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La aparición hace dos días de una entrevista y un reportaje sobre Artur Segarra Príncep, presunto asesino del empresario español David Bernat, en El Mundo, diario líder en audiencia en el ya no tan novedoso caladero de lectores de internet, ha generado una curiosa y convulsa respuesta de decenas de ciudadanos españoles, de los que algunos deben tener o haber tenido relación conmigo. La razón esencial para esos exabruptos: ambos trabajos, publicados en papel y en portada, además de en su edición digital, estaban firmados por el mismo que rubrica este texto; o sea: yo.

 

Si uno atiende a los mensajes que la plebe –no creo en la democracia ni para votar ni para opinar; y a los hechos me remito– ha dejado en ambas noticias uno se queda perplejo. Amigos, conocidos y anónimos me hicieron llegar su sorpresa ante tanta saña, odio, risas y envidias. Porque así es el ADN del ciudadano español, repleto de desprecio gratuito hacia todo aquel que asoma la cabeza: aunque ésta sea –la cabeza– colocada lo más cerca posible de una guillotina, en sí de los focos. Decir que he recibido amenazas e insultos en mi correo electrónico de trabajo no es ni una exageración ni una mísera noticia, ya que hace un lustro me ocurrió exactamente lo mismo cuando generaba riqueza e imagen para las bodegas Torres desde mi corresponsalía culinaria en China, y de nuevo, por razones literarias: denunciar desde una bitácora ya clausurada llamada Chinitis la masacre que el gobierno chino estaba (y está) llevando a cabo dentro y fuera de sus fronteras.

 

Y metiéndome en un charco bastante profundo, puedo asegurar que todos los que odian mi crecimiento literario –además del vital, del sexual…– son esos Artur Segarras de mierda que roban en vida a los que se generaron una profesión desde el sueño: la única manera de que lo que haces te salga, como poco, adecuadamente.

 

Se cumple ya una década desde que llegué a Asia con una concretísima ilusión: escribir. Que esto se lo contaba a escritores, y sobre todo a periodistas, y te acababan menospreciando. Por lo que me abrí un blog: la primera arma para los novicios en estas lides. Luego la bitácora fue creciendo en fondo y forma, hasta que comencé a emitir latidos de vida literaria. De ahí a mi primer libro, atravesando cientos de errores ortográficos, de sintaxis y de emociones a generar, que fue cuando, de tanta herida abierta, conseguí hilvanar mi primera obra, que además, fue publicada en libro electrónico además de en papel. O sea, un sueño culminado. Aunque quedaban más. La gira, por cuatro ciudades españolas, con una asistencia media de veinticuatro personas por acto, suficientes para un tipo que se emociona con los éxitos que te ofrece la vida. Tengan el peso que tengan.

 

Por lo que la cosa no quedó ahí, ya que al año di a luz otro par de libros –con mi primer poemario publicado por la editorial con el, muy posiblemente, mejor fondo de poesía de toda España y América Latina (Renacimiento)– que, junto con mis innumerables textos semanales publicados en la prestigiosa revista literaria y digital FronteraD, me confirmaron algo: que el que aprieta se sale con la suya, salvo que se apriete a sí mismo.

 

Hace una década un conocido, periodista, al que pedí consejo por mis sueños literarios, hizo caso omiso a esos sueños; no fue el único. Luego llegó ese crecimiento anteriormente narrado que reventó las aortas y paciencias de todos aquellos perdedores que no aceptaban que un cocinero de profesión escriba, cuando ésta debería ser la clave para sacar del atolladero a una España entre inculta y vergonzante. ¿O es que no habría sido mejor chef Ferrán Adrià si hubiera sabido leer y escribir correctamente? ¿O es que ese otro chef llamado David Muñoz del famosísimo DiverXO no les genera vergüenza ajena al verlo casarse entre focos y cámaras, expresarse en platós y demás saraos, polemizar por absurdeces, hacer de todo menos cocinar, asunto que realiza, según testigos presenciales de extrema confianza, de auténtica maravilla?

