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Releyendo a Anna Politkóvskaya

Anna Politkóvskaya tendría hoy 66 años, pero lleva unos dieciocho muerta. La periodista rusa, redactora del diario independiente Novaya Gazeta, era conocida en el país y en el resto del mundo por sus reportajes sobre la guerra en Chechenia y sus críticas sin concesiones al régimen de Vladimir Putin. Fue asesinada a tiros en octubre de 2006 en su domicilio en Moscú. Se trató de un asesinato por encargo, pero los instigadores del asesinato nunca han llegado a identificarse. Por entonces, el régimen no había ordenado aún la invasión de Ucrania, pero los asesinatos de periodistas y figuras críticos con el poder ya formaban parte del paisaje: Politkóvskaya, que ya había sido torturada por los servicios de seguridad rusos (el FSB, antigua KGB), y amenazada de muerte por el hombre fuerte de Putin en Chechenia, Ramzan Kadyrov, era la tercera periodista de Novaya Gazeta asesinada durante el mandato de Putin (junto con Igor Domnikov, asesinado en 2000, y Yury Shchekochikhin, en 2003). Poco antes de morir, había concluido su último ensayo, que se publicó en España con el nombre de Diario ruso (Debate, 2007), que recoge las impresiones diarias de la periodista entre diciembre de 2003 y agosto de 2006, y que se cierra con una breve reflexión premonitoriamente titulada “¿Tengo miedo?”.

La tercera parte del libro agrupa las anotaciones de la primera mitad de 2005, y se titula “Tras Ucrania y Kirguizistán, ¿llegará nuestro momento?”. En Ucrania, se refiere a la llamada “revuelta naranja”, cívica y democrática, de finales de 2004 en Ucrania, que puso fin al régimen autoritario post-soviético al abortar su tentativa de falsificación electoral. Las autoridades se verían obligadas a anular los resultados y celebrar unas elecciones libres, en las que la coalición democrática, dirigida por Viktor Yushchenko y Yulia Tymoshenko, se impuso al delfín del Leonid Kuchma —aliado de Vladimir Putin, que también adoptó a su sucesor— Viktor Yanukovych. Yanukovych se impondría más tarde, en las elecciones presidenciales posteriores de 2010, ante la desintegración de la coalición democrática ‘naranja’, y gobernaría normalmente hasta el estallido de la revuelta europeísta del Maïdan en 2014, indirectamente causado por el veto del Kremlin al acercamiento del gobierno ucraniano a la Unión Europea. Empezaría entonces una guerra de baja intensidad en el este de Ucrania, con la anexión rusa de la península de Crimea y con la ‘insurrección’ de los separatistas (apoyados por el Kremlin) en las regiones de Donetsk y Lugansk, que en 2022 se transformaría en invasión abierta de Ucrania por parte de tropas regulares de la Federación Rusa. El resto es sabido.

Kirguizistán

El episodio de Kirguizistán es menos conocido, pero sigue un patrón similar. El pequeño país centroasiático (menos de 7 millones de habitantes) declaró (o más bien asumió, como la mayoría de las repúblicas ex-soviéticas) su independencia en 1991, tras la disolución de la URSS decidida por los presidentes soviéticos de Rusia, Ucrania y Bielorrusia en el Tratado de Belavezha. La nueva república ‘soberana’ continuó, sin embargo, bajo el control de la vieja nomenklatura soviética (el presidente que declaró la ‘independencia’ y se mantuvo en el poder durante más de diez años, Askar Akayev, había sido nombrado por el Soviet Supremo de la URSS, del cual era miembro), y sujeto a una fuerte dependencia económica rusa (más bien, del gobierno ruso). Así permaneció hasta el estallido de la llamada ‘revuelta de los tulipanes’ de 2005, contra la deriva autoritaria y corrupta de la Administración Akayev, y en particular contra sus intentos de perpetuar una dinastía al frente del gobierno kirguizo.

El 27 de febrero de 2005, Politkóvskaya hace la siguiente anotación en su diario: “Durante todo el mes de febrero, los medios oficiales rusos se han dedicado a intentar demostrar que una revolución democrática en Kirguizistán era absolutamente imposible. (..) El único problema que nuestros medios de comunicación admiten, es que el pueblo [kirguizo] es demasiado timorato como para aprovechar todas las oportunidades de enriquecimiento que les ofrece su buen dirigente [Akayev]. Vamos, que si las cosas van mal, será culpa del pueblo. Conclusión: si se produce una revolución, será por culpa de elementos criminales que derrocarán a Akayev por la fuerza. Esta versión, cuando menos sesgada, de la realidad kirguiza se explica fácilmente: Akayev es fiel al Kremlin, y su caída sería un duro golpe para el equipo en el poder en Moscú. En consecuencia, nuestros medios de comunicación hacen todo lo posible para presentar a los adversarios del hombre fuerte de Bishkek [Akayev] como una banda de forajidos…”. En una coda escrita posteriormente, completa la perspectiva: “La falsificación del escrutinio del 27 de febrero suscitará la cólera de la población y marcará el final del reinado de Akayev: unas semanas más tarde, huirá a Moscú, donde el gobierno le cederá una dacha. En abril, el jefe de la oposición, Kourmanbeck Bakiev, será triunfalmente elegido presidente (..). Rusia será la única en maldecir el nuevo poder de Bichkek, pero acabará por resignarse a reconocerlo”. La llamada “revolución de los tulipanes” no supuso un punto final a la inestabilidad del país: los equilibrios regionales en Asia Central siguen siendo delicados y las complejas relaciones de fuerza en el seno de la sociedad y el poder kirguizo, en la que la influencia rusa sigue siendo considerable, han seguido evolucionando de forma más o menos convulsa, como ilustran los posteriores estallidos de crisis entre gobierno y oposiciones (en 2010 y en 2020), entre distintos grupos étnicos (al sur del país, también en 2010), o de acceso a recursos (como el agua, en la base de los conflictos inter-fronterizos con Tayikistán en 2021 y 2022).

