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Requiem aeternam

 

Nuestra historia comienza en la gran sala del palacio ducal de Bruselas. Centenar y medio de personas llenan la estancia. Entre ellas, reyes y príncipes. No suenan atabales ni trompetas. La ceremonia no es de regocijo. Carlos de Habsburgo se dispone a renunciar a sus derechos sobre las tierras de Flandes. Tres días antes ha hecho otro tanto con el Gran Maestrazgo de la Orden del Toisón de Oro. Está cansado de batallar en todos los frentes, de soportar una responsabilidad sobrehumana y amarga, de llevar él solo el peso de la época.

 

Terriblemente flaco, consumido por las preocupaciones y los reveses, el Emperador comparece del brazo del Príncipe de Orange. El contraste entre su imagen actual y la representada en los tapices que decoran las paredes no pasa desapercibido a ninguno. La gota, el insomnio y las largas campañas militares han debilitado su organismo y endurecido su rostro. El prognatismo y la falta de muelas y dientes han consumido sus mejillas; los ojos, oscurecidos por los años y los últimos avatares, apenas brillan bajo el agrietado arco de la frente, y el resto del cuerpo, desgastado por la acumulación de cristales de ácido úrico en las articulaciones, parece ir combándose como un anaquel repleto de libros. Le cuesta respirar y anda con lentitud, algo que contrasta con la celeridad con que avanza el anciano que está a punto de ser.

 

Después de que el presidente del Consejo de Flandes haya expuesto los motivos de la convocatoria, su majestad se levanta del trono, toma la palabra y, apoyándose de nuevo en el Príncipe de Orange, justifica su decisión. La enfermedad lo está consumiendo. Apenas tiene fuerzas para seguir adelante. El sueño de restituir su gloria al Imperio, hoy convertido en sombra de lo que fue, ha resultado imposible, peor aún, anacrónico. La voluntad fraternal de los cristianos agoniza. Los príncipes alemanes se sublevan, Francia persiste en su arrogancia, Roma obra como si el cielo obedeciera a la tierra y no la tierra al cielo. Aunque ha defendido la cristiandad de los infieles, de los protestantes, incluso de los Papas, ha fracasado. Sus ilusiones se han vuelto desengaños. Lo único que le consuela es la satisfacción del deber cumplido. Ha puesto todo de su parte. Los errores le costaron siempre caros. Nunca emprendió nada que no fuera primero en detrimento de sí mismo. Deplora haber derramado tanta sangre y riqueza, mas no siente remordimientos porque siempre quiso evitarlo y porque, contra lo que afirman sus enemigos, ha sido una dócil herramienta del Señor. Ahora debe librar su última batalla. Tiene que preparar el encuentro con el Altísimo, retirarse para olvidar y ser olvidado. Le queda sólo una tarea: trasladarse a España para ceder el trono a su hijo y luego a Alemania a fin de hacer otro tanto con el Imperio, que reserva a su hermano Fernando.

 

Carlos habla con aplomo, seguro de sí mismo y de lo que dice. Aunque conoce muchas lenguas y sabe expresarse en cualquiera de ellas, en todas da la impresión de ser un extranjero. La malformación de la mandíbula no le deja articular adecuadamente los sonidos. En el último instante, pierde el control. Nunca se sintió cohibido por esto. Pese a todo, vigila la dicción. Es un trabajo inútil, que al menos le ayuda a controlar sus emociones. Lleva años haciéndolo así y hoy, quizá por primera vez en la vida, agradece al cielo su defecto. Es un día extraordinario. Difícilmente volverá a repetirse una ceremonia como esta. Muchos epitafios deben componer los poetas para que alguien vuelva a reunir en sus manos un número semejante de títulos y posesiones. Su enumeración resulta fatigosa. Por otra parte, Carlos nunca se ha mostrado tan grande como hoy. Al confesar que sus ideas son irrealizables, evidencia un conocimiento profundo de la época y de sí mismo. Sus enemigos –Lutero, el Rey Francisco, Barbarroja- han muerto y ahora toca a sus herederos mantener encendida la llama de la locura, pues no otra cosa es la Historia y cuanto atiza las luchas terrenales. Este último comentario disgusta al cuerpo diplomático. El legado pontificio lo comparará luego con la caída de Ícaro. Un juicio perspicaz, pero el juicio de un espectador para quien mañana será otro día.  

 

Antes de derrumbarse en el trono, abatido por el vértigo, el Emperador dirige la mirada a algunos de sus antiguos camaradas de armas y, sin ocultar la nostalgia, rememora la tormenta de arena que se desató cierta mañana durante el sitio de Túnez. Le gusta evocar esta escena, tal vez la ocasión más difícil de su carrera militar. Muy cerca de la playa, bajo un sol plomizo, él y sus soldados quedaron repentinamente cegados, a merced del enemigo, un enemigo que no podían ver, sólo oír a lo lejos, en un espejismo de tambores que se confundía con el rugir del viento que los azotaba arrojándoles miles de partículas contra las armaduras. Fue un momento de impotencia absoluta, en el que sólo cabía rezar, y del que escaparon con bien porque Dios lo quiso y porque los infieles desaprovecharon la oportunidad de asaltar los indefensos baluartes cristianos. Ahora, después de tanto tiempo, vuelve a experimentar la misma impotencia. Todas las mañanas amanece con los ojos llenos de arena. Trata de adivinar el derrotero futuro de los acontecimientos, pero fracasa. Ha perdido el compás de la Historia. Esto es incompatible con su posición. Si el deber del guerrero es percibir lo evidente y el del diplomático lo secreto y oculto, el del monarca es vislumbrar el porvenir. Pero él no alcanza ya a hacerlo. Una arena peor que la del desierto ofusca sus ojos. Dios le ha vuelto la espalda. Al decir esto, le tiembla la voz. Para disimular la turbación, se ajusta las lentes y consulta la hoja que lleva en la mano derecha. Parece incómodo bajo las regias vestiduras. Es la misma incomodidad que representó Giovanni Bellini en el retrato del Dux Leonardo Loredán. Claro que nadie repara en ello. La Reina de Hungría ha comenzado a llorar y muchos la imitan contagiados por la emoción. Poco después los sollozos son tan copiosos que, en vez de en la sala de un palacio, parece que estuviéramos dentro de un teatro donde acabara de representarse una tragedia. Pontus Henterus refiere los detalles de la escena en el libro XIV de sus Rerum Austriacarum. Gracias a él sabemos que el soberano padeció un leve desvanecimiento al final y que la ceremonia se prolongó bastante más de lo previsto debido al largo discurso del obispo de Arrás, que habló por su hijo Felipe, Rey consorte de Inglaterra.

 

Con el anuncio de la retirada del Emperador, Bruselas se convierte en un hervidero. Hay mucho que hacer y nada puede dejarse a la improvisación. Las mudanzas de la corte son una pesadilla. Secretarios y escribanos trabajan sin pausa redactando documentos y traduciéndolos a las distintas lenguas del Imperio. Carlos ocupa el tiempo departiendo con músicos y relojeros. Son sus aficiones favoritas y no va a renunciar a ellas. A veces da un paseo alrededor de la muralla, pero le cuesta montar a caballo y se fatiga pronto. A diferencia de sus cortesanos, siempre ataviados lujosamente, viste un traje de terciopelo negro, sin otro adorno que el Toisón de oro. Es la misma indumentaria con que lo retrató Tersio. Carlos se identifica más con este aire anodino y anónimo que con la majestuosa prestancia de las pinturas oficiales. Son las vestiduras de alguien que prefiere el sosiego de la vida doméstica al ajetreo palaciego, que sueña todas las noches con dejar un día pasar las cosas ante sí. De hecho, pese a lo anunciado en octubre, no puede evitar desprenderse allí mismo, en Bruselas, de todos sus títulos. La cercanía de su hijo Felipe facilita el traspaso. En cuanto al Imperio, las cosas se complican en el último instante. No es sólo el veto papal, contrario a la dimisión, sino el temor a favorecer a las casas rivales. Los consejeros de su hermano lo convencen de que continúe llevando las insignias imperiales aun cuando haya cedido el poder. Renunciar a ellas será lo último que haga, el último paso antes de alcanzar la libertad.

