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República

 

A pesar de que ésta no será la actitud de muchos críticos o espectadores, no está de más atravesar con cierta calma oriental estas nueve salas de la exposición república. Abierto hasta principios de marzo, el conjunto de Juan Luis Moraza en el Museo Reina Sofía es más que interesante, sobre todo si conocemos poco la obra del  escultor. Desconcertante, complejo, dilatado, monumental. La ironía es tal que uno no sabe si se nos empuja a un punto de reposo o al estrés que habitualmente nos protege del vacío. Por lo pronto, es tan amplia la cantidad de insinuaciones, que el público a duras penas podrá sentirse cautivo, por muy cautivado que esté con en esta hemorragia significante que Moraza llama república.

 

Para el artista la cuestión pública no es un asunto meramente político, sino antropológico, que atañe a la constitución tortuosa de la subjetividad. Y no sólo hablamos de «restos del sujeto insolubles en la cultura», pues resulta que el sujeto es sobre todo ese resto, una existencia que subsiste a toda identificación. «Aquel que todo lo conoce y de nadie es conocido», se dijo en otro tiempo. Multiplicando nuestra ilusiones públicas, el escultor deja que vibre el fondo borroso desde el cual la percepción, el objeto y el sujeto, vuelve a ser un enigma.

 

¿Una curva silenciosa en la multiplicación de ángulos saturados, de objetos y salas bien trazadas? Cierto, por qué no. Moraza ejecuta tal monumento con los restos de nuestro absurdo, tan minuciosamente, que nos reconcilia con él. En efecto, una bandera sin viento es casi una pintura abstracta. Un poco como aquella legendaria indiferencia de los árboles a la historia.

 

República muestra, agigantado y reunido, siempre descontextualizado, nuestro universo de emblemas, esta saturación de logos y ruido que es la cara externa del nihilismo funcional que nos sostiene. Donde hay humo hay alguien, recordaba Lacan. Pero el humo, y el humor, están cada día más obstruidos entre nosotros, de tal modo que podemos sospechar que el ideal es que no hayanadie. Nadie en la interpasividad de esta república poblada por una multitud de monarcas psicóticos. Un hombre, un voto. Una persona, un narcisismo conectado.

 

Goces a la carta en el capitalismo avanzado. Si no volver a ser mendigos de la indefinición, de una ausencia excluida, es posible que  en la nada de esta panmonarquía insufrible, de estadesrepública, la exposición de J. L. Moraza se podría entender como una forma de volver al misterio de los objetos abandonados, des-utilizados. Una vez más el crítico medio torcerá el gesto, pero esas cosas que se muestran arden en soledad. Acaso si las dejáramos fundarían una respublica por su cuenta, sin necesidad de escenificar otra vez nuestra participación programada.

 

El escultor de república ironiza también sobre nuestras órdenes sonrientes y participativas. Es de suponer que Moraza conoce el Postscriptumde Deleuze (Han no deja de vampirizarlo) y su rabiosa descripción de  nuestro radiante poder-surf. En ese marco de geometría variable cuadran muy bien algunas de estas presencias estáticas, coaguladas. Junto a ciertas implejidades, esas complejidades que nos implican y nos sostienen según el artista, forzando la participación y haciéndola continuamente estéril.

 

Toda verdad, como algo que pone en crisis el mero saber, ¿no tiene alguna relación con la elementalidad que rechazamos? Habría que ver entonces si la complejidad no es nuestro gran mito, la forma que ha de tomar nuestra seguridad. De un estado a otro, de una noticia a otra, incesantemente actualizadas, la complejidad es la disculpa que nos facilita una participación que nunca nos compromete por entero.

 

Así pues, cortar y pegar, deconstruir y reconstruir, desterritorializar y reterritorializar. Moraza lleva esto al extremo. Se empeña en coleccionar como forma de crítica impersonal, dejando que nuestros emblemas se critiquen a sí mismos. Para empezar, nos tropezamos con banderas erectas por inyectores temporalizados:  a falta de viento en nuestros interiores, buenos son soplos climatizados.

 

Es preciso dejar hablar al silencio de esta aglomeración. Su barroco minimalista puede llegar a seducir con su república de las cosas solas, separadas, troceadas, privadas de su uso.Res publica, pero privada de cuerpo, sostenida en el aislamiento conectado a distancia. Es entonces como si las cosas, hartas de ser violadas, conspirase para otra comunión. Una conspiración de los objetos, auto-descontextualizados y liberados de la esclavitud de la utilidad. Ahora que el hombre cree haber llegado a un grado máximo de automatismo, las cosas elementales y no-inteligentes, incluso con un trasnochada Stimmung analógica (paños, maderas, metales, tacones, plásticos), se recuperan del desánimo del uso y se unen a nuestras espaldas de otra manera.