Georgia

La primera revolución kirguiza se produjo en 2005. A más de dos mil kilómetros de Kirguizistán, un par de años antes, en Georgia (4 millones de habitantes), el presidente Edvard Shevardnadze se había visto obligado a dimitir ante la presión de la revuelta popular ‘de las rosas’ (la primera de las llamadas ‘revoluciones de color’ que sacudieron la periferia del espacio post-soviético en los años 2000); la manipulación electoral en las elecciones legislativas de 2003 fue la gota que colmó el vaso de un mandato marcado por la corrupción y el nepotismo de la nomenklatura soviética que permanecía a los mandos del país caucásico. Shevardnadze, histórico máximo dirigente de los comunistas georgianos (1972-1985) y último ministro de Asuntos Exteriores de la URSS (1985-1990), había seguido siendo el hombre fuerte de país tras el colapso soviético, primero como presidente del primer Parlamento ‘soberano’ (1992-1995) y después como presidente (1995-2003) de la nueva república. No era ni un halcón soviético ni un furibundo antioccidental, sino más bien todo lo contrario: como máximo responsable de la diplomacia soviética, fue uno de los principales aliados reformistas de Gorbachov, uno de los arquitectos de la ‘perestroika’ y uno de los artífices de la reunificación alemana; tras el fin de la Unión, Shevardnadze estrechó sus lazos con Occidente y solicitó ya en 2002 la adhesión de Georgia a la OTAN. Una trayectoria saludada y respetada en Occidente que no le impidió sucumbir, en su país, al hartazgo popular con una Administración corrupta osificada durante treinta años, de matriz soviética pero capaz de sobrevivir a la propia desaparición de la URSS. 

El Kremlin, ya entonces dirigido por Vladimir Putin, pareció en 2003 ‘resignarse’ a la caída de Shevardnadze y a su sustitución por el líder opositor (y antiguo ministro de Shevardnadze) Mijeil Saakashvili, que siguió a lo largo de su mandato una línea resueltamente pro-occidental y pro-europea, en particular reiterando el interés del país por ingresar en la OTAN; pero las relaciones entre ambos regímenes se deterioraron, sobre todo a través de las regiones separatistas de Abjazia y Osetia del Sur en Georgia, protegidas y apoyadas por el Kremlin. En marzo de 2008, las autoridades pro-rusas de Osetia del Sur ‘solicitaron’ su adhesión a la Federación Rusa. En agosto de 2008, el gobierno ruso acusó al gobierno georgiano de “genocidio” y “agresión contra Osetia del Sur” y lanzó una invasión del país por tierra, mar y aire. (Una secuencia que recuerda a la que siguió unos años más tarde el Kremlin respecto a las regiones separatistas de Donetsk y Lugansk, en Ucrania.) La guerra, que se prolongó durante algo más de dos semanas ante la indiferencia occidental, provocó centenares de muertos y el desplazamiento forzoso de cientos de miles de personas; Rusia ‘reconoció’ oficialmente la independencia de las dos regiones separatistas y mantiene bases militares y tropas de ocupación en ellas, sobre las que el gobierno de Tbilisi no ejerce autoridad.

Georgia aceleró su proceso de integración europea tras el conflicto con Rusia, con el apoyo muy mayoritario de su población y de su clase política. Miembro de la Asociación Oriental de la UE desde su fundación en 2009, el país caucásico se convirtió en Estado asociado de la UE en 2016. Georgia solicitó en 2022 su adhesión a la Unión Europea, y obtuvo su estatus de “país candidato” en diciembre de 2023. Una orientación atlántica y europea, compartida entre Gobierno y oposición, que no evita fuertes divisiones sobre el modelo político y la relación que mantener con el vecino ruso: el rechazo de las fuerzas gubernamentales a implicarse en el conflicto ucraniano, así como sus repetidos intentos de aprobar legislación anti-disidentes (la llamada “ley rusa”, similar a la regulación del Kremlin para combatir a los grupos pro-democráticos con apoyo en el exterior, que está provocando fuertes protestas entre la oposición más pro-europeísta), muestra que los equilibrios políticos en el pequeño país caucásico siguen siendo frágiles.