 

Cuando repasa los hechos fundamentales de su reinado comprende que su mayor error fue no haber descubierto a tiempo la discordancia existente entre los principios y la realidad. Deslumbrado por los filósofos que abogaban por un resurgimiento de las costumbres antiguas, soñó con la restauración del Imperio de los Césares sin advertir que aquel sueño sólo tenía ya sentido en el papel. La fórmula política que ambicionaba -una Europa unida en la que las águilas de los Habsburgo garantizarían la autonomía de todos los pueblos- era incompatible con la desavenencia religiosa. Nada podía convenir menos a sus proyectos que el hecho de que ponerse del lado del Emperador significara ponerse del lado católico y en contra de los reformistas. Esto es lo que había intentado evitar por todos los medios sin conseguirlo. Incluso había barajado la posibilidad de competir por el solio pontificio y forzar a la Iglesia a debilitar sus exigencias. Tenía que situarse por encima de aquellas disputas fratricidas. Pero no pudo o no supo. Evidentemente, fue un error suponer que el ideal de una paz perpetua entre cristianos debía imponerse sencillamente porque era deseable. La verdad es que siempre le asombró no alcanzar con facilidad sus fines. Que la providencia le volviera la espalda no era congruente con su condición de herramienta del Señor, algo de lo que estaba seguro. Las palabras que salieron de su boca tras la victoria de Mühlberg -“vine, vi y Dios venció”- eran la prueba. Fue una declaración espontánea. Algo se manifestó a través de él, algo superior a los hombres, a cualquier hombre. Pero: ¿qué decir entonces de aquellas ocasiones en las que el juicio divino se le había mostrado adverso o desfavorable?

 

Confesores y teólogos no terminaban de aclarar el asunto, se perdían en sutilezas y ganas de agradar. Era el eterno problema de estar tan alto. Siempre vivió rodeado de aduladores acostumbrados a disimular sus pensamientos o a cambiarlos de dirección entre reverencias y genuflexiones. Ninguno fue capaz de decirle que cuando uno no encuentra su sitio en este mundo debe buscarlo en el otro. Le hubiera gustado conversar de estos temas con sus iguales, oír de boca de los Papas el juicio divino. Lamentablemente, sus relaciones, marcadas por la salvaguardia de tal o cual prerrogativa mundana, nunca fueron buenas. Las dos cabezas de la cristiandad parecían condenadas a mirar en direcciones opuestas, como las águilas de su escudo. Más que ventajas, los Papas le habían deparado sinsabores y disgustos. El Espíritu Santo había empujado siempre el humo de los escrutinios en su contra. León X se opuso con todas sus fuerzas a su designación. Adriano, su maestro y consejero, se olvidó de él en cuanto se vio en el solio de Pedro. Clemente VII, el bastardo de los Medici, lo combatió con tal saña que no tuvo más remedio que tratarlo igual que a cualquier otro monarca de la tierra. Paulo III, resentido con el mundo porque su antecesor le había robado doce años de pontificado, socavó cada uno de sus proyectos con la excusa de equilibrar las fuerzas de la cristiandad. Ninguno lo agravió tanto, sin embargo, como Paulo IV, el actual Papa, quien al conocer su propósito de abdicar, lo acusó, primero ante el Consistorio Secreto y luego ante el Colegio Cardenalicio en pleno, de padecer la misma enfermedad que su madre, la reina Juana. De haber poseído la estatua de oro de la Fortuna que los emperadores romanos guardaban en sus aposentos como símbolo de majestad, se la hubiera enviado de inmediato a su hermano Fernando. El primer Pontífice capaz de mostrarse inexorable con la heterodoxia y de combatir los desórdenes de la Iglesia, no dejaba pasar la ocasión de neutralizar al Imperio denigrando a su titular al tiempo que discutía su derecho a ser reemplazado. Un juego indigno, que demostraba la rapidez con la que el pastor de la cristiandad sacrificaba a sus ovejas si le convenía. ¡Cuánta razón encierran los evangelios al enseñarnos que allí donde se reúnen algunos hombres resulta inevitable que aparezcan tarde o temprano Judas y las treinta monedas!

 

Pero detengámonos un instante en este personaje, Gian Pietro Carafa, el Papa Paulo IV, a quien Palma el Joven pintó bizco, quizás por su fama de intemperante. Grande es su influencia en el desarrollo de nuestra historia. Las últimas decisiones de Carlos V estuvieron determinadas en buena medida por su confrontación con él. Nacido en el seno de una familia de la aristocracia napolitana, Carafa empezó a destacar en el pontificado de León X, época en la que fundó, junto a medio centenar de clérigos, el Oratorio del amor divino, raíz de la orden de los Teatinos. Aunque el fin de esta asociación era la mutua ayuda espiritual, el relieve de sus miembros, muchos de los cuales alcanzaron el cardenalato, la convirtieron en un influyente núcleo de poder. Esto afectó a sus posiciones. Si al principio abogaban por un entendimiento entre la Iglesia y los protestantes, su ascenso los volvió intransigentes. Carafa pasó de apoyar la tolerancia a dirigir el Santo Oficio, tribunal que reorganizó tomando como modelo la Inquisición española. Culto y competente, pero también justiciero y cruel, pensaba que en cuestiones de fe hay que actuar con la mayor energía a la menor sospecha. La mayor energía significaba intolerancia sistemática, falta de contemplaciones, tortura y tormento. El mismo derecho que capacitaba a la Iglesia para dispensar las bendiciones del cielo, le permitía aplicar los castigos del infierno. Inspirado por este sentimiento censorio, promovió el Index, llenó de hojas de parra las paredes de las iglesias, incluida la Capilla Sixtina, y acabó para siempre con la alegría renacentista.

 

En el cónclave en el que fue elegido Papa se barajaron antes que el suyo los nombres de otros candidatos y sólo se pensó en él cuando la amenaza de ruptura resultó demasiado seria. El cardenal Farnesio, su promotor, alegó en su defensa un motivo inusual: que era digno del papado. Sin embargo, cuando ascendió al solio, en mayo de 1555, a la edad de 79 años, quiso llevar inmediatamente a cabo sus tres principales ambiciones personales: combatir a los españoles, unir Italia y engrandecer a su propia familia. Muchos de los que lo habían respaldado confiando en su integridad quedaron asombrados de lo rápidamente que interfirieron sus intereses privados en sus obligaciones. Las defecciones sobrecogieron a Carafa, el cual, sorprendentemente dada su posición, rectificó. El espíritu reformista que le había encumbrado renació con extraordinaria virulencia. Tras someter su conciencia al mismo expurgo al que sometían los censores los escritos de los literatos, Paulo IV vio la mano divina no sólo en la forma en que consiguió la tiara, sino también en la prontitud con que intuyó que la auténtica causa de sus yerros había sido dejarse arrastrar por sus pasiones personales. Fruto de ello fue un acrecentamiento del rigorismo y la severidad. Para representar el giro producido al final de su primer año de mandato, acuñó una moneda en la que por un lado aparecía su efigie y, por el otro, Jesús expulsando a los mercaderes del templo. El galeón de la Iglesia había estado a punto de zozobrar en un océano de inmundicias. Era menester aplicar medidas drásticas. Incluso la curia empezó a avergonzarse de aquello de lo que en los últimos siglos se había ufanado. Las fastuosas fiestas papales, símbolo de una Roma optimista que amaba por igual a pecadores y santos, dieron paso a los autos de fe. El celo del Santo Padre llegó al extremo de reclamar a los cardenales el uso de sacramentos y abstinencias. No es extraño, por ello, que a su muerte, acogida con regocijo, el populacho, acostumbrado al pan y el circo, derribara su efigie y apedreara con los fragmentos los edificios señeros de su gobierno, en particular el palacio de la Inquisición. Aquella explosión violenta sirvió de todas formas de poco, pues el tipo frailuno, puritano, reacio a la vida y sus placeres, el modelo protestante, estaba destinado a desplazar al desenfadado aristócrata que había conducido hasta entonces los destinos de Roma. Los mismos que años atrás forraban la estatua de Pasquín con sátiras feroces denunciando la austeridad y grosería medievales, aceptaban ahora prácticas que recordaban demasiado a la barbarie. Roma se purifica, caen el nepotismo y la simonía y, con ellos, la pompa y el desorden, pero, a cambio, aumentan las persecuciones y los interrogatorios. En algún lugar del cielo, una mano cierra el manuscrito que con ojos expertos contempla León X, el hijo de Lorenzo el Magnífico, en el retrato de Rafael.