 

¿Una insurrección silenciosa puede generar un universo? Nuestra pasión por la multitud y el tamaño muestra su más íntimo absurdo. También su desierto, pues en toda la exposición reina un incómodo silencio, como si se estuviera también exponiendo el reverso opaco de nuestra obscena voluntad de transparencia.

 

A la vez, república muestra que nuestra obsesión por el tamaño es una ilusión contextual. Un conjunto enorme de tacones, o marcos de cuadro, o instrumentos de plástico coloreado, parece (convenientemente acumulados y ordenados) la maqueta de una urbe gigantesca. Un instrumento mínimo, una aguja o un tornillo, muestra entonces el enigma de nuestra industria. ¿Para qué, para quién laboramos? Visto de cerca, ¿en qué nos afanamos tanto? Moraza podría hacerse estas preguntas en una estrategia donde lo macro y lo micro son usados para una anómala complicidad con los objetos.

 

Los tableros vacíos, las peanas donde se expone una superficie lisa, sin nada. Exponer la propia exposición. Y la carne marcada que cuelga, como una Alicia en el país de las pesadillas. Destornilladores, agujas, tornillos sacralizados en mármol. El culto cinematográfico a los útiles muestra otra vez su absurdo. Ciudades multitudinarias hechas de tacones reunidos, los cientos que pies que pisan cada minuto nuestras aceras. Ciudad irreal, donde el sol no bate; solo las luces artificiales que parpadean.

 

Imposibilidad de erradicar esta riqueza. Los miembros troceados recuerdan algo de los colgajos de Nauman. Casquería monstruosa, híbridos de cómic y realidad bélica. Estatuas de sal que nunca miran atrás. ¿Banalidad del bien? Nuestra seguridad incluye lo banal como programa, esto es, que por ningún lado nos toque lo real. En este aspecto, un poco más que implícita, esta exposición contiene una velada amenaza.

También, en alguna esquina, la magia silenciosa del dibujo. Un arte silencioso de la línea que quizás está, implícitamente, en toda la exposición, en sus salas limpias y bien trazadas. ¿La pulcritud al servicio de otra versión del misterio?

 

Mangos ensartados en instrumentos imposibles. Es como si el artista, con una simbiosis monstruosa de lo industrial y lo orgánico, ensayase una deconstrucción (entre piadosa y cruel) del anterior mundo industrial, rural. Recordamos entonces lo que vimos oralmente del artista, una fluidez (aparentemente amoral) que parece buscar sin desmayo el descentramiento, la desdramatización, una especie de calma en la pantalla en nieve. Sí, con cierta aguda ambigüedad moral. Un ingenio mordaz, sin término. Como si no existiera ni Dios ni Diablo, y por tanto cada uno fuera juez y parte a la vez. ¿De nuevo la pesadilla de una república donde cada está abandonado a su nada?

 

Es posible que desconcierte un poco algo de lo leído en la entrevista que se nos entrega a la entrada. En cualquier caso, aunque solo sea por llevar la contraria, nada nos impide una impresión más ontológica que sociológica, más atemporal que crítica y política, con todo el inmenso aburrimiento que arrastran estas palabras. Antes hermenéutica que informativa. En todo caso, la palabra «participación» resulta, cuando menos, enigmática.

 

¿Participar? Lejos del narcisismo compartido, nada nos priva de entender esta exposición como una manera, provocadora y monumental, de participar en la presencia muda de las cosas. Como si el arte pudiera volver a ser efectivamente, como recuerda el periódico que acompaña a la exposición, algo distinto al comentario y la crítica, a esta agobiante inflación de propuestas, reflexiones y activismo político. ¿El arte no persiste, a pesar de nuestra estúpida cultura espectacular, para reconocer una voz y un rostro en aquello que nuestra orgullosa República deja fuera? Por lo pronto, en el silencio poblado de estas salas, podría ser que ahora los objetos expulsados volvieran, en multitud silenciosa, a deshacer y rehacer nuestra república ruidosa de narcisismos compartidos.

 

Y esto Moraza lo insinúa tanto por el lado de la acumulación de formas repetidas y similares (tacones, marcos de cuadro, trozos de plástico), como por el lado del ocasional vacío, en esas peanas sin nada, en los esquemas de habitación y los pequeños útiles agigantados. Volvemos a recordar entonces una frase de Baudrillard: «Todo lo malo que le pase a esta cultura me parece bien». Con o sin la anuencia del artista, pues una vez que éste expone una obra republicana, horizontal y sin título, se arriesga a efectos imprevisibles.

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