De muy diferentes signos, de muy diversas orientaciones, pero el repliegue nacional parece una de las consecuencias de la crisis económica global. También podemos renunciar a hablar de causas y efectos, porque se trataría de hipótesis seguramente cuestionables, y apuntar que a la crisis financiera ha seguido un tiempo de exacerbación de los sentimientos nacionalistas.
¿Dónde podemos establecer el origen de la última ola nacionalista?, ¿en la América Latina posterior a su particular crisis financiera de los años ochenta noventa y las recetas neoliberales que se aplicaron para superarla y que con el tiempo se demostraron contraproducentes? Los movimientos de Venezuela, Bolivia, Ecuador o Argentina de finales de los años noventa y de los primeros dos mil tenían un importante componente patriótico, de recuperación de lo propio, de lo que se consideraba arrebatado (tanto en términos económicos como de soberanía). Aquí volvemos a caer en la seguro cuestionable ligazón causa-efecto entre una crisis económica, una gestión siempre ideológica, y una vía de escape con el nacionalismo de izquierdas de Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa o los Kirchner.
Pero si esta hipótesis resultara cierta, si la última ola nacionalista nació en América Latina, ésta ha saltado a los países del norte sobre todo en los últimos años. Y, por cercanía geográfica, podemos visitar en primer lugar Estados Unidos: Donald Trump y su “America First” representa la victoria de un Estados Unidos replegado en sí mismo, que promete levantar muros contra la inmigración, favorecer la repatriación de beneficios que las empresas generan fuera de Estados Unidos, castigar a las compañías que deslocalizan su producción, romper acuerdos comerciales y de todo tipo firmados con el resto del mundo y cuestionar las organizaciones multilaterales.
Movimientos de parecido signo están teniendo más o menos éxito en Europa: a quien primero alimentó de esperanza la victoria de Donald Trump en Estados Unidos fue a Geert Wilders, el líder de la extrema derecha holandesa, que avanzó en las elecciones del pasado mes de marzo, pero que no logró entrar en el Gobierno porque el resto de partidos construyeron un cordón sanitario para evitar contacto alguno con él.
Después vinieron las elecciones francesas y Marine Le Pen, ultranacionalista, contraria al euro y a la inmigración, pasó a la segunda vuelta en la que compitió con Emmanuel Macron. Que Le Pen hubiera ganado no habría constituido ninguna gran sorpresa: durante los meses previos a las elecciones, cuya primera vuelta tuvo lugar a finales de abril y la segunda, ya en mayo, fueron muchos los informes y los análisis sobre qué sucedería, y como prepararse, para la eventual llegada de la extrema derecha al Eliseo.
Desde esas elecciones francesas, posiblemente nos hemos relajado sobre lo que está sucediendo en Europa, pero en Hungría sigue gobernando Víktor Orban y en Polonia, el partido Ley y Justicia, ambos muy desafiantes con la Unión Europea de la que forman parte en cuestiones tales como la política inmigratoria.
En Austria, Sebastian Kurz, vencedor de las recientes elecciones, conservador, ha abierto la puerta a la ultra derecha de Heinz-Christian Strache, que quedó en tercer lugar, menos de un punto por debajo de la socialdemocracia, a formar un Gobierno de coalición. Ambos coinciden en la beligerancia anti-inmigración, hasta tal punto que el partido ultra ha acusado a Kurz de copiarle el programa electoral en esa materia. Mientras que en Alemania el nazismo volvía al Bundestag en las últimas elecciones, el pasado mes de septiembre, por primera vez después de la Segunda Guerra Mundial.
Después de las experiencias nacionalistas de izquierdas en América Latina, el repliegue nacional que estamos observando tanto en Estados Unidos como en Europa tiene tintes como mínimo conservadores y, en los peores casos, neofascistas, neonazis, xenófobos y racistas.
Los diferentes electorados del puñado de países del que hemos hablado están optando de una forma creciente por estrategias políticas más centradas en la protección de las fronteras y en primar a los nacionales contra los extranjeros. Están optando, además, por partidos políticos que prometen gobernar de acuerdo a sus principios olvidando acuerdos con terceros, lo que puede ser interpretado como una forma de acercar la gestión de lo público a los ciudadanos, o, al menos, de aproximar las decisiones a los que se supone verdaderos intereses de los habitantes del terruño.