 

La inflexibilidad de Carafa en el orden espiritual tuvo su reflejo terreno en la antipatía que sintió hacia Carlos V. Aunque de temperamento atrabiliario y rencoroso, las causas de esta hostilidad no fueron psicológicas ni se debieron tampoco a un enconamiento personal alimentado por un previo conflicto de intereses. En las chancillerías circulaba la creencia de que las divergencias eran fundamentalmente ideológicas. Paulo soñaba con hacer pagar al emperador su política de acuerdo con los protestantes. Nadie en el Vaticano había olvidado el saco de Roma, la deshonra del Papa Clemente, el pacto con los cismáticos. La espada de la cristiandad les había decepcionado. El problema es que poco podían contra un poder como el suyo, un poder que contaba con el respaldo de muchos católicos de buena fe partidarios de entenderse con los luteranos. “La misión del monarca –había escrito su confesor, García de Loaysa- no es salvar almas a Dios, sino convertir cuerpos a su obediencia”. En la curia aún no habían comprendido que el rigor teológico era un arma inútil en la política moderna. Mientras que el César se veía acuciado por la necesidad de conciliar puntos de vista diversos, el Santo Padre creía que, para resolver los problemas, bastaba con trazar en el suelo una línea con el pie. En este contexto es fácil imaginar el alivio con que fue recibido el inesperado anuncio de la abdicación. Mentes tortuosas idearon inmediatamente un plan. Si su Santidad rechazaba la dimisión juzgándola el acto de un demente, cargo no difícil de justificar dados los precedentes familiares del Emperador, debilitaría al Imperio, reducto de los rebeldes, y, al mismo tiempo, eludiría el enojoso e inejecutable deber de condenar por herético a su titular. Esta posibilidad atormentaba al Pontífice, para quien los divorcios de Enrique de Inglaterra y los acuerdos de Francisco de Francia con la Sublime Puerta eran tropiezos veniales comparados con las concesiones de Carlos a sus súbditos alemanes. El solo pensamiento de que en algunas regiones del Imperio era posible el matrimonio de los sacerdotes hacía que de sus ojos saltaran chispas de indignación.

 

Pero no era ésta la única hipótesis sobre el origen de la hostilidad papal. Aparte su conocida animadversión hacia los españoles –“simiente de judíos y moros, hez de la tierra”, los llamó delante de Navagero, embajador veneciano- y su voluntad de liberar Italia de la opresión extranjera, se rumoreaba que el Pontífice estaba devolviendo al Emperador los intereses de su tacañería. Éste no sólo acostumbraba a dejar deudas por todas partes, convencido tal vez de que el deseo de cobrarlas es mejor garantía que la lealtad, sino que escatimaba calculadamente premios y honores para sujetar de cerca a sus colaboradores. Que pudo obrar de esta forma con Paulo en la época en que era Gian Pietro Carafa y que éste le detestara por ello es, desde luego, una posibilidad, aunque una posibilidad difícil de conciliar con el estado de pobreza prescrito a los teatinos, orden de la que Carafa había sido general, y con el hecho de que el napolitano hubiera recibido de su Majestad el nada desdeñable arzobispado de Brindisi.

 

El registro exhaustivo de los archivos permite afirmar hoy que la causa del litigio no fue nada de esto, sino cierto suceso ocurrido cuando Carafa, por aquel entonces nuncio apostólico en Inglaterra, acudió a la corte de Flandes para entrevistarse con el César. Se desconocen los detalles de la entrevista, aunque todo apunta a algo muy trivial. Cierto día, tras una áspera discusión, Carlos, harto de la intransigencia y la arrogancia de Carafa, cuya condición de predicador le hacía olvidar a menudo su simultánea condición de diplomático, mandó que lo alejaran de su presencia y el cardenal, herido en su quisquillosa dignidad de patricio, juró vengar aquella afrenta. Carafa no podía aceptar que alguien que había oído sin inmutarse las monsergas de Lutero lo despachara a él, príncipe de la Iglesia, como si fuera un caballerizo. Era demasiado para una persona de su rango y de su edad. Claro que Dios es sabio y le había otorgado al final de su vida, en su nada desfalleciente vejez, la ocasión de tomarse justa venganza.

 

Pero dejemos al Pontífice atizar en la soledad del Vaticano aquel rencor incurable y volvamos a Carlos, quien a mediados de septiembre, casi a punto de celebrar el primer aniversario de su abdicación, abandona Flandes camino de España. La travesía dura un par de semanas. Lejos de las turbulencias de la corte, recupera el buen humor. Martín Gaztelu, su secretario, confirma esta evolución favorable. Según refiere, el César dejaba el camarote cada mañana, después de desayunar, para contemplar desde la cubierta al medio centenar de buques que lo escoltaban. La brisa marina y el vaivén de las olas lo sumían en un estado de placentero bienestar. Las tardes las empleaba jugando al ajedrez, repasando documentos oficiales o platicando con algunos de sus cortesanos. Su tema predilecto era la campaña de Túnez. El fracasado intento de rapto de Giulia Gonzaga por parte de Barbarroja había nimbado la empresa con una aureola maravillosa. Por primera vez se sintió un emperador de verdad. Giulia, la joven viuda de Vespasiano Gonzaga, una de las mujeres más hermosas de la época, tuvo que huir medio desnuda de su palacio de Fondi cuando el corsario trató de apoderarse de ella a fin de añadir un nuevo ornamento al serrallo del Sultán. La residencia quedó arrasada y Carlos decidió vengarse poniendo a sus pies la plaza de Túnez, principal refugio de los piratas. Aunque había que estar ciego para no ver que el ejército imperial lo formaba una turba sanguinaria que era como la jauría que sigue al cazador cuando éste se adentra en el bosque, Carlos se figuraba galopar a la cabeza de una legión de caballeros unidos bajo el estandarte del honor. Vivir en presente una canción de gesta a la que la posibilidad de la muerte confería un brillo del que carecían los inofensivos cruces de lanzas de las fiestas palaciegas, lo llenó de felicidad. Luego, al caer Túnez, lo primero que hizo fue enviar un emisario a Italia con orden de dar la noticia a Giulia y de entregarle un recuerdo de la expedición. Ella devolvió el gesto usando del mismo lenguaje cortés y le regaló un lazo carmesí en el que bordó su escudo y su nombre. Eran las últimas manifestaciones de una época que tocaba a su fin.

 

Otras veces, sin embargo, lo invadía la tristeza. Se comparaba entonces con una galera camino del desguace o con un manuscrito que está a punto de ser cerrado por el lector. Lo mejor en estas ocasiones era dejarlo solo, sumido en sus pensamientos, mientras contemplaba el océano desde el ventanuco del camarote. En esa posición, su mirada perdida recordaba a la de su madre, mas sólo los gavieros de las otras naves podían verlo y ninguno de ellos conocía a la reina Juana. De lejos, sin su corona, era sencillamente un hombre que mira la estela rizada del barco o que oye al viento aullar sobre las olas igual que un fantasma.