Moldavia

Osetia del Sur y Abjazia no son los únicos territorios post-soviéticos ocupados militarmente por la Federación Rusa, fuera de las fronteras internacionalmente acordadas tras la disolución de la Unión Soviética. Moldavia, pequeño país (de 2,5 millones de habitantes) mayoritariamente rumanófono, que hace frontera con Ucrania y Rumanía (hoy miembro de la UE), declaró o asumió su independencia de la URSS en 1991. En uno de esas reacciones en cadena habituales en las dinámicas secesionistas, una parte de la antigua república soviética moldava había proclamado su independencia de Moldavia y su lealtad a Moscú un año antes: la región de Transnistria, de poco más de medio millón de habitantes, oficialmente “República Moldava Pridnestroviana”. El enfrentamiento armado entre las fuerzas moldavas y las transnistrias, apoyadas estas últimas por las tropas rusas, se prolongó desde noviembre de 1990 hasta verano de 1992, y ha permanecido suspendido (mediante un alto el fuego) desde entonces. 

Políticamente, el país está dividido entre una importante corriente rusófila y euroescéptica (o al menos, eurotibia), que incluye a comunistas (tradicionalistas, de influencia decreciente pero aún considerable), nacional-populistas y agrarios; y una corriente de orientación más europeísta, en la que se incluyen partidos de izquierda (socialdemócratas), centro y derecha (liberales, liberal-conservadores). En los últimos treinta años, el país ha conocido varios momentos de alternancia pacífica (con la excepción de 2009) entre ambas corrientes: es el único país post-soviético en el que el partido comunista ha gobernado democráticamente —es decir, ganando elecciones y respetando el régimen multipartidista— tras el colapso de la URSS. Desde las últimas elecciones parlamentarias en 2021, validadas tanto por la OSCE como por la CEI, el Parlamento cuenta con una amplia mayoría del Partido de Acción y Solidaridad (PAS, europeísta); y el país está dirigido por Natalia Gavrilita (primera ministra) y Maia Sandu (presidenta de la República).

La invasión rusa del este de Ucrania ha agravado el riesgo de escalada de “conflicto congelado” en la región separatista de Transnistria; pese a ello (o por eso mismo), Moldavia ha multiplicado desde su independencia las iniciativas de acercamiento a mundo europeo y atlántico, también durante las épocas de gobierno comunista y agrario. Moldavia es miembro del programa “Partnership for Peace” de la OTAN desde 1994 (bajo el gobierno del Partido Agrario); participó en la cumbre fundadora de la Asociación Oriental que reúne la UE con los países de su vecindario ex-soviético (en mayo de 2009, en medio de un bloqueo institucional y sospechas de manipulación electoral, que llevó a la repetición de elecciones); se convirtió en “Estado asociado de la Unión” en 2014 (bajo la presidencia de Nicolae Timofti, comunista; y el gobierno de Iurie Leanca, centro-derecha europeísta), y se convirtió oficialmente en país candidato a la adhesión a la Unión Europea en 2022 (bajo el actual gobierno europeísta), cuando la invasión rusa en Ucrania ya había comenzado.

Bielorrusia

En otras partes de la antigua Unión Soviética, el régimen ruso ha tenido más éxito a la hora de mantener vivos a sus gobiernos aliados. Es el caso, sobre todo, de Bielorrusia (10 millones de habitantes), país de Europa oriental situado entre la Unión Europea (Polonia, Lituania y Letonia), Ucrania y Rusia, con el que Rusia forma desde 1999 la confederación llamada Estado de Unión (Союзное государство) o Unión Estatal de Rusia y Bielorrusia. Fuertemente subvencionada por su vecino ruso, Bielorrusia está presidida desde 1994 por Aleksandar Lukashenko, cuya deriva autoritaria desde que llegó al poder (que ha incluido concentración de poderes en la presidencia, persecución y hostigamiento a las oposiciones, manipulación de los resultados de plebiscitos y elecciones, que son regularmente denunciadas como no-libres por los organismos internacionales) le ha llevado a ser considerado “el último dictador de Europa”, y a Bielorrusia a ser expulsada de organismos como el Consejo de Europa. Las protestas populares contra su régimen en verano 2020, tras la enésima manipulación de las elecciones presidenciales, con cientos de miles de manifestantes en la calle para exigir nuevas elecciones, fueron duramente sofocadas por el gobierno bielorruso, que contó con el inestimable apoyo del Kremlin —económico, policial y militar— para apuntalar a Lukashenko y reprimir a la oposición bielorrusa. El alejamiento subsiguiente de la Unión Europea (que ha impuesto sanciones económicas al régimen, acoge a las principales figuras de la oposición democrática, como Svetlana Tijanóvskaya, exiliada en Lituania, y presta un apoyo económico creciente a las organizaciones de la sociedad civil) se concretó en la retirada (suspensión) de Bielorrusia de la Asociación Oriental con la UE, en junio de 2021.

