Hay algo inevitable que me empuja a entrar en las librerías, en cuanto me tropiezo con una. Podría no considerarse un problema grave, sino fuera porque los libros amenazan con saltar por la ventana de mi habitación en triple salto mortal en cuanto me descuido. Algunos reposan esperando su turno en la mesita de noche con el equilibrio de un funambulista, otros se agolpan en una silla con la indiferencia del que se sabe importante y aun así a pesar del desorden sigo entrando en las librerías y acumulando libros y libros, como si el verme rodeada de ellos me ayudase a sentir menos el vacío de la que se supone mi vida diaria.
Me encantan los libros, su olor, la compañía silenciosa que me proporcionan, más fiel muchas veces que la de esos amigos que solo aparecen cuando la necesidad o el interés les aprieta. A veces miro los libros del estante, los miro como si pasase revista, busco alguno que no encuentro. Nada raro. Mi librería es anárquica, no obedece a un orden lógico, los libros de Natalia Ginzburg pueden codearse con los de Tabucchi, los de cine con los de arte y los de cocina con los de fotografía. Me siento cómoda en el desorden, ese caos estudiado en el que solo yo me manejo con soltura. Lo prefiero así, detesto esas librerías ultra ordenadas, en las que todo se encuentra a la primera, alfabetizadas, y en las que los colores de los lomos cumplen junto con las cortinas, un papel importante en la decoración. Prefiero mi caos, el poder de la sorpresa, ir buscando un libro y encontrarte con otro; seguir buscando y tropezar con lo inesperado, con alguna guía de viajes o un álbum de fotos, de los que ya ni me acordaba, encontrarlo todo o no encontrar nada.
Lo peor es que no solo soy desorganizada, a veces soy hasta poco respetuosa. Me gusta cuartear los lomos, destrozar los libros de puro uso. Doblar las esquinas, y adentrarme entre sus líneas como el que atraviesa un bosque de párrafos verdes con los zapatos llenos de barro. Pero es que encima no puedo evitar empuñar el boli y subrayar, anotar en los márgenes, un dialogo a escondidas con los autores, que me lleva con el tiempo a sonrojarme al darme cuenta que he quedado demasiado expuesta a las miradas de otros con comentarios que debería haber callado. Porque sí, algún disgusto he tenido también, en este sentido. Ese no poder decir que no cuando me han pedido prestado alguno de esos libros, deshacerme en mil excusas, para ver al final como tu libro y tu pudor vuela sin remedio a otras manos, a otras librerías, a otro mundo, las más de las veces para no volver.
Hasta que no leí el libro de Marchamalo “Los reinos de papel”, no supe que mi problema se llama libropatía y afecta a muchos escritores. Casi todos presumen como yo, de no poder vivir sin libros, hablan de sus manías, se quejan de los libros que han perdido en mudanzas, en inundaciones, los que por culpa de alguna gotera se han estropeado. Algunos hasta admiten tenerlos repartidos en varios pisos, incluido el piso de su ex. Otros, de tenerlos en cajas. Una vez llegué a contar hasta cuatro cajas de libros en la casa de un amigo. La mitad de ellos me los terminó regalando, son los que ahora están en una caja en el fondo de mi armario. Y es que lo que para mí es un sueño, recibir como obsequio montañas de libros, se convierte muchas veces en un problema al no saber cómo gestionar el espacio donde guardarlos. Difícil tarea, cuando acostumbrada a verlos día tras día te has encariñado de ellos y la sola idea de regalarlos te hace sentir como el que se desprende de sus zapatos favoritos porque no le caben en el armario. Yo no puedo, ni desprenderme de mis zapatos ni de mis libros. Necesito tenerlos ahí, contemplarlos, devorarlos, sentirlos cerca aunque sea en el fondo de un armario. Y así me va… Dentro de poco, libros y zapatos saldrán por la ventana y después yo, no he decidido todavía en qué orden. Mientras tanto, ¿quién se resiste a la llamada y al olor de los libros? Yo no.
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Foto: Biblioteca de Karl Lagerfeld