 

Al caer el sol, en el lecho, su mente volvía a llenarse de preocupaciones. Perdido en ellas lo sorprendía diariamente el sueño. Este no tenía demasiado que hacer porque la fatiga de medio siglo facilitaba la tarea. Cuando llegaba a ponerle su trampa, ya había caído en ella. Lástima que la gota lo desvelara. El insomnio era otra prueba del peso de los años. Los surcos del tiempo nunca desaparecen y las ruedas del carro tienden a hundirse en ellos cada vez más profundamente. Carlos no podía evitar que el inconexo monólogo nocturno transcurriera siempre por los mismos lugares. Las prisas por emprender una nueva vida le habían llevado a incumplir la norma que se impuso el día de su coronación: no hacer nada bajo amenazas. Verdad que no había modificado sustancialmente sus planes, pero se había dejado persuadir de que era mejor complacer al Papa. La cristiandad iba a entrar en una fase muy difícil a causa de su dimisión. Aunque fuera por guardar las apariencias, debía conservar el título imperial. Ello garantizaría una transición pacífica. El centro tiene que resistir, le decían. A regañadientes, accedió. Carafa se había salido con la suya. Debía sentirse muy dichoso. ¿Pensaba acaso que a su edad y retirado olvidaría la ofensa? Se equivocaba, desde luego, si pensaba así. Los reyes son ungidos en señal de su alta misión para simbolizar una dignidad que va más allá de sus propias personas. Ni siquiera el Santo Padre, o mejor dicho, él menos que nadie, tenía derecho a arrastrar por los suelos el prestigio de los Habsburgo. No le conocía en absoluto si especulaba con la posibilidad de que, una vez en Yuste, se volviera un anciano inofensivo, un fantasma, como su madre. Carafa no se percataba de que la abdicación era la única alternativa que le quedaba al Imperio. Su sacrificio no era improcedente, el capricho de un necio, aunque, si lo hubiera sido, nadie con más motivo para apoyarlo que él. La imposibilidad del Imperio era también la de la Iglesia. Por otro lado: ¿no debía sentirse satisfecho de que una de sus ovejas canjeara la gloria terrenal por la espiritual? El napolitano pagaría con creces su ceguera. Vengarse sería un pasatiempo en las largas horas de tedio que le esperaban. Lo mejor, por ahora, era seguirle la corriente, avivar el bulo de la degradación. Optaría por la niebla de la intriga. También era ducho en este tipo de maniobras. Calcularía a fondo sus jugadas. Primero había que hallar un motivo de controversia, algo insólito, pasmoso, desconcertante. La máscara de la locura no le disgustaba del todo. Agitaría sus cascabeles hasta el límite de lo tolerable y después se reiría a carcajadas.

 

La flota atracó en el puerto de Laredo el 26 de septiembre de 1556. Ni el Emperador ni su séquito podían sospechar el desaprensivo recibimiento de que fueron objeto. Carlos nunca había gozado del afecto de sus súbditos, pero aquello sobrepasaba los peores augurios. De no ser por el bramido de las olas y la algarabía de las gaviotas que planeaban sobre los pocos sombreros que se alzaron para vitorearlo, el silencio hubiera resultado inaguantable. ¿Dónde estaban los grandes de Castilla y Aragón, los dignatarios de la Santa Iglesia, los consejeros del reino? Salvo el alcalde de casa y corte y el obispo de Salamanca, que besó su anillo mientras constataba que la majestad de antaño se había transformado en parsimonia, nadie acudió a dar la bienvenida al César. Éste, viendo que nada estaba previsto, se enfureció. Faltaban vehículos y animales y también fondos para pagar a los marineros. Era algo inaudito. Carlos empezó a dar órdenes en tono perentorio: dictaba cartas, mandaba mensajeros con orden de reventar los caballos, acaparaba insultos, decía cosas sangrientas e irrepetibles. Medio siglo de gobierno le habían enseñado qué clase de criatura es el hombre. La falta de compasión era en su caso una virtud del raciocinio, no un defecto de carácter. Nunca le costó ser implacable en sus actuaciones. Que se lo preguntaran si no a sus paisanos de Gante. Los nobles flamencos del cortejo comenzaron a murmurar. La despedida de Flandes había sido multitudinaria, durante la travesía la flota inglesa honró al Emperador con salvas: aquel desplante era lo nunca visto. ¿Tendrían que habituarse a partir de ahora a otras muchas cosas nunca vistas?

 

Carlos se puso enfermo. Las tripas se le revolvieron y sintió deseos de vomitar. Mientras era conducido a su alojamiento, los médicos no le quitaron ojo de encima. En vano. Su mal estaba dentro. Ninguna droga le devolvería la salud. Seguramente le hubiera hecho bien conversar con un amigo, pero tenía problemas hasta para entenderse a si mismo. La voz que le había acompañado durante toda la vida comenzaba a no servirle. Sin el brillo de la corona, debía acostumbrarse a ser tratado, y a tratarse él mismo, como alguien que no ha de volver.

 

Siete días más tarde, una larga fila de mulas y carromatos que era como un reguero de agua derramada, siguió al carruaje imperial camino de Yuste. El cortejo devoraba a pequeños bocados la tortuosa senda para evitar que su majestad se atragantase. Sombríos y desganados, los nobles se sentían incapaces de sacar al monarca de su ensimismamiento. Un español, don Luis Quijada, quizá antepasado del hidalgo cervantino, intentaba disimular con su plática chispeante la ascética dureza de la tierra patria. El César no dio muestras de alegría hasta que llegaron al castillo de Medina de Pomar, donde les esperaba un baúl lleno de suculentas viandas. Muy poco grato fue, sin embargo, el encuentro en Cabezón con el príncipe heredero. El muchacho tenía el carácter bullanguero y gozaba con el relato de las campañas del abuelo, pero algo recordaba más de la cuenta a la pobre reina Juana. Luego, al reemprender el viaje, el mismo sopor y la misma incolora laxitud. El polvo cubría las ricas gualdrapas de los caballos, los arneses de los soldados y las tristes pláticas de los viajeros. Oculto en su litera, Carlos no cesaba de dar vueltas a la ofensa del Papa, al desplante de los castellanos, al escaso miramiento de las autoridades. Salvo en las ciudades donde tiene que detenerse y pernoctar, con el inexcusable rosario de visitas, pocos acuden a homenajearlo. Antaño, la gente permanecía en los caminos hasta perder de vista al último alabardero; ahora parece que les basta con mirar desde lejos el carruaje. Por primera vez encuentra a su paso labradores trabajando. ¿Estaría muerto y aquel cortejo era simplemente el espectro de una servidumbre ejecutada en su honor? Los castellanos le habían pedido infinitas veces que regresara al reino, pero ahora, lejos de la felicidad que se prometían con su presencia, le daban la espalda como a un apestado. Un rencor de viudas llena el paisaje como una piedra su lugar natural. El Emperador apremia a la caravana. Se diría que tras él, pisándole los talones, viene la muerte, aunque no puede ser la muerte, pues es él quien ha emprendido este viaje para alcanzarla a ella, y no viceversa. 

 

