No hay ruina más bella que la utopía abandonada. Las utopías nacen para ser perfectas, concluyentes y definitivas, es decir, para anular la Historia. Por eso es imprescindible su fracaso. El pensamiento utópico es consustancial con el hombre occidental, al que siempre ha proporcionado más consuelo que alternativas para la acción. Mejor, porque la utopía puede ser estimulante y balsámica como sueño, pero como proyecto es intolerante, radical y reaccionaria.
En cuanto género literario, la utopía habla poco de individuos y mucho de ciudades y edificios. Por eso la arquitectura y sus demiurgos –los arquitectos–, han encontrado en ella inspiración y coartadas para sus delirios de grandeza. Sobre las relaciones entre literatura utópica y arquitectura reflexiona la exposición Arquitectura Escrita, que pueden visitar en el Círculo de Bellas Artes de Madrid hasta el 16 de mayo, con un magnífico catálogo absolutamente recomendable. Como complemento se ha celebrado esta semana el congreso Ciudad, Arquitectura y Utopía. En él han participado historiadores, filósofos, antropólogos y arquitectos. Tras dos jornadas de análisis históricos por parte de Raymond Trousson, Juan Calatrava, Delfín Rodríguez o Félix Duque, en la tercera sesión aparecieron los interrogantes actuales: ¿Qué ha sido de la utopía? ¿Cómo se imagina hoy? ¿Para qué la necesitamos? ¿Quiénes la construyen? ¿Cómo se combate? Sobre ello hablaron Carlos García Vázquez y Manuel Delgado.
El Cinturón del Sol es el conjunto de estados norteamericanos situados por debajo del paralelo 37, desde California a Florida. Allí se concentra un enorme desarrollo de conjuntos residenciales que nacen con planteamientos utópicos. Comunidades privadas, seguras, autosuficientes, con sus propias leyes y una pavorosa y sectaria coherencia ideológica y estética que pretende combatir el creciente sentimiento de desarraigo de una sociedad estadounidense cada vez más repleta de newcomers o recién llegados. García Vázquez ha estudiado bien estas pequeñas e inquietantes ciudades anti-urbanas, reductos cerrados del neo-conservadurismo más pudiente que pretenden revivir modelos de la América preindustrial, como Kentlands, Seaside o Celebration, la ciudad promovida por Disney en Florida. A ellas se unen también las Retirement New Towns, exclusivas comunidades residenciales para ancianos ricos, basadas en el ocio saludable como forma de vida y en la exclusión de todo lo que pueda alterar su artificial, costoso y aislado bienestar.
Pendientes de su perfección como sistema, las utopías suelen olvidarse del individuo, cuya identidad queda difuminada tras el geométrico velo de la armonía colectiva. De entre todas las ponencias del congreso, me quedo con la intervención efervescente y luminosa de Manuel Delgado y su apasionada y apasionante reivindicación de Babel, la madre de todas las antiutopías utópicas, proyecto colectivo al que Dios castigó por proponer la autonomía, la integración y la diversidad sostenible. Frente a la temible y matemática perfección de las ciudades ideales y su peligrosa vocación de eternidad, Delgado defiende las ciudades rameras: Babilonia, Roma, ciudades vivas, frágiles, intensas, finitas, ciudades de conflicto, ciudades del azar y la sorpresa, ciudades hechas ante todo por los individuos que las habitan. Babel supone el primer gran intento comunitario del hombre de construirse una identidad al margen de Dios. Babel es la mezcla, la acción, el movimiento. Si, como dice Clément Rosset, la única identidad verdadera es la identidad social –el yo que te otorgan los demás–, Babel es la única utopía posible y hoy se construye en internet. ¿Cuántos amigos tengo? ¿Quién me sigue? ¿Cuántas visitas recibo? ¿Quién escribe en mi muro? ¿A cuántos grupos pertenezco? Nadie sabe quién soy, no sé quién eres.