En contadas ocasiones la decisión de las ciudadanos ha sido explícita a favor de todos los componentes del repliegue nacional: cuando se han celebrado referéndums. El más importante de entre ellos, por su resultado y por su trascendencia, tuvo lugar hace un año y medio en el Reino Unido. En él se sometió a la decisión de los ciudadanos británicos la continuidad, o no, de su país como miembro de la Unión Europea. Por menos de dos puntos, ganó el ‘Brexit’.
Dos años antes, la consulta tuvo lugar en Escocia, pero la respuesta mayoritaria de la población fue continuar dentro del Reino Unido, aunque el 44,7% de la población votó sí a la independencia.
Más recientemente, el pasado fin de semana, las regiones italianas de Lombardía y el Véneto, celebraban sendas consultas en las que se preguntaba a los ciudadanos si querían más autonomía, especialmente fiscal, para que el 90% de los impuestos que se recaudan en cada una de las dos regiones se queden en sus respectivos territorios, o no. Y la respuesta afirmativa fue la vencedora.
Todo este recordatorio, todo este recopilatorio, para apuntar que lo que estamos viendo en Cataluña, lejos de ser una rareza en el mundo, forma parte de una tendencia reciente muy fuerte, o preexistente pero que en los últimos años o meses se ha fortalecido. ¿Ha sido la crisis económica, ha sido el modo de gestionarla, el principal motor de esta corriente en Cataluña en particular? Hay hipótesis que así lo apuntan: se guió el descontento hacia la cuestión nacional para sustituir movimientos más ligados a la clase o a la izquierda tradicional. ¿Han sido sentimientos de agravio que niegan o debilitan soberanías, como cualquier ente supranacional -España, si la entendemos como nación de naciones, también lo sería- hace con sus organismos subordinados?
Como decíamos al principio, este cajón desastre no pretende hacer equivalencias entre todos estos movimientos: unos son claramente xenófobos y herederos directos del nazismo. Otros responden a tradiciones de izquierda. Y algunos otros, posiblemente, sólo quieren sentir que retoman las riendas de sus propios destinos, sin que les muevan el supremacismo, el racismo o la xenofobia.
El soberanismo catalán, posiblemente, responda a un modelo nacional-cosmopolita, por su tradición abierta a Europa, por su afán, más o menos realista, de continuar en la UE una vez declarada una imposible independencia en la práctica, y también por su importante base social burguesa y el liberalismo clásico en que se encuadraría la antigua Convergencia, actual PdeCat. Sin olvidar, además, el nacionalismo de izquierda (o el independentismo no nacionalista, como sus miembros definen su postura) que representa la CUP, en la que se mezcla la tradición anarquista y asamblearia con la socialista.
La relación entre Cataluña y España, o entre Cataluña y el resto de España, está siendo en los últimos tiempos de acción-reacción. Por lo tanto, no hay que descartar, quizás porque ya lo estemos viendo, un repliegue nacional también en España, o quizás no tanto, pero sí, posiblemente, un periodo de exaltación o exacerbación nacionalista en España.
¿Qué hacer para frenar los repliegues nacionales?, ¿qué vacunas aplicar para evitar la tentación de volver la vista al terruño y negársela al resto de la humanidad? Los organismos supranacionales, que han sido los que han ordenado la globalización, pero también otros más pequeños, tendrían que evaluar, primero, para transformar a continuación, las ofertas políticas que han realizado a los ciudadanos y las consecuencias que han tenido en sus vidas. También, por qué esas ofertas a veces suscitan dudas, incertidumbres e incluso miedos. La izquierda, muy especialmente, debería dar respuestas progresistas e internacionalistas a los importantes desafíos a los que nos enfrentamos en materia laboral, quizás el origen de todas nuestras aflicciones, para a partir de ahí dar el salto a otras áreas también en riesgo porque falla ese principal pilar de nuestra civilización. Además, falta pedagogía internacionalista, redistributiva y solidaria. La liberación nacional tiene mucho de épico y de romántico. ¿Por qué la solidaridad global ha perdido ese halo si es que alguna vez lo ha tenido?
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