En Valladolid, donde recibe el gélido homenaje de la nobleza castellana, se reúne con el general de los Jerónimos y el prior del convento de Yuste para ultimar los detalles del edificio que ha ordenado construir junto al monasterio. Encima de la mesa, el plano del castillo de Canderberg, la vieja residencia de los duques de Brabante donde ha vivido desde niño. Sus aposentos privados deben asemejarse lo más posible a estos. También quiere un mirador. Luego, ultimadas las cuestiones arquitectónicas, expresa su interés por que se escojan para su servicio religioso y para su capilla musical a los mejores cantantes de la orden. Desea un organista, tres frailes tenores, dos contraltos, dos barítonos, y dos contrabajos. Nadie se asombra. Su afición por la música es conocida. Lo que ninguno sabe es que ésta le vino de repente, el día de su consagración como Emperador. Recordaba la escena perfectamente. Estaba tendido en cruz sobre las frías gradas del altar de la catedral de Aquisgrán, esperando el anillo, el cetro, la espada de Carlomagno, el globo terráqueo y la corona, cuando el coro situado encima de su posición atacó una antífona que concluyó con el triunfal “vivat, vivat Rex in eternum”. No entendía las palabras,  pero tampoco le hizo falta, su significado se le revelaba gracias a la música. El diálogo de los cantores lo iba elevando cada vez más como si la arquitectura de sus voces maravillosamente conjuntadas fueran las invisibles manos de los ángeles que tiraban de él hacia el cielo. Al cesar la música sintió de nuevo la frialdad de la piedra y la gravidez de su cuerpo. Ahora sabía que además de ser el agente temporal de Dios en la tierra, existía una vía de conexión entre el Altísimo y él, una vía siempre abierta a condición de que dejara a la armonía introducirse en su alma. Por eso procuró rodearse siempre de los mejores músicos. Su arte encarnaba la tarea soberana. Del mismo modo que el maestro de capilla subordina las voces discordantes integrándolas en una unidad superior, el monarca debe someter a sus súbditos al ideal de una comunidad ordenada. Para un oído delicado como el suyo, el declive de la universalidad cristiana se reflejaba en el declive de la polifonía. También los signos de descomposición eran aquí evidentes y, por eso, se esforzó en convertir su capilla en la mejor de la época. Fernando, su hermano, lo había comprendido sin duda. Las protestas al conocer que la heredaría Felipe así lo atestiguaban. Claro que ninguna de estas ideas salieron a relucir en la conversación con los jerónimos. Para aquellos frailes, que el César deseara un coro era tan natural como que las águilas posean alas y vuelen. Necesidades de la grandeza, sencillamente. Por supuesto, no sospecharon el papel que estos músicos iban a desempeñar en el proyecto de venganza que empezaba a concretarse en la mente del monarca. No lo sospecharon, entre otros motivos, porque tampoco él era todavía consciente de ello.

 

A pesar del frío y la lluvia, el cortejo se puso otra vez en movimiento. De nuevo las mismas sendas tortuosas, la misma soledad, ahora llena de barro. Los surcos que abren los carros donde va el equipaje se vuelven cada vez más profundos. Cada jornada resulta un verdadero calvario. El paso de la Sierra de Gredos a través del desfiladero de Tornavacas resulta muy difícil. El esfuerzo deja maltrecho al César, cuya litera tiene que ser arrastrada por los criados al no lograrse que las mulas crucen juntas la vereda. Mediado noviembre, avistan el castillo de los condes de Oropesa, cerca de Yuste. Parece que han llegado a la meta, aunque deben esperar allí cuatro meses mientras concluyen las obras del convento. Es mucho y surgen las primeras discusiones. Criados y señores empiezan a darse cuenta de que han seguido en su retirada a un hombre que no tiene pensamiento de volver. El tedio los deprime. Lejos de todo, excepto de aquel que brilló como un astro y ahora se apaga igual que una vela, la rutina se vuelve intolerable. Algunos imploran el relevo alegando otras obligaciones. Incluso Quijada, el chambelán imperial, se queja de comer trufas y espárragos cada día. Su majestad habría licenciado con gusto a los descontentos, pero carece de fondos para hacerlo. Las obras de Yuste son, también, un pretexto para no pagar.

 

Las cosas parecen tomar un derrotero mejor cuando llega la noticia de que el Duque de Alba ha acampado en las afueras de Roma. El Emperador lo celebra como si se tratara de una gran victoria. Cree que Carafa va a recibir su merecido. El rencor le ha impedido hasta ahora concentrarse en su salvación. Pero la dicha dura muy poco. El Rey Felipe no tarda en suscribir con el Papa un acuerdo. Roma se salva. Carlos no comprende a su hijo, ni tampoco a los nobles que le aseguran que se trata de un pacto prudente. Como cabeza de los Habsburgo reprueba la decisión. Lo que más le duele es no poder hacer nada. Durante años ha sido el árbitro de todos los litigios y le cuesta aceptar que hoy está en un segundo plano. Cierto que nadie se atreve a contrariarle, ni siquiera su hijo, pero éste, embarazado por las exigencias de la política y su indecisión natural, comienza a poner en práctica el arte en el que llegará a la suprema excelencia: abandonarlo todo en manos del destino, del azar, de los elementos. Nadie va a ayudarle. El castigo del Pontífice depende sólo de él. Ya no podrá arrojar contra los muros de Sant´Angelo a sus lansquenetes. Debe librar una batalla en la que cuenta con fuerzas inferiores a las de su adversario. Mejor así. Es luchando en inferioridad como demuestra el guerrero su auténtica valía.

 

Al mismo tiempo que las malas noticias, tal vez para suavizarlas, llegan los tan ansiados dineros. Ello permite licenciar a la servidumbre borgoñona y flamenca, así como a los alabarderos de la escolta. Hecho esto, el cortejo parte hacia Yuste. Es un breve trayecto. Al llegar al convento, donde son recibidos al son de las campanas, se celebra un solemne Tedeum. Carlos sonríe durante el acto. Sus ojos miopes resplandecen como en su juventud. La mayoría piensa que es por el final del viaje, pero la causa de su alborozo ha sido el saludo de uno de los frailes, el cual, no sabiendo cómo tratarlo, le ha llamado “Vuestra Paternidad”.

 

Desde el primer día queda claro que su majestad no pretende someterse a severas penitencias, ni hincarse de hinojos día y noche en la iglesia. Para un Emperador ya está bien con sustraerse al mundo. La retirada tampoco es total. Diariamente llegan cartas de sus corresponsales habituales y de otros nuevos; los canónigos de Plasencia, el prior de Guadalupe, el arzobispo de Toledo. La servidumbre de las casas nobles de la zona, los Frías, los Oropesa, los Denia, multiplican sus ofrecimientos. Aunque Carlos observa puntualmente la misa y demás servicios religiosos, en particular los celebrados en canto de órgano, se sigue conduciendo como un soberano. Los visitadores de la orden tienen que rogarle que evite conceder recompensas a los frailes, pues ello está alterando la disciplina del convento. Son indicios de que la nueva existencia le place. Ha recuperado la salud, aunque en su caso el restablecimiento de fuerzas suele ser contraproducente, pues tras cada mejoría vienen nuevos excesos, fatales para la gota. De sus secuelas se repone en el mirador de palacio, donde permanece largas horas tomando el sol y mirando el paisaje. Hasta allí llegan la fragancia de los frutales y el murmullo de las tencas que bucean en el estanque. Dentro, en el interior de la vivienda, tapices, alfombras y cuadros nimban la atmósfera con un brillo suntuoso y familiar. Su majestad dedica cada mañana un rato a uno de estos óleos, el retrato de la Emperatriz. Luego inspecciona los relojes. El movimiento de las manecillas confirman que aún está en la tierra, sujeto al tiempo que mata. Recostado en una butaca cuyos brazos plegados forman una mesa, destripa las entrañas de aquellos artilugios junto a Giovanni Torriano, el relojero. Juanelo, que es como él lo llama, debe su fama a la construcción de relojes de resortes y ruedas dentadas, mucho mejores que los viejos de pesas y cuerdas. Ambos charlan acerca de las novedades venidas de Europa, no sólo las relacionadas con los cronómetros, sino también con autómatas mecánicos e instrumentos de medición. Estas horas son sagradas. Sólo se aplazan cuando viene de visita un veterano de las campañas imperiales, Don Luis de Ávila y Zúñiga, comendador de la orden de Alcántara, que vive en la vecina Plasencia, y pretende decorar su gigantesco palacio con frescos inspirados en las hazañas del César.

 

Junto a las horas felices, ahora más numerosas que en su época de rey del mundo, transcurren también otras en las que se impone irremediablemente la melancolía congénita de su estirpe. En tales ocasiones, hasta el canto de los jilgueros que revolotean en el claustro le parece de mal agüero. Percibe en sus trémolos un acento lúgubre, como si quisieran decirle que su muerte sería un alivio para los habitantes del convento. Manda entonces cerrar las ventanas y bromea con el temor a que una ráfaga de aire se lleve los pocos cabellos que le quedan bajo la ausente corona. Para combatir la pesadumbre, lee la Biblia, las Consolaciones de Boecio y los Comentarios de Julio César, su libro de cabecera. A veces, en secreto, hojea sus Memorias. Años antes, durante una travesía por el Rhin, comenzó a dictárselas a su secretario Van Male con idea de concluirlas en Yuste, pero ahora ya no tiene interés en hacerlo. Le da igual si las futuras generaciones tergiversan el sentido de sus empresas, su esfuerzo por impedir el resquebrajamiento de la cristiandad. La inviabilidad del ideal de Erasmo y de los sabios de la época era también una prueba de que la elocuencia está reñida con el sentido de la realidad. Frente al papel de hombre sin amo reivindicado por los burgueses de toda Europa, los valores nobiliarios estaban condenados a desaparecer. La fidelidad pronto sería cosa olvidada. Se avecinaban tiempos muy malos. El mundo -¡qué ciego estuvo al no verlo!- era ya de los banqueros, de las hijas y nietas de los banqueros, madres de los futuros monarcas.

