No, no es que alguna clienta me haya pillado en medio de la refriega porque se fijó más de la cuenta en una lucecita roja tras la cortina que resultó ser el piloto encendido de la cámara oculta que grababa nuestro frenético 69. Tampoco es porque uno de esos amigos del alma –en el sur se les llaman así a las amistades nacidas en el EGB aunque con el paso de los años sólo les quede el contacto del correo electrónico, y veces ni eso– me haya felicitado, y no precisamente por mi cumpleaños, sino por unas imágenes que podría haberse bajado de no sé cuál web con intenciones calenturientas que ahora, y tras haber sido impresas a todo color fotograma a fotograma, habría convertido en posters parecidos a los de aquellas súper estrellas de la NBA que en los ochenta decoraban paredes y puertas de muchas viviendas de protección oficial. No, nada de eso. Lo que me ha ocurrido es que la presión ha podido conmigo así como las ganas de vivir libre y no dentro de una celda. Y eso que las ganancias en estas primeras semanas han sido lo suficientemente grandes como para que, haciendo la cuenta de la vieja, en un año hubiera tenido dinero ahorrado para tirarme otro sin dar ni golpe. Pero repito: la presión de verme en cada vez más videos porno que circulan por internet me advertían de las reglas matemáticas de la probabilidad y por ende, de ver aparecer a siete geos por casa tirando la puerta abajo a no ser que hubiera tenido menos suerte y el último sonido escuchado por mis oídos hubiera sido el de la bala de algún sicario pagado por el marido de alguna de mis clientas que horadaría mi cabeza en un evidente ‘hasta nunca’.
Linda no lo entiende. Aunque lo acepta. Sabe que la ilegalidad es un riesgo con fecha de caducidad: o te pilla la ley o eres tú el que te bajas del caballo antes de que éste se desboque. Porque nadie, absolutamente nadie, es capaz de delinquir imparablemente hasta el día de su muerte. A no ser que en la delincuencia desmadrada participe la misma ley.
—Me marcho, Linda. Sólo espero que me sigas ingresando en mi cuenta lo que generen las películas.
—Descuida. Lo que ya te advertí es que éstas pierden fuerza tras dejar de ser exhibidas como novedades. Pero también es muy posible que dentro de tres años siga recibiendo liquidaciones, por lo que no te preocupes que te haré las pertinentes transferencias.
Mientras recogía mi escasísimo equipaje me despedía de las tres cámaras, que como espejos para el narcisismo más ridículo, me valieron de multiplicador de orgullo chusco cada vez que eyaculaba y sacaba músculo, o cuando en medio de la refriega movía mi desasosegante melena de lado a lado, simulando un huracán en la habitación, una vez más queriendo ser lo que no se es: el auténtico drama de la especie humana. Pero antes de cerrar la puerta de mi habitación, en un silencio absoluto de esos que gustan calificarse de sepulcrales, miré a las tres cámaras, una por una, lanzándoles un beso que soñé con que Linda los inmortalizaría en el estuche recopilatorio de mis hazañas porno que se vendería en los grandes almacenes de medio mundo incluido El Corte Inglés: ‘Aspersor, un ídolo de masas’.
Salir de casa fue mucho menos emocionante. Linda, como de costumbre, estaba en tetas tirada sobre el sofá, fumando como una condenada, y bebiendo no sé cuál whisky de malta como si en realidad hubiera sido zumo de naranja recién exprimido: lo hacía a granel. Tras eructar, me extendió la mano y me dio las gracias con tres billetes de 100 dólares adosados a sus gruesos dedos. “La que hiciste ayer con la señora haitiana obesa ya se lo han bajado más de 10.000 personas. Te doy esto por adelantado aunque habrá más. La gente está fatal de la cabeza. Prefieren a negras gordísimas gimiendo sobre calvos con melenas que a rubias modelos siendo sometidas por ejemplares caucásicos de gimnasio”.
Cerré la puerta y oí trinar a los pájaros. Uno incluso se me plantó en la acera, valientemente, sin quitarse de mi camino. Luego empezó a llover, de manera atronadora. La primera lluvia que advierte de que la estación seca está a punto de dejar paso a la de lluvias. Como la tromba duró cinco minutos escasos, paseé hasta un hotel de ocho dólares la noche –con ventilador, sin aire acondicionado– donde me pillé una habitación hasta que decida adónde ir. Un apartamento sería una digna opción teniendo en cuenta que acabo de salir de otro advertido por mis pasadas dificultades de pago. Pero esta vez llevaba los bolsillos con diversos fajos de billetes tras dos semanas muy productivas en casa de Linda: clientas a 50 dólares y videos que me han generado tantos ingresos que me siento muy feliz. Eso sí, hoy ya puedo decir de soy un delincuente. Y que casi una decena de señoras, algunas de ellas casadas, son actrices sin saberlo; demostrándose que en esta vida puedes pasar a la historia hasta sin querer.
El ventilador de la deslavazada habitación número 8 me hizo volver de hocicos a la cruda realidad: la posición 1, no funcionaba –la supuestamente más lenta–, y la 2 y la 3 eran la misma. Una nueva estafa de lo ‘made in China’ que repercutió negativamente en mi enésimo aterrizaje en la basura cotidiana. Para empezar, me fue imposible conciliar el sueño; y para redondear mi ingreso en las mis mismas catacumbas, descorché una botella de Oporto que bebí hasta que perdí el conocimiento. Y al despertar, alguien a mi izquierda –y otra vez con los pechos al aire– haciéndose cargo de mi resaca, que en sí es la devolución del placer. 25 dólares para una afortunada de la que no tengo ni claro de si la llegué a perforar.
—¿De dónde has salido?
—Me llamarón del hotel.
—Seguramente debí llamar a recepción pidiendo un masaje.
—Imagino.
—¿Y seguro que hicimos el acto?
—Seguro, seguro.
—Por cierto, ¿te gustaría volver a hacerlo y que lo grabara en una cámara de video?
—Oye, ¿tú estás loco?
Uno aprende lecciones cada día que despierta. La primera, el día que alguna de mis clientas se descubra en esos videos porno seré carne de presidio o directamente de muestrario de carnicería: despiezado; con la cabeza a un lado del mostrador. Además de que debe saberse que ninguna prostituta que ha pillado a un cliente borracho le va a refrescar la memoria confirmándole que solamente ronqué. Pero bueno: la leyenda del mal gestor, y yo soy un ejemplo perfecto de ello, es hacer caja y perderla al instante. Espero sentar cabeza. Ahora mismo me voy al banco a abrirme una cuenta bancaria sin tarjeta. Debo ponerme trabas. Como hacen los padres con sus hijos rebeldes. Como si en vez de una persona fuéramos dos.
Joaquín Campos, 17/03/14, Phnom Penh.