Kazajistán

El Kremlin ha salido también recientemente al rescate del régimen kazajo y de su hombre fuerte, Nursultan Nazarbayev. Kazajistán es un enorme país centroasiático (2,7 millones de km2, más de 5 veces la extensión de España), escasamente poblado (unos 20 millones de persones, menos de la mitad de España) pero de gran importancia estratégica, fronterizo con Rusia y China, dotado de grandes reservas energéticas (petróleo y gas) y de metales estratégicos (uranio, oro, cobre), entre otros. Como Shevardnadze en Georgia, Nazarbayev era un alto jerarca comunista, aliado de Mijaíl Gorbachov y Boris Yeltsin: el hombre fuerte del país, como máximo dirigente del partido comunista kazajo y presidente del Soviet supremo de Kazajistán, en el momento de la disolución de la URSS. Se convirtió también en el primer presidente del Kazajistán post-soviético, tras unas elecciones en las que no concurrió ningún otro candidato. Estrecho aliado del Kremlin, permaneció en la Presidencia de la República hasta 2019, cuando las protestas contra el régimen le obligaron a dimitir; pero se mantuvo al frente del partido gubernamental y conservó importantes atributos de poder (como la presidencia “vitalicia” del influyente Consejo de Seguridad y la presencia en el Consejo Constitucional).

Pese a las concesiones, el régimen kazajo se enfrentó a nuevas protestas a principios de 2022, originalmente motivadas por el abrupto aumento de precios de la energía, pero que rápidamente adoptaron reivindicaciones pro-democráticas y contra la corrupción y el autoritarismo del régimen. A mediados de enero, más de doscientas personas habían muerto durante las revueltas, con el gobierno ordenando a la policía que disparara contra la multitud sin avisar. El régimen requirió —y obtuvo— el despliegue de tropas (3800 soldados) de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) liderada por Rusia e integrada por otros países post-soviéticos, para hacer frente a las protestas; la intervención de Rusia y sus aliados contribuyó a estabilizar la situación y apuntalar al gobierno.

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Por nuestra libertad y la vuestra

Llego unos veinte minutos tarde al cine Le Brady, en el distrito X de París, pero la proyección aún no ha comenzado. La sala está repleta, la edad media del público es elevada. Al lado de la pantalla, un corpulento anciano con barba cana lee gravemente un discurso al auditorio: más tarde comprenderé que se trata del embajador de la República checa en Francia. Intervendrá también más adelante, después de la proyección, su homólogo eslovaco, que se excusará por la tardanza en llegar a la sala (el tráfico en la ciudad…) y manifestará, en un francés que me resulta sorprendentemente vacilante para un diplomático destinado a París, su acuerdo total con lo dicho por su “très cher collègue” checo, pese a admitir, entre risas cómplices, que no ha podido escucharlo.

La sala acoge una proyección excepcional del documental “Follement dissident”,  producido por Ksenia y Kirill Sajarnov en 2023, sobre la figura del disidente soviético Viktor Fainberg. Fainberg, judío soviético (ucraniano) nacido en Jarkov, residía en Moscú y tenía 26 años en 1968, cuando los tanques soviéticos entraron en Praga y sofocaron el movimiento reformista checoslovaco. Junto con siete otros demócratas soviéticos, tanto rusos como ucranianos (Larissa Bogoraz, Konstantin Babitsky, Vadim Delaunay, Vladimir Dremliuga, Pavel Litvinov, Natalia Gorbanevskaya, y Tatiana Baeva), se concentró en Lobnoye mesto, en la Plaza Roja, a dos pasos del Kremlin, en protesta contra la invasión soviética y en solidaridad con el pueblo checoslovaco. Con una pancarta que recoge el grito federador de todos los disidentes: “Por nuestra libertad y la vuestra” (za nashu i vashu sbovodu, за нашу и вашу свободу). De los ocho manifestantes, siete fueron detenidos por el KGB; Fainberg fue recluido en establecimientos psiquiátricos durante más de cinco años. Al término de su encarcelamiento, el combate contra la “psiquiatría punitiva” y por los derechos humanos estarían en la base de su compromiso político. Fainberg se exilió en Inglaterra, después en Francia, y posteriormente en Israel: allí falleció el año pasado, a los 91 años.

La sesión ha sido organizada por Memorial-France, la rama francesa de la asociación rusa « Memorial International », dedicada a la investigación, documentación y difusión de crímenes contra la Humanidad en la Unión Soviética, especialmente durante le época estalinista. Memorial (que agrupaba a la “Asociación internacional histórica y educativa, caritativa y de defensa de los Derechos Humanos « Memorial »” y al Centro de Derechos Humanos « Memorial » de Moscú), es una verdadera red de activistas (los memorialsty) en defensa de los derechos humanos surgida en los años ochenta, en plena perestroika, presente en numerosas regiones de Rusia y de otros países ex-soviéticos y europeos. Formalmente registrada como organización en Moscú en 1992, fue dirigida desde su fundación por el disidente y represaliado soviético, y premio Nobel de Física, Andréi Sájarov. 

Memorial fue una de las principales víctimas de la legislación rusa “sobre agentes extranjeros”, que desde 2012 obliga a cualquier organización que reciba apoyo desde algún país extranjero a inscribirse como “agente extranjero”, y las deja sujetas a restricciones, controles y exigencias administrativas suplementarias. Progresivamente, el Kremlin ha ido estrechando el cerco de restricciones a las organizaciones en su punto de mira, y extendiendo el alcance de esta legislación hasta incluir —y ahogar— a toda clase de movimientos independientes, ya sean fuerzas democráticas u opositores, medios críticos, asociaciones de derechos civiles, defensa de las minorías o de lucha contra la corrupción — movimientos y ONGs que, privados de todo apoyo gubernamental ruso, tienen que apoyarse en la solidaridad internacional para mantener o difundir sus actividades. Señalada como “agente extranjero” en 2016, Memorial fue oficialmente disuelta, a petición de la Fiscalía, por el Tribunal Supremo ruso en diciembre de 2021.