 

Fue en una de estas tardes taciturnas, mientras escarbaba en el fondo de su memoria, cuando terminó de perfilar el plan que le rondaba la cabeza desde hacía meses: celebrar en vida sus propias exequias. La ocurrencia, prohibida taxativamente por los Concilios, colocaría al Papa en un brete insoportable. Roma se opondría con todas sus fuerzas. Tampoco tardarían en dar muestras de repugnancia las chancillerías nacionales, incluida por supuesto la española. La unanimidad que nunca logró como gobernante la alcanzaría como réprobo. En vez del respeto popular y la delectación de la nobleza, su última ceremonia produciría desconcierto. ¿Osaría el Papa excomulgarle? Media Europa estaba en su contra, no podía correr el riesgo de perder a la otra media. Carafa iba a tragarse su propia hiel. Aparecería ante el mundo como un viejo pusilánime. Su única alternativa sería echar tierra sobre el asunto, silenciarlo una vez que se hubiera producido, como de hecho ocurrió. La sistemática destrucción de documentos relacionados con aquel suceso es la causa de que la antorcha de la historia apenas alumbre el episodio. Muchos estudiosos lo discuten. Rechazan que el funeral se celebrara. El Emperador no pudo perder la razón hasta ese extremo. Claro que el desatino no basta para impugnar un suceso histórico. ¿Quién y con qué fin pudo inspirar semejante leyenda?, ¿el Papa? La acusación de demencia había salido de sus labios y el proyecto de Carlos lo confirmaba. El problema es que él menos que nadie podía tomarlo en serio. Prueba de ello es su reacción al conocer la intención del monarca. Inmediatamente ordenó procesar a varios teólogos del círculo imperial. ¿Obra así un hombre que niega el juicio a su adversario? Más que discutir lo evidente, habría que preguntarse por qué se rechaza la posibilidad de que Carlos arriesgara el alma celebrando una ceremonia tan delirante. El Emperador prefería sin duda pasar por impío e insensato antes que por débil. No era un mentecato como su madre y, por eso, no vacilaba en cruzar la línea cuando le interesaba. Lo había hecho antes al saquear Roma. Sus ideas, además, estaban más cerca del luteranismo de lo que se cree. Carlos simpatizó siempre con las tesis defendidas en los coloquios de Ratisbona por el cardenal Gasparo Contarini y, al igual que la República de Venecia, el cardenal inglés Reginald Pole o el círculo de Vittoria Colonna, al cual perteneció Miguel Angel Buonarroti, se mostraba en privado partidario de un retorno de la Iglesia a una experiencia espiritual más pura, alejada del poder y el comercio mundanos. Tal vez todo esto resulte difícil de sostener documentalmente, pero las concesiones hechas a los alemanes dan que pensar. Prueban al menos que no se sentía obligado por los sínodos.

 

A quien si obligaban, en cambio, era al prior de Yuste, Martín Angulo, que se enteró del proyecto del Emperador primero por Nicolás Benigno, el barbero, y luego por Juan de Regla, su confesor. La celebración en vida del propio funeral constituía, de acuerdo con lo establecido en el último concilio, un pecado mortal tanto para el inspirador como para los colaboradores. Así se lo había hecho saber Fray Juan al César cuando éste le comunicó el plan, pero por lo visto su majestad se limitó a encogerse de hombros como si las leyes de la Iglesia no le afectaran en absoluto. Del mismo modo que el Santo Padre, también él era quien era por la gracia de Dios.

 

Los jerónimos, turbados por la situación, se dirigieron a las autoridades pidiendo instrucciones, pero antes de que éstas llegaran el Emperador reunió en sus aposentos al prior y sus consejeros para tratar de los preparativos. La congregación había acordado de antemano una táctica dilatoria: si no lograban hacerle cambiar de idea, procurarían estorbar su ejecución. El pretexto fue la música. Había que encontrar una partitura apropiada a la categoría del César. Carlos, que estaba en todo, extrajo de una arqueta el réquiem a seis voces de Jean Richafort. Uno de los frailes insinuó la inconveniencia de utilizar una obra empleada con anterioridad. El monarca explicó que Richafort, maestro de capilla de Saint-Gilles, en Brujas, había muerto en 1547, pero que su réquiem no vio la luz hasta diez años más tyarde, fecha en que lo adquirió uno de sus agentes en París. Se trataba de una obra inédita, digna de un funeral imperial. El asunto parecía zanjado y así hubiera sido de no intervenir el avispado lector de la orden, Bernardino de Salinas, quien introdujo un elemento de incertidumbre al citar de corrido un párrafo del Dodecachordon de Henricus Glareanus que ponía en tela de juicio las palabras de su majestad. Nada podía garantizar el fraile: ni la exactitud de la cita, ni la firmeza de su memoria, ni el carácter inaudito de la partitura, pero su discurso tuvo un efecto inmediato. Para el Emperador, que confió demasiado aprisa en la erudición del monje, una cosa era renunciar a las pompas del mundo y otra muy distinta descender a la tumba embutido en la mortaja de otro.

 

Felipe II aprobó lo que habían hecho los jerónimos de Yuste. La táctica dilatoria era la única que podía emplearse en un caso como este. Ni siquiera él osaba contrariar abiertamente a su progenitor. Había que impedir por todos los medios la celebración de la ceremonia y, conociendo el carácter del César, el mejor obstáculo era sin duda privarle de una música adecuada. Embajadores y funcionarios hicieron circular por todas las cortes de Europa el rumor de que Felipe no perdonaría jamás a aquellos que contribuyeran a la condenación de su padre. Una carta del archivo farnesiano de Nápoles en la que el cardenal Ercole Gonzaga pide disculpas al César por no poder ofrecerle los servicios de su maestro de capilla, Jachet de Mantua, demuestra cuál fue el alcance de aquellas amenazas. También habría que encuadrar en este contexto el insólito comportamiento de Francisco Guerrero, maestro de la catedral de Sevilla, quien, a instancias de Carlos, remitió a Yuste una obra mediocre, repleta de citas, que su majestad, experto conocedor de la música de la época, desdeñó malhumorado. La tela de araña tejida por el Rey Felipe parecía funcionar a la perfección. Claro que, como dijo Lutero, las telas de araña están bien para atrapar pequeñas moscas, no piedras de molino. Al tiempo que fracasaban las gestiones emprendidas manifiestamente por el Emperador, su amigo Tiziano buscaba en secreto un músico veneciano para su réquiem. Por supuesto, no se han conservado documentos que demuestren categóricamente que fue así –a la clandestinidad de las gestiones hay que añadir el hecho de que el Rey, que no pudo impedir la ceremonia, procuró luego borrar su recuerdo-, aunque la coincidencia con varios sucesos poco claros ocurridos entonces confiere a los que quedan un extraordinario valor ilustrativo. El más notable de ellos fue la sustracción de ochocientos ducados de los aposentos del Emperador, una cifra enorme, con la que se podría haber vaciado el purgatorio, y a la que Carlos, sorprendentemente dada su tacañería, apenas dio importancia. ¿No sería él mismo quien planeó el hurto a fin de justificar unos gastos que pretendía ocultar a su hijo? Por otra parte: ¿qué conexión guarda todo esto con el codicilo que adjuntó a su testamento en septiembre de 1558, justo después de celebrarse las exequias, ordenando que no se investigaran los desembolsos realizados en Yuste por Luis Quijada, su chambelán, y por Martín Gaztelu, su secretario? Los historiadores justifican el añadido argumentando que ambos ayudantes eran las únicas personas al tanto de la existencia de un bastardo real, Juan de Austria, pero su tesis no puede defenderse seriamente por la sencilla razón de que el muchacho fue legitimado antes de esa fecha.

