República de El Salvador
un tipo cualquiera desciende del transporte público
hace su aparición en una calle céntrica, inundada de carne de mamífero
lo mismo seres bípedos que selectas especies del reino animal cociéndose a fuego lento
(vísceras de buey, de perro, rosadas y grotescas cabezas de cochino)
en caldos que se espesan por efecto de sumergir en ellos cada una de las cuatro patas sobre las que antes anduvo tan campeante el muertito
los vapores de las aceras se combinan con los sedimentos milenarios
de orina y caca sobre los que se plantan los pies de miles de transeúntes a cada segundo de cada minuto de cada hora de cada mes de cada año
en el infierno por los siglos de los siglos, etcétera
en realidad, hay algo que distingue a nuestro personaje, único, como extraviado en su obligada individualidad
una suerte de armadura invisible, pesada
impuesta sobre él, alguien diría: en contra de su degradada voluntad
fabricada con un material evidente: el paso del tiempo
lo miro caminar encorvado, envuelto en un saco de buena hechura que le procura la elegancia de los derrotados
en la espalda carga el peso del pasado
con los puños al frente empuja un carrito de supermercado
donde se apilan en desorden bolsas de arena y aserrín
que arrojará encima de la mala suerte que lo espera a la vuelta
de la esquina,
de todas las esquinas que doblará en sus recorridos por estas calles
hasta el día en que su muerte mejore al fin su puta suerte
(no es cacofonía: es la paráfrasis de un callejón con salida)
primero lo sigo con la vista
avanza más lento que el resto de la atareada muchedumbre
parece no ir a ningún lado
ahora decido seguir cada uno de sus lentos pasos
arrastra los pies
(literal: no es imagen ni metáfora ni nada)
las zuelas de sus zapatos dejan impresas sobre el cruce de las calles
el rastro de su malestar, que yo supongo no es menor
es profundo: la herida a la que se han referido hasta el aburrimiento
los poetas de todos los tiempos
el tipo cualquiera avanza sin perseguir una hora exacta
pero en un momento dado gira hacia la derecha, no sobre sus pasos
gira sobre sí mismo, con todo y su carga en las espaldas y su carrito del súper
ingresa a un edificio público
otra más de esas imponentes construcciones coloniales
que en otras épocas fueron monasterios caballerizas cuarteles puteros almacenes
no es tarde ni temprano
no es el comienzo el final del día queda lejos
pero el tipo, pobre tipo, ya está harto
entra a mi oficina, majadero, ni siquiera los buenos días, llega
y se aplasta en mi escritorio de burócrata y enciende mi computadora
hace click en la bbc radio 3 y lo veo irse a dormir con Elgar
el sueño de Geroncio
Estrella nórdica
5 horas sometido a la salvaje intemperie, caminando a 30 grados bajo cero, ciego ante la noche más oscura que cualquier camaradita mexicano haya experimentado en su vida. Se me cruza un bendito McDonald’s. Es tarde, por fortuna el lugar no cerrará sus puertas antes de las 12, lo suficiente para recuperar el calor perdido, para tragarme una hamburguesa y beber algo caliente y olvidar porqué chingada madre llevo 5 horas expuesto a estos climas de miedo y a las inclemencias de mis 51 años de vida. La encargada, o lo que queda de ella a estas alturas, despacha mi comanda. Me desplomo en una mesa a suficiente distancia de los dos únicos clientes del lugar. Una sesentona y un joven apenas salido de la adolescencia. Este café es bueno. Hace demasiado frío, no puedes pasar la noche afuera, ¿dónde te vas a quedar? En el metro, responde el joven de pelos rizados, sin acento alguno, de lo cual deduzco que quizá es hijo de inmigrantes magrebíes, o algo así. La vieja, una veterana descendiente de blancos, pasa de las preguntas y comentarios impersonales a su propia historia. Vengo del oeste, estuve en la calle varios años, ahora vivo en una casa de tránsito, es muy ruidosa durante el día, las noches son mejores pero hay que esperar a que los locos apaguen su musicota. Me gustaría ayudarte, pero es que antes me han robado la bolsa, mis cosas, mi dotación de comida para la semana. ¿Qué hora es? No es tarde para hablarle a mi hijo, se responde a sí misma la sesentona, envuelta en un abrigo más raído que mi fe en los hombres y las mujeres que pueblan esta ciudad, este país, este planeta de homicidas y suicidas. No te quedes en el metro, recomienda la vieja, cuando lo cierren va a ser muy tarde para que obtengas una cama en un albergue. ¿No tienes amigos? Silencio por toda respuesta, pareciera que esta ruca me está radiografiando los sesos. El joven de cabellos rizados sigue mirando no sé qué en su teléfono, abstraído de la incierta y helada noche que le espera allá afuera. Consumidos apenas a medias los alimentos y el café, con el estómago revuelto de pensar inútilmente, me levanto de la mesa y regreso al frío ártico. La mente se me congela en el acto. Quizá mis progenitores también sean o hayan sido homeless, no necesito ensalzarlos, quizá posean un teléfono rudimentario o un móvil de última generación, no lo sé, quizá estén intentando llamarme desde algún punto remoto del espacio sideral. Esta noche tengo asegurado un lugar donde dormir.