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Mientras tantoRenglones torcidos

Renglones torcidos


 

 

Lunes.

Ha sido un extraño sueño, me he levantado sobresaltada, tan inquieta que he debido abrir bien los ojos para asegurarme que no estaba en esa cueva y que los hombres vestidos de militar que bajaban a la carrera y que casi me llevan por delante, eran el atrezzo de una pesadilla en la que volvía a perderme como el que se desliza por el laberinto de una foto de Grete Stern.

A menudo sueño que me desoriento, que no encuentro la salida, que me pongo a caminar sin rumbo, que el reloj va marcando con su tic tac un futuro pedregoso y al abrir los ojos, todo vuelve a la normalidad. Es ahora cuando escribo mis sueños intentando poner orden en mi cabeza, cuando me doy cuenta que hace mucho tiempo que dejé de soñar con maletas y eso me preocupa. Y mucho.

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Martes.

Envidio la ternura con la que Elvira Lindo habla de su marido Antonio Muñoz Molina en el libro “Noches sin dormir”. Un libro sencillo, en el que sus pensamientos cotidianos, se entremezclan con fotos tomadas por ella misma durante los dos últimos años de estancia en Nueva York. Más que un diario, es una declaración de amor con mayúsculas al profesor, al amante, al escritor. Habla con tanta vehemencia de ese último invierno neoyorkino juntos, que noto también yo colarse el frío por la rendija de la ventana. El olor de las judías que Antonio prepara los domingos, llega hasta mí salpicando con su olor característico ese descansillo de película americana tan poco acostumbrada a este tipo de guisos. Envidio cómo se cruzan en el pasillo por la mañana y como él le dice que nunca la ha visto tan guapa, para luego encerrarse a escribir cada uno en su estudio, pared con pared. Pero sobre todo, lo que más envidio es el rastro que deja el whisky en su boca cuando él le da un beso de buenas noches. Ese sabor a whisky y chocolate, según ella, el mejor aliento en la boca de un hombre y que yo no dejo de buscar.

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Miércoles.

Estoy apenada. Estos días he perdido el libro que estaba leyendo, el último de Carlo Lucarelli en una terraza de la Plaza de Santa Ana, me parece que fue ahí, porque también pude haberlo dejado olvidado en casa de mi hermana, yo que sé… Lo que está claro es que como decía Neruda, nadie pierde las cosas pero se perdieron. Tengo tendencia a perderlo todo, supongo que será ese atolondramiento perpetuo en el que vivo, estas prisas que como dice mi madre, no conducen a nada bueno. Lo raro sería no perder un día la cabeza. Aunque peor sería perder un amigo de esos de toda la vida y no saber qué hacer para recuperarlo. ¿Qué importancia tiene un libro comparado con esto? Eso sí sería una desgracia. Sentirnos vacíos y torpes. Y mucho peor, sin inocencia.

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Jueves.

Leo, intento que el estilo de otros no me afecte, pero me afecta. Es Cesare Pavese quien me advierte que el veneno se ha anidado ya en mí, pero no escucho, ando ciega, sorda, sentada en mi mesa; absorta en ese ir y venir de emociones que me proporciona la lectura. No lo sé aún, pero he perdido la batalla y a pesar de todo, continúo leyendo sin parar, a salvo, indiferente, convertida en OTRA: yo.

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Viernes.

Una y otra vez me repito que no, que las cosas han de tomar otro rumbo, que de nada sirve cerrar los ojos y mirar para otro lado. Que las respuestas si alguna vez las tuve, no están escritas, si acaso prendidas con alfileres en mi memoria. ¿Fue en Abril o fue en mayo cuando nos cansamos de fingir? Todo se descoloca en mi cabeza. Me acuerdo de su gato y de sus silencios, de la última vez que viendo una película nos quedamos dormidos, pero no consigo acordarme de aquella tarde cuando salí corriendo en mitad de la lluvia.  Y ahora, sobresaltada me despierto en el mismo sofá, una botella de vino y una bandeja de comida precocinada, la misma película y Gary Cooper batiéndose en duelo. Voy a dejar de soñar, tal vez así vuelva a vivir.

 

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Foto: Grete Stern

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