 

Aunque la falta de pruebas obligue a ser cautos, los hechos apuntan a que el Emperador actuó desde el principio con plena conciencia del aprieto en que estaba poniendo a su hijo. De ahí que decidiera aparentar una cosa y hacer otra. El éxito del plan se debió, desde luego, a su destreza en el juego de la intriga. Eran muchos años de vida política. Pero: ¿por qué pensó precisamente en un autor veneciano para su misa de réquiem?

 

Venecia era el único Estado donde ni Roma ni España podían hacer valer sus pretensiones. La República gozaba desde hacía siglos de una absoluta independencia política, a salvo de la injerencia de las potencias extranjeras, incluida la Iglesia. Las relaciones de Carlos con ella no podían ser, además, mejores. Lejos quedaba la época en que la Serenísima y el Imperio, socios en la alianza auspiciada por Paulo III contra los turcos, estuvieron a punto de llegar a las manos tras la batalla de Prevesa, en la que las fuerzas comunes dirigidas por Andrea Doria, almirante de Carlos, se batieron en retirada ante una flota inferior. Venecia se sintió traicionada. La derrota representó para ella la pérdida de importantes plazas. En las calles se decía que el Habsburgo había pactado con Barbarroja la restitución a España de algunos baluartes del norte de África a cambio de su neutralidad en el Adriático. Por si fuera poco, en las negociaciones con el Sultán, el embajador veneciano, Alvise Badoer, a quien el Senado autorizó confidencialmente a ceder Nauplia y Malvasía si no alcanzaba un acuerdo, descubrió que los turcos estaban al tanto de sus órdenes secretas gracias a la traición del representante francés, quien se esforzaba entonces por mejorar las relaciones de su rey con Carlos. Las sospechas salpicaron a éste y durante años la desconfianza enturbió la amistad de ambas potencias. Luego, todo cambió. Venecia era consciente de que Carlos también había recibido lo suyo en aquellas luchas. Todavía se hablaba de la humillación que supuso para él tener que firmar en 1547 un tratado de cinco años con los turcos como Rey y no como Emperador, título que exigió para sí Solimán con el pretexto de que dominaba Constantinopla. El respaldo de la Serenísima al cardenal Pole en el cónclave del que salió elegido Carafa convenció al César de la prudencia de la Serenísima. Amiga de la tolerancia frente al dogmatismo, Venecia optaba por seguir una senda que la apartaba por igual de Roma y de los protestantes. Allí nadie aceptaba la hostilidad hacia la vida que, bajo la excusa de la religión, habían desencadenado unos y otros. Su idea era que las querellas en el seno de la cristiandad no deben zanjarse quirúrgicamente, amputando y cauterizando. Jesús enseñó otra vía, la misma que la República, con su desprecio hacia las mojigaterías clericales y el puritanismo reformista, intentaba recorrer. La luz radiante que se reflejaba en la superficie de la laguna no iba a apagarse porque los nubarrones de la rebeldía protestante y la restauración católica estuvieran ensombreciendo al resto de Europa. Rica y orgullosa, la Serenísima rechazaba cualquier iniciativa que pusiese en peligro su estilo de vida. Nadie, ni siquiera el omnipotente Rey de España, podía obligarla a cambiarlo. Si éste presumía de que en su imperio jamás se ponía el Sol, ella se ufanaba de que en ningún lugar de la Tierra brillaba como en su laguna, último reducto de la libertad y las artes. La rigidez rectilínea de la mente moderna no prosperaría en aquella ciudad acuática y laberíntica, expresión suprema de los ideales defendidos por los filósofos de la antigüedad.    

 

En Venecia estaba también Tiziano, su buen amigo Tiziano. Desde que lo conoció en Bolonia, veinticinco años antes, sus cartas lo seguían allí donde fuera. Habían congeniado al instante. Carlos disfrutaba tanto de su compañía que cuando coincidían en una ciudad ordenaba que lo alojaran en una cámara contigua a la suya para poder reunirse a solas con él. La rapidez con que el pintor obtuvo la Espuela de Oro y el rango de conde palatino dio lugar a envidias y recelos. ¿No trabajaría quizá para el Consejo de los Diez, como se sospechaba en general de cualquier veneciano? Las mentes aviesas de la corte eran incapaces de percibir la corriente de simpatía sobre la que reposaba la relación de ambos hombres. Preocupaba la influencia del artista. Tiziano sabía lo que hacía y por qué. Su visión del arte no flotaba en el vacío. La polémica entre el modelo florentino y el veneciano encerraba más que discrepancias estéticas. Florencia había identificado la antigüedad clásica con el platonismo y la medida matemática. La predilección de sus creadores por el dibujo frente al color era consecuencia lógica de un espíritu que buscaba trascender el mundo sensible para alzarse al mundo ideal de las formas cristalinas. Los venecianos, acaso porque se consideraban herederos directos de una antigüedad con la que nunca habían roto, preferían identificarla con el equilibrio y la concordia de contrarios. Para ellos la belleza era inconcebible sin voluptuosidad. Su rechazo de la práctica florentina significaba en cierto modo una negación de la política de Roma. Los Papas había elegido, y no sólo en arte, la línea clara, inequívoca, moderna. Carlos era consciente de ello y, de ahí, su predilección por Tiziano, en quien veía reflejado el ideal de un imperio cristiano por encima de las diferencias regionales. Todo esto alimentó su amistad y dio pie a una fluida correspondencia de la que perduran cerca de doscientas cartas, en su mayoría inéditas.

 

La lectura de estas cartas revela que lo que más satisfizo a Carlos de su trato con el artista fue la intimidad lograda al cabo de los años. Un amigo es siempre un bien precioso, pero mucho más para quien ocupa una posición tan elevada. Cuando Tiziano, abrumado por la nostalgia, le contaba que echaba de menos las tardes de invierno junto a Aretino en la vivienda que éste ocupaba al lado del puente de Rialto o se quejaba de que la edad lo mantuviese aislado en el barrio donde estaba su taller, contemplando las cumbres de los Alpes, él mismo sentía la añoranza del amigo desaparecido y los achaques de la edad. El relieve histórico de ambas figuras puede que haya eclipsado su unión personal, pero que ésta existió, y que fue muy fuerte, lo demuestra el revuelo que causó el César al agacharse cierto día delante de toda la corte para recoger del suelo el pincel que se le cayó a Tiziano mientras lo retrataba. ¡Un Emperador a los pies de un artista! Los sabios del momento vieron en la escena un remedo de lo que le ocurrió a Alejandro con Apeles, pero el auténtico significado de la anécdota no debería buscarse en el reconocimiento por parte del soberano de la importancia de la labor artística, sino en la familiaridad de dos personajes que, por obra de su mutuo afecto, habían salvado el abismo social que los separaba.

 

Tiziano sirvió muchas veces a Carlos como intermediario. Facilitaba la tarea su celebridad y el gran número de personas que acudían a su taller por los más diversos motivos. No fue sin embargo a él a quien acudió en primera instancia el Emperador, sino a un conocido suyo, Didimo Bonelli, el criador de perros que le venía suministrando sus lebreles favoritos desde hacía veinte años. Carlos pensó acertadamente que nadie mira por un simple peón cuando está en juego la partida. Libre de la celosa vigilancia de los españoles, Bonelli transmitió a Tiziano el encargo de contactar con Adrian Willaert, maestro de la capilla ducal, a fin de que compusiera en secreto el réquiem que necesitaba el Emperador.