Esta legislación anti-disidentes, que se empleó para cerrar —entre otros— la ONG más antigua y más organizada en defensa de los derechos humanos en Rusia, es la que inspira el proyecto de ley del gobierno georgiano en el origen de la última crisis política en el país caucásico (cf. más arriba). Los repetidos intentos gubernamentales (del partido “Sueño Georgiano” ქართული ოცნება, que por otro lado mantiene su orientación atlantista y europeísta, al menos sobre el papel) de aprobar una ley similar ha causado protestas de la UE, pero sobre todo están generando resistencias entre la sociedad civil independiente (no gubernamental) y las oposiciones democráticas del país, que se oponen a la importación de la “ley rusa” blandiendo la bandera azul estrellada y en nombre, justamente, de los valores de la Unión Europea: la libertad de prensa, información y asociación, la solidaridad internacional —el derecho a buscar apoyo a sus combates allí donde puedan prestárselo— y la libre circulación y discusión de ideas. Putin y todos los aprendices de autócratas tienen razón al intentar limitar, dificultar, obstaculizar esta circulación, y el documental de Memorial da una pista de por qué: los tanques soviéticos aplastando la primavera de Praga llevaron a ocho soviéticos a manifestarse en el centro de Moscú, cuando la circulación de las noticias era mucho más difícil que ahora. Como en la metáfora de Lorenz, quién sabe las consecuencias que puede desencadenar el vuelo de una mariposa, incluso a miles de kilómetros de su aleteo. Pero, por lo mismo, el documental también muestra los límites de esas tentativas: ni un régimen soviético aún más hermético que la Rusia de Putin, y desde luego que la Georgia actual, pudo evitar la expresión de solidaridad con los demócratas checoslovacos en el corazón mismo del poder del Kremlin, que sigue inspirando a los demócratas y los resistentes de todo el mundo (también de la antigua URSS) casi cuarenta años después.

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“Hoy, en abril de 2004, (..) como en la época de Brejnev [líder soviético y secretario general del PCUS entre 1964 y 1982], Occidente apoya la ‘estabilidad’, aunque ello le lleve a apartar la mirada de su verdadera naturaleza…” (5 de abril de 2004)

«En cuanto a Occidente, no se puede contar con él: se limita a reaccionar con extrema tibieza a las ‘recetas antiterroristas’ de Putin. Para Occidente, Rusia es el vodka, el caviar, el gas, el petróleo, los osos, la ‘misteriosa alma eslava’… No somos más que un amasijo de clichés. Más allá de esos estereotipos, a Occidente no le inquieta lo que ocurra en ‘la sexta parte de las tierras emergidas del planeta’.» (26 de octubre de 2004)

“Bush [hijo] y Putin se reúnen en Bratislava [Eslovaquia]; todo el mundo espera con impaciencia para saber qué dirá el presidente norteamericano a nuestro bienamado líder (..). Pero Bush se ha guardado de proferir la menor crítica hacia su aliado [Putin]. Su amistad petrolera cuenta mucho más que todos los atentados contra la democracia. Este episodio muestra, de nuevo, que no cabe esperar de los occidentales que nos ayuden a restaurar nuestras libertades democráticas…” (24 de febrero de 2005)

“Pero los europeos, como los norteamericanos, no quieren saber nada de lo que Putin hace en el interior [de Rusia]. Prefieren mantener la leyenda del ‘hombre que pone orden en un país que lo pedía a gritos’.” (24 de febrero de 2005)

“El pueblo ha sido privado en la práctica de elecciones libres. No ha habido protestas. Sólo los defensores de los derechos humanos han intentado atraer la atención del Consejo de Europa y de los líderes occidentales sobre el hecho de que el sistema electoral ruso no puede ya considerarse democrático. Pero Occidente se encoge de hombros: si el pueblo ruso no ha protestado, es que no tiene nada contra una evolución en ese sentido…” (Coda a la nota del 1 de junio de 2005)

Una parte del pacifismo ‘occidental’ descarga sobre los hombros de ‘Occidente’  la responsabilidad de la actual escalada bélica en Ucrania, al haber puesto al régimen de Putin en una situación sin más salida que la que ha acabado produciéndose: la invasión de un Estado soberano vecino. Desde Moscú, Politkóvskaya tiene un reproche distinto sobre la actitud de Occidente respecto a Putin: no le acusa (nos acusa) de antagonismo, sino de connivencia.

