recuperar la calma y trabajar con tranquilidad. Su casero y los escasos vecinos del pueblo, al principio hospitalarios, se muestran cada vez más extraños. Nat no acaba de encajar en el ambiente asfixiante del pueblo y crece la desconfianza y la hostilidad con sus vecinos. De nuevo se nos presenta el tema del rechazo de los lugareños, habitantes de un mundo cerrado y a veces opresor, al que viene de fuera y al que conciben como una especie de intruso. El pueblo se convierte en un lugar inhóspito, inquietante, antítesis de la amable imagen de la aldea que cultiva la tradición.

Hemos mencionado unos pocos ejemplos actuales de la inversión de los clásicos tópicos del Beatus ille y del Locus amoenus.  En realidad, esto no es nuevo. También en las Metamorfosis del poeta romano Ovidio (siglo I a. de C.), la naturaleza, en lugar de procurar la paz es a veces escenario de violentos encuentros. Lo llamativo es que hoy en día vuelve a adquirir un notable protagonismo esa imagen del campo o del pueblo anhelados transformados en un lugar generador de ansiedad e inquietud. Como en la más clásica estética romántica, la naturaleza se torna trasunto del “yo”. Se vuelve opresora (lluviosa, oscura en As bestas; calurosa, sofocante en Un amor) porque es reflejo del “yo” angustiado que se enfrenta a fuerzas hostiles que le acechan, que desconoce y que no controla, porque se ha internado en un mundo ajeno. Sin embargo, a pesar de todo, cabe concluir que la representación de la naturaleza como Bien anhelado que da sentido a la vida no parece cuestionarse esencialmente en los ejemplos mencionados. Simplemente, vuelve a ser reflejo del desasosiego humano. Y es que, en realidad, tal como hemos visto, el infierno no está en la naturaleza, el campo o la aldea. Ni tampoco en el ámbito de la ciudad o la corte. No, el infierno está en nosotros, en el alma desconfiada, atormentada y egoísta de los seres humanos. O como dijo Rousseau en su Emilio: “La naturaleza nunca nos engaña; somos nosotros los que nos engañamos a nosotros mismos”.

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