“Me complace ver que vuelve a estar entre los vivos. ¿Cómo se siente?”.
El día que Nietzsche lloró, Irvin D. Yalom
—Basta de cháchara y quítese los pantalones.
Ando un poco anonadado. Marcho para Brasil en febrero y por el tema del visado voy persiguiendo firmas y sellos de Ministerio en Ministerio que parece que vaya a tener que enseñar la dentadura para probar que soy auténtico. Pero con eso contaba. Con lo que no contaba era con estirar el brazo sacando al aire las venas o esculpir el culo para recibir pinchazos de agujas por las que tiemblan las piernas. Vacuna por aquí, vacuna por allá, contra la fiebre amarilla, contra la rabia, fiebre tifoidea, hepatitis…, que me ha pillado así de sopetón porque andaba convencido de que iba a Brasilia a ser un muchacho de ciudad llevando boina y no a luchar con capiguaras y anacondas surcando a nado el Amazonas. Aunque es cierto que uno nunca sabe, igual por ahí termino. Pero Brasil apoya mi espíritu aventurero; no me pide para entrar ningún certificado de vacunación. ¿Entonces a qué coño viene tanta historia? A que una de las muchachas que viene desde Madrid conmigo ha sembrado el pánico asaltándome con recomendaciones (exigencias) sanitarias de todo tipo (también pastillas preventivas de la malaria, no sé si algo del cólera…). Se ha puesto tantas vacunas a la vez que a estas alturas ya será inflamable.
Me entra a mí tanta novedad al organismo de repente y no imagino el resultado, desolador seguro. Y más así de improviso, sin reflexionarlo un par de años. De todas formas, ya no hay vuelta atrás. No tengo otra opción que sacar pecho y acudir con las manos en alto y rendido al centro de salud de Diego de León, dispuesto a todo, porque como llegue a Brasil y pille un resfriado ya se me van a echar la conciencia y mi madre encima, no hablemos entonces como le dé por curiosear conmigo al mosquito del dengue. Y mira que mi sangre nunca ha sido muy del gusto de mosquitos. Soy (para ellos) como ese canapé insípido del final de la bandeja por el que pasar de largo. Pero basta que no me vacune para que me saquen los ojos, los muy canallas. Así es la vida. Bueno, así o como la veía Oliver en Hablando del asunto, de Julian Barnes:
«La vida es como invadir Rusia. Un comienzo relámpago, morriones en formación, plumas danzando como en un gallinero revuelto; un periodo de suave avance registrado en exaltados despachos a medida que el enemigo retrocede; luego el comienzo de una larga y penosa marcha que mina la moral. Raciones que se hacen cada vez más pequeñas y pequeños copos de nieve que te dan en la cara. El enemigo incendia Moscú y tú te rindes al General Invierno, cuyas uñas son como carámbanos. Una amarga retirada. Cosacos que te persiguen. Y finalmente caes bajo la metralla de un artillero adolescente mientras cruzas algún río polaco que ni siquiera aparece en el mapa de tu general».
Pues en esas estoy, a punto de meterme un aperitivo de toda enfermedad al cuerpo, como quien se ajusta la corbata para encarar al artillero echándose el flequillo a un lado, que saldré de la consulta con la cara amarilla, convaleciente por los pinchazos y avisando a las señoras que me cruce por la calle de que ¡por el amor de dios! se alejen de mí o acaso no notan que soy contagioso. Y a toda la que se empeñe en jugarse el tipo por cogerme el brazo, advertirla, lleve o no medias debajo, con la frase con la que William Carlos Williams anunciaba Howl y otros poemas de Ginsberg:
“Remangaros las faldas, Señoras mías, vamos a atravesar el infierno”.
Y solo de pensar en la sala de espera me tiembla el párpado derecho. Porque uno desarrolla cierta alergia a estos cuartos todo por culpa del dentista. Las salas de espera del dentista son de lo más sufridas porque sabes que hagas lo que hagas cuando abandones el edificio vas a estar jodido. Recuerdo una vez que tras oír mi nombre pasé a la consulta y me senté abriendo la boca de par en par con mi madre a un lado cogiéndome la mano, se acercó la doctora colocándose las gafas con cuidado y tras mirarme los dientes me soltó la muy cabrona: “Usted fuma ¿verdad?” Tendría yo entonces 6 años y todos los dientes de leche. Por eso últimamente no he vuelto demasiado. De hecho, la última en concreto fui tan tranquilo a que me arreglaran un empaste y salí de allí sin las muelas del juicio, que me sentí atracado por los cuatro costados. Y para colmo estaba en Alemania y por el tema del idioma ni tan siquiera pude defenderme dignamente sino dejarme hacer cuanto quisieran, tumbado en la butaca con lágrimas en los ojos balbuceando “¡Hijos de puta!”. A las dos horas pedía cortisona en la farmacia después de que el pinchazo de anestesia acabase pillando por accidente mi nervio trigémino dejándome el lado izquierdo de la cara como los relojes de Dalí.
Así cómo carajos voy a mirar de frente a las agujas rebosantes de anticuerpos sin querer salir huyendo. Que no es por ser cobarde, es más una cuestión de principios. Lo que pasa que uno a veces tiene que renunciar a sus principios y enfrentarse a lo que se le venga encima sin titubeos, como Arturo Bandini en Pregúntale al polvo cuando la casera quiere echarle del hostal:
«O pagaba o me iba: es lo que decía la nota que la dueña me había deslizado por debajo de la puerta. Un problema relevante, merecedor de una atención enorme. Lo resolví apagando la luz y echándome a dormir».