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“Si la revolución empieza un día, vendrá de la periferia”
(A. P., 27 de marzo de 2005)

En su anotación del 13 de julio de 2005, Politkóvskaya da cuenta de un movimiento contestatario en Ulyanovsk (600000 habitantes), ciudad sobre el río Volga a 700 km al este de Moscú: se trata del movimiento Oborona (Оборона, “Defensa”), que describe como “una versión local, y en modelo reducido, de los ucranianos de Pora”. El comentario se completa con una nota al pie: “La palabra Pora significa ‘Es tiempo’ en ucraniano. Es el nombre escogido, el 18 de abril de 2004, del movimiento estudiantil que jugó un papel clave, unos meses más tarde, en la ‘revolución naranja’. Pora [Пора! en cirílico] está largamente inspirado en los movimientos juveniles serbios (Otpor! [Отпор!, en cirílico; “Resistencia”]) y georgiano (Kmara [კმარა en alfabeto georgiano, “Basta”]) que habían, respectivamente en 2000 y en 2003, contribuido a derrocar los regímenes de Slobodan Milošević en Belgrado y de Edvard Shevardnadze en Tblisi. Por otro lado, en invierno de 2004, los ‘artesanos de revoluciones’ serbios y georgianos se desplazaron a Kiev para apoyar y guiar a sus homólogos ucranianos [de Pora]”.

El comentario pone el acento en dos aspectos que suelen pasar desapercibidos en muchos análisis occidentales sobre los procesos políticos en el antiguo espacio soviético.

El primero —el más obvio— es que los movimientos de oposición democrática y resistencia en la antigua periferia de la URSS (Georgia, Ucrania; en otra medida, Serbia) se coordinan, se apoyan y se siguen entre sí. En parte, porque los reflejos autoritarios y los regímenes post-soviéticos a los que se enfrentan también están conectados, y por tanto presentan amenazas y emplean estrategias similares. Están conectados entre sí y con el régimen ruso, no solo por la herencia compartida, sino por la dependencia que los países de la periferia soviética experimentan a todos los niveles (económico, infraestructural, securitario, cultural) respecto al antiguo centro, y que éste intenta preservar y estrechar a través de distintos mecanismos de integración política, económica y militar (la Unión Estatal de Rusia y Bielorrusia, la Unión Económica Euroasiática, la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva): son los resultados de la estrategia imperial rusa de “obligar a ser amigo” (prinuzhdenie k druzhbe) a los regímenes políticos de su entorno más inmediato (Milosevich, 2021). A la alianza de aparatos político-económicos autoritarios que intenta forjar el Kremlin en su antiguo “patio trasero”, se le opone orgánicamente una frágil Internacional de resistencias, una red internacional informal de oposiciones civiles, estudiantiles (en muchas ocasiones), políticas y democráticas en los distintos países ex-periféricos.

El segundo aspecto es que los progresos que las fuerzas democráticas consiguen en cualquiera de estos países ex-periféricos, los avances que consiguen en los trabajosos procesos de modernización política, social y económica —que en muchas ocasiones tienen que ver con su acercamiento a la Unión Europea y a sus instituciones—, son seguidos con atención, inquietud y esperanza por los sectores afines no sólo en las demás periferias, sino también en las muy debilitadas oposiciones democráticas y liberales en Rusia. Pese a estar atravesada desde hace más de treinta años por fronteras políticas y estatales, trazadas en su mayor parte por decisores soviéticos, la antigua Eurasia soviética y comunista es un espacio fluido de afinidades culturales, sociales, familiares y lingüísticas, reforzado, entre otros factores, por la cercanía entre lenguas eslavas, por la difusión de la cultura ortodoxa, por el prestigio y el conocimiento (decreciente, pero significativo) de la lengua rusa en todo el espacio, y por vínculos humanos y familiares engendrados durante los intensos intercambios políticos y circulaciones de población durante los ochenta años de existencia de la Unión Soviética, y los casi cincuenta de bloque oriental. Por ese espacio informal que conecta a las sociedades ex-soviéticas circulan ideas, expectativas, estrategias, aspiraciones y frustraciones, en particular de poblaciones sometidas a parecidos colapsos institucionales y parecidas tentaciones y reflejos autocráticos tras la desintegración de la URSS, y a similares fenómenos de corrupción, empobrecimiento o incertidumbre económica, arbitrariedad, autoritarismo y represión por parte de los regímenes sucesores. Es un espacio fluido porque tanto las opiniones públicas como los aparatos del Estado están pendientes de lo que ocurre en cualquiera de sus partes, ya sea para inspirarse, ya sea para protegerse. Y en ese espacio fluido, la beligerancia contra los movimientos democráticos en el extranjero es un imperativo para asegurar la estabilidad interior de la autocracia rusa: las referencias de Putin a la “amenaza existencial” que supone la existencia de fuerzas democráticas en Ucrania (o en Georgia, o en otros territorios de la antigua esfera de influencia rusa), cabe entenderlas… no respecto a Rusia, pero sí respecto a su régimen político.

Así, la mera posibilidad de una revolución democrática en Kirguizistán (y después, su éxito) da ánimos a los deprimidos opositores democráticos rusos que no se han sometido al Kremlin (la propia periodista Politkóvskaya, el pequeño movimiento Oborona de Ulyanovsk). Los líderes estudiantiles ucranianos de Pora reciben el apoyo de sus correligionarios serbios de Otpor!, que consiguieron derrotar en las urnas —y derrocar en las calles— a Slobodan Milošević, que había logrado la proeza de pasar del comunismo yugoslavo al nacionalismo serbio (como otros han pasado del comunismo soviético al imperialismo conservador paneslavista) sin perder el control de los aparatos políticos y de seguridad del Estado, a costa de la sangrienta desintegración de la federación balcánica. 