 

Por lo que aceptando la fórmula matemática –a mayor número de éxitos literarios también es mayor el de desprecios, injurias y calumnias– llegué antes de ayer a confirmar dos cosas. Una, que ya la sabía: ¡que era escritor!; y la otra, la cual siempre quise esquivar: que la gente odia mucho más que ama, incluidos cercanos; o al menos algunos. Luego está lo de follar, asunto inversamente proporcional, si además lo realizas a menudo, al de la inquina que padecen los que, además de no saber ni redactar ni leer, no la meten en caliente. Salvo pagando. E incluso así sólo a veces y regular.

 

Esta semana el texto que iba a aparecer en esta bitácora fiel iba a tener que ver con un milagro que aconteció en Sapporo, Japón, donde la semana pasada, por cierto, me fui a escribir gratis; como siempre he hecho. Pero como diría aquel, la actualidad manda. Por lo que espero que la semana que viene vuelvan las aguas a su cauce para que ustedes vuelvan a degustar anécdotas vitales varias sin la menor importancia para todos aquellos que ven sus vidas menguar cuando un cocinero es denominado reportero en un diario como El Mundo. Y además, en portada y en papel.

 

Porque llevo una década exacta comprendiendo la farsa de la profesión periodística, con monaguillos literarios a verlas venir, que no sólo no infunden respeto, sino que desprecian a su propio sueño, si es que alguna vez siquiera lo soñaron. ¿O es que alguien, en su sano juicio –sea periodista, cronista, reportero o sicario– no ha caído en la cuenta del tremebundo insulto, continuo y constante, al que someten esos licenciados en periodismo –generalmente premiados con notas medias y aptitudes bajas– a unos lectores a los que viendo cómo calumnian amparándose en la inocentada del mensajito en la noticia aceptan que tampoco es que se merezcan nada más interesante que llevarse a los ojos?

 

Reportero es aquel que realiza un reportaje. Y follador el que folla. Como conductor es aquel que conduce, tenga o no carnet. Y caminante, el que camina. Para ayudar a masticar este dolor de muelas para el gremio periodístico –no todo, afortunadamente, sino generalmente el más mediocre–, que como he dicho antes, lleva años sin ejercer una de las mejores profesiones de la historia, informarles de una anécdota que padecí en Hong Kong hace tres años. La persona en cuestión, un muy buen periodista y gran escritor, que ha publicado libros, y en realidad, se desmarca con sus aptitudes de la gangrena general, me dijo, en error evidente y durante una cena regada con excelentes tintos de Toro, lo siguiente:

 

No existe mayor intromisión en una profesión que en la de periodista. Ya escribe cualquiera, lo que sea, y gratis.

 

Disculpa, si existe un gremio con mayor intromisión ése es la hostelería, donde cualquier tuercebotas te abre un bar, dos, tres restaurantes, hoteles, posa vestido de chef, mezcla cócteles…

 

Me reconoció el acierto, como era de esperar. Porque en todo caso el de periodismo es el gremio donde el corporativismo más asusta, cuando en realidad pasa por uno de sus momentos más bajos de calidad y sigue sin querer reconocerlo, única manera de que puedan levantar el vuelo antes de que ya nadie les crea.

 

Luego un reportero también puede ser aquel que, tras freír bolas de queso de cabra, realizar pedidos para el día siguiente, beber tintos de Yecla con y sin clientes, y mientras intentaba ligar con una nativa que halagaba su lubina en vinagre, se entera de que a un supuesto asesino lo acaban de detener a seis horas de carretera de su hogar, y se acaba plantando, sin haberlo meditado mucho, en la comisaría más lejana tras comerse la madrugada entera en un coche conducido por uno de esos nativos que dan casi tantas cabezadas como volantazos. Porque el asunto claro es que ese documento informativo exclusivo no habría sido posible sin mi ataque de soñador empedernido. Y a los que soñamos, que no nos molesten, por favor.

 

Y a partir de aquí, que la bilis corrompa los apéndices ileocecales de todos aquellos que desde el sofá de sus casas –casi siempre hipotecadas a treinta años o más: otro insulto a la inteligencia– publican mensajes irrisorios en noticias ejemplares ocultándose tras apodos infantiles y suplantando sus caras con cualquier cosa que no les permita que alguien les pueda reconocer. Que yo intimé con un asesino y vosotros con la monotonía. Y por cierto: besos a todos. Y cómo no, seguiremos informando.

 

 

Joaquín Campos, 11/02/16, Phnom Penh.

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