Los riesgos de tales contactos y colaboraciones entre oposiciones no pasan desapercibidos para cualquier poder autoritario — en particular, para el Kremlin. “El poder ha tomado conciencia del peligro”, confirma Politkóvskaya el 19 de enero de 2005. Comentando las (débiles) protestas rusas contra el proyecto de “monetizar” una parte de las ayudas sociales (reemplazar algunas ventajas para categorías especialmente vulnerables de la población —jubilados, veteranos, inválidos—, como la gratuidad de la energía o el transporte, por una indemnización económica de menor cuantía, y el pago completo de los servicios correspondientes), un conflicto de estricto carácter interno, Politkóvskaya no se hace ilusiones, pero explica: “Al llegar noticias de varios casos de desobediencia (policías que se negaban a cargar contra manifestantes), el Kremlin ha hecho rápidamente el paralelo con Ucrania, donde el abandono del régimen por parte de las fuerzas del orden [en 2004] marcó el punto de inflexión de la ‘revolución naranja’”. Aquí la coda posterior es amarga: “La esperanza de ver por fin una verdadera movilización colectiva no durará. (..) Asustado, el gobierno hará algunas correcciones a su política social y aumentará ligeramente los montantes de las compensaciones. No hará falta más para que el pueblo (..) regrese dócilmente a casa…”. 

Algunas batallas se dan en las calles, otras se dan en los medios: el control de la información en un país, inherente a todo régimen de ambiciones autoritarias, es más difícil cuando la población del país tiene acceso a canales de comunicación (televisiones, prensa, medios digitales), en su lengua —o en lenguas muy cercanas—, situados en el extranjero, y por tanto no sujetos a la censura gubernamental. Esto es especialmente relevante entre países lingüística y culturalmente cercanos, como es el caso de Ucrania y Rusia. Los diarios de Politkóvskaya ofrecen un botón de muestra. En su anotación del 10 de julio de 2005, la periodista da cuenta de la clausura de dos programas de análisis y debate en NTV, un canal privado ruso de televisión creado en 1993, de vocación independiente, pero que tras el ascenso de Putin pasó bajo control de la empresa estatal Gazprom, en 2001. La supresión del talk-show “Libertad de palabra” (Svoboda slova) y del programa de análisis político “Asuntos privados” lleva a Politkóvskaya a concluir que “a partir de ahora, se puede decir sin exagerar que la libertad de expresión ha sido liquidada en la televisión rusa”. Una coda añadida posteriormente por la misma autora matiza el pesimismo del momento: “Un año más tarde, tras la ‘revolución naranja’, “Libertad de palabra” será emitida por la televisión ucraniana”. En realidad, el programa del periodista ruso Savik Shuster, que había sido premiado —antes de su cancelación— por la Academia Rusa de Televisión, tendría un largo y accidentado periplo por las ondas ucranianas, que incluiría, entre otras, la privada ICTV, el canal privado Ukraina, la pública Pershyi (“La Primera”)… hasta 2022, cuando la invasión rusa de Ucrania obligó a detener la emisión. La Federación Rusa no puede aspirar por sí sola —es decir, sin interferir en los asuntos internos de otros Estados, en este caso Ucrania— al nivel de hermetismo informacional que existía bajo la Unión Soviética, no solo por razones tecnológicas, sino también porque el Kremlin ejerce su control sobre una parte limitada del espacio social, cultural e informativo con el que está o puede estar en contacto la opinión pública y la sociedad rusa.

Simétricamente, los fracasos o los sabotajes de las tentativas de apertura y los procesos de modernización o profundización democrática más o menos frágiles, allí donde no pueden ser abortados desde el principio, son recibidos con alivio por las autocracias que siguen en pie o que aspiran a desplegarse, y celebrados por sus terminales mediáticas: la anotación de Politkóvskaya sobre las convulsiones democráticas kirguizas en 2005, y sobre el proyecto de “ley rusa” georgiana, son buenas ilustraciones del temor del poder al contagio de las resistencias, y su disposición a perfeccionar y a apoyar el perfeccionamiento del arsenal preventivo-represivo en toda su vecindad, emulando las experiencias represivas más “exitosas”.

Y así sucesivamente. Los conflictos en la antigua periferia soviética, en el cinturón que recorre Europa central y oriental y llega hasta Asia central, no son ni conflictos separados ni (exclusivamente) expresiones de una nueva guerra fría entre ‘Occidente’ y la Rusia post-soviética en territorios pasivos y carentes de iniciativa política. Son manifestaciones, conectadas entre sí, de tortuosas evoluciones internas de las distintas sociedades implicadas, afectadas por las mismas aspiraciones a la modernidad y a la emancipación, por un lado, y a la estabilidad, por otro; y los mismos reflejos conservadores, identitarios, nacionalistas y populistas, en grados, formas y énfasis variables —y frecuentemente en todos los bandos que se oponen—, que atraviesan las sociedades europeas. 

Los diarios de Politkóvskaya se fijan en la vecindad ex-soviética más inmediata, con especial atención a países de la antigua Rus (Ucrania y Bielorrusia), con los que los rusos mantienen estrechos vínculos que van más allá de lo político y lo histórico, y otros países post-soviéticos como Kirguizistán o Georgia. Pero el espacio ex-soviético o post-comunista al que los rusos están especialmente expuestos, ya sea por razones culturales, históricas, lingüísticas, históricas u otras, es mucho mayor. Y una parte de este espacio ya forma parte de la Unión Europea, desde las ampliaciones al Este de 2004 (con el ingreso de la antigua Checoslovaquia, Eslovenia, los países bálticos, Hungría y Polonia), 2007 (Bulgaria y Rumanía), y 2013 (Croacia). Aunque en algunos de estos países (sobre todo ligados al Grupo de Visegrado) se experimentan tensiones nacionalistas y un cierto auge euroescéptico y populista (el partido Ley y Justicia de los hermanos Kaczyński en Polonia, el Fidesz de Viktor Orbán en Hungría), el conjunto de los ‘nuevos’ miembros orientales de la Unión, algunos de ellos eslavos o con importantes poblaciones eslavas, han experimentado considerables avances económicos, pero también políticos y sociales. Otra serie de países no están directamente integrados en la Unión, pero son países candidatos a la adhesión y miembros de distintas iniciativas y programas de la UE dirigidos a estrechar los vínculos sociales, políticos y económicos con el bloque (Moldavia y Ucrania en Europa oriental; Albania, Serbia, Bosnia, Macedonia y Montenegro en los Balcanes occidentales; Georgia en el Cáucaso). Todos ellos son motores más o menos potentes de emancipación, modernización e inspiración interna del antiguo espacio soviético — también, por tanto, de Rusia.

En este contexto, la agresividad del actual régimen ruso, embarcado en una agresión militar contra Ucrania, no tiene incentivos para detenerse —así que no lo hará salvo que se encuentre ante la imposibilidad física para continuar—, independientemente de las concesiones territoriales que los ucranianos pudieran verse forzados a hacer. 

En primer lugar, porque la invasión de Ucrania no es la primera (y no tiene por qué ser la última) operación de desestabilización que el Kremlin lleva a cabo fuera de sus fronteras; no es un conflicto que empiece ni que acabe allí. Antes se ha manifestado en otros puntos, tanto dentro (Chechenia, la propia represión interior rusa) como fuera (Moldavia, Georgia, intervenciones de estabilización en Bielorrusia y Kazajistán, «mediación» en el conflicto de Nagorno-Karabaj, entre Armenia y Azerbayán) de las fronteras de la Federación Rusa. Y cabe sostener que lejos de haber apaciguado el belicismo del Kremlin, la tibia respuesta de Occidente —cuando no su indiferencia— a cada una de estas agresiones, ha preparado el terreno para la siguiente. 

En segundo lugar, porque estos conflictos no son meramente ‘exteriores’ para el Kremlin de Vladimir Putin, tal y como se percibe leyendo los diarios de Anna Politkóvskaya: los vínculos entre Ucrania y Rusia son especialmente estrechos, y por eso la crisis del régimen de Kuchma y Yanukovych, protegidos por el Kremlin, y más aún la democratización y modernización del país, en marcha y aún extremadamente frágil, es percibido como un riesgo existencial para el propio régimen de Putin en Moscú. Uno de los riesgos existenciales, porque hay otros: cada historia de éxito en la dirección europea, desde alguna parte de la antigua periferia soviética (una parte hoy ya integrada en la UE, otra parte en la antesala), es percibido como un riesgo existencial para el régimen ruso — tanto como un motivo de inspiración para los demócratas que viven sometidos a esa autocracia.

En ese sentido, la lógica defensiva que Putin invoca para justificar la agresión en Ucrania no es meramente propagandística: tiene una base objetiva, porque la democratización y modernización de Ucrania, como el avance de los derechos políticos, las libertades públicas, la prosperidad o la justicia social en cualquier país ex-soviético, desde los países bálticos hasta las estepas de Asia central, suponen amenazas objetivas para la pervivencia del régimen autocrático, imperialista por su propia necesidad, que Putin ha (re)construido durante veinte años, con la inestimable tolerancia (cuando no colaboración) de Occidente, en el centro de la Federación Rusa. Defensiva, sí, pero no de quien pretenden: no es la existencia de la nación o el Estado ruso, sino de la autocracia de Putin (y de sus regímenes clientes en la periferia ex-soviética), lo que está en juego.

Referencias

Libros

  • Hélène Carrère d’Encausse (1990): La Gloire des nations ou La fin de l’Empire soviétique. Fayard, 1990.
  • Anna Politkóvskaya (2007): Diario ruso. Debate, 2007. (Edición francesa: Douloureuse Russie, journal d’une femme en colère. Gallimard, 2006)
  • Mira Milosevich (2024): El imperio zombi. Galaxia Gutenberg, 2024.

Artículos

Documentales

  • Ksenia y Kirill Skharnov (2023): “Follement dissident”, República checa – Israel, 2023. (Documental, en francés)

Prensa

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