 

Willaert era un viejo conocido de Tiziano. Su relación se remontaba a la época en la que pintó La bacanal de los andrios para el camerino de alabastro de Alfonso d´Este. El compositor, de origen flamenco, trabajaba entonces en la ciudad de Ferrara y el Duque, que lo apreciaba de verdad, exigió que su obra estuviera presente en el ciclo pictórico con el que pretendía ornamentar sus aposentos. Tiziano al principio se sintió fastidiado. En su juventud juzgaba la música una ocupación inferior a la pintura. Donde llega el ojo no llega el oído, decía. Willaert lo sacó del error, y lo hizo tan convincentemente que Tiziano no sólo satisfizo con gusto los deseos del Duque, sino que, entusiasmado con las ideas musicales del compositor, reservó el lugar central de la pintura a la partitura de un canon suyo. Como demostrarían luego sus respectivas carreras, ambos participaban de un mismo espíritu. La provocadora reivindicación que Willaert hacía del oído frente a la tiranía de las leyes musicales, podía equiparse con su preferencia por el ojo y la visión respecto de la tiranía matemática del dibujo. Willaert era la persona idónea para elevar la música veneciana al nivel que se proponía alcanzar en las artes plásticas. Tiziano se percató de ello y recomendó su designación como maestro de la capilla ducal al morir Pietro de Fossis. Por otra parte, el temperamento personal del músico debía de ser muy del agrado del pintor, a cuyo alrededor se formó por aquellas fechas –1527, año del saco de Roma- un círculo de íntimos al que pertenecieron Sansovino, Aretino y Ariosto. El lema añadido al canon de la bacanal, “quien bebe y no vuelve a beber, no sabe lo que es beber”, deja claro cuál era el tono de aquella confraternidad. 

 

La idea de acudir a Willaert se la había sugerido a Carlos su hermana la Reina María de Hungría, quien se había trasladado a Cigales, cerca de Yuste, cuando él abdicó. Ambos compartían desde pequeños su afición a la música. En la Biblioteca Real de Bruselas hay dos dibujos en los que puede vérseles en su palacio de Binche observando las evoluciones de varios grupos de personas disfrazadas que danzan en su honor. La fiesta se celebra todavía a finales de febrero, aunque de noche y en la calle. Ataviados grotescamente, pandillas de quince o más personas recorren la plaza principal portando hogueras móviles que depositan regularmente en el suelo para bailar a su alrededor. Las sombras agrandadas de los bailarines se reflejan en las paredes de las casas produciendo efectos espectrales, como si una muchedumbre de gigantes hubiera invadido la ciudad. Cada cierto tiempo, patean el suelo con fuerza –para despertar a la primavera, dicen- al ritmo de una música demencial, por encima de la cual se eleva el sonido enloquecedor de las trompetas. La existencia de esta fiesta es una prueba del afecto de los habitantes de Binche por la Reina María. El día en que ésta dejó para siempre la ciudad fueron interpretados en su honor los Salmi spezzati de Willaert. Los cronistas aseguran que nunca se había oído nada igual. Era una obra magnífica, una de esas obras que, elevando el corazón de los hombres hasta el orden celestial de las puras armonías, hacen más por la fe que los sermones de los sacerdotes. Willaert había desarrollado en Venecia un nuevo estilo fundado en la percepción antes que en la doctrina, pero, además, había sabido servirse de la estructura de la Basílica de San Marcos –el maestro se dio cuenta allí de que disponiendo dos coros a los lados del altar, cada uno con su correspondiente órgano, podía producir efectos estereoscópicos-, para enriquecer sus obras con combinaciones sonoras de una riqueza inusitada, admirables para cualquier oyente de la época.

 

Cuando publicó los Salmos, en 1550, Willaert tenía 65 años. Ahora ya pasaba de los setenta. Tiziano, que era todavía más viejo, sabía lo difícil que es para un artista estar a la altura de su fama cuando se sobrepasa cierta edad. Tal vez por eso no se extrañó de la negativa del músico. Le angustiaba el fantasma de la repetición. Su puesto como maestro de capilla desaconsejaba, además, la tarea. Una cosa es que la República impidiera la injerencia de las potencias extranjeras y otra que las provocara. El destino profesional de Willaert estaba demasiado ligado a la ciudad. Además de haber sido designado para su puesto por decisión personal del dogo Andrea Gritti, formaba parte de aquella aristocracia espiritual que había dotado a Venecia de las suntuosas vestiduras con las que se quiso encubrir la precaria situación en que quedó tras la caída de Constantinopla y el descubrimiento de América. Gritti, como es sabido, alcanzó su objetivo. Aunque la reforma de Venecia fue una operación estética más que política, el esplendor de que se hizo gala desde entonces consolidó su posición en el concierto europeo. Nadie que observara las soberbias construcciones de Sansovino y Palladio o las pinturas de Tiziano, Veronés y Tintoretto, podía imaginar que la República había estado a punto de sucumbir. La música de la Basílica era otro de los recursos del Estado para persuadir a propios y extraños de que su potencia seguía intacta. Una lluvia de oro permitió organizar la capilla ducal de manera que rivalizara en fastuosidad con la de los Papas. Esto acrecentó su prestigio en todo el mundo, y con él el de Willaert, creador del estilo musical veneciano, un estilo caracterizado por la equilibrada coexistencia de los contrarios, la elevación del alma a través, no en contra, de la sensibilidad.

 

El maestro llevaba demasiado tiempo en los aledaños del poder para no percatarse, en cambio, de la importancia política del encargo. Contrariar al Rey de España y al Papa era una imprudencia, pero complacer discretamente al César y a su sucesor, Fernando de Austria, podía resultar beneficioso. Venecia estaba interesada por aquel entonces en una reordenación política de Italia y cualquier pequeño movimiento de la balanza podía interesarle. Aunque no es posible seguir en detalle las negociaciones, parte de las cuales se hicieron en el mayor secreto, sabemos por Jerónimo Albino, secretario de Federico Badoer, embajador de Venecia en España hasta 1557, que Willaert y Tiziano fueron recibidos por el dux Lorenzo Priuli en sesión extraordinaria del Senado y que uno de los senadores propuso satisfacer al César, pero de forma que pareciera que la República ni lo sabía ni lo aprobaba. Era el estilo que había dado fama a sus diplomáticos. El negocio se trasladó, pues, a un grupo de poetas y músicos que, debido a ciertas denuncias anónimas, había caído bajo la vigilancia de la inquisición estatal, el salón Zantani. Si el Papa o el rey Felipe protestaban, el Senado podría lavarse las manos.

 

Antonio Zantani tenía en 1557 cuarenta y ocho años, algunos más que su esposa, Helena Barozza, dama tan fuera de lo común que se sospechaba fuera la reencarnación de Helena de Troya. Aunque erudito y brillante, la celebridad de la sociedad literaria a la que daba nombre no se debía a sus contribuciones intelectuales, sino a la fascinación que causaba su mujer. Aretino, gran experto en materia femenina, sufrió tal conmoción al conocerla que mandó un retrato a Vasari en 1542 con una nota en la que lamentaba que la perfección celestial de aquella criatura pudiera suscitar deseos tan lascivos. Igual asombro produjo también en Tiziano, que la pintó al menos una vez, aunque desconocemos si en el papel de la romana Lucrecia, cuya honestidad emulaba, o en el de bella sin más. Algunos creen que el retrato así llamado del Palacio Pitti de Florencia es el suyo. Puede ser. En las fechas que nos ocupan, su aspecto forzosamente debía haberse marchitado. La palma se la llevaba entonces una protegida suya, Irene de Spilimberg, quien a pesar de morir poco después, con sólo diecinueve años, había sido ya celebrada por la mitad de los poetas de Italia. Una y otra habían sabido encandilar a los nobles caballeros y las gentiles damas que allí se citaban para cantar, entre miradas púdicamente eróticas, poemas y madrigales acompañados al laúd. Las agradables conversaciones se amenizaban a menudo con lecturas que no siempre se mantenían dentro de los límites de la decencia, obras de Giraldi o Brevio, aunque también de Girolamo Parabosco y Ameto Pastore, miembros insignes del círculo, o con debates sobre temas diversos: si en la seducción cuenta más la naturaleza o el arte, si es más decisiva la belleza del cuerpo o del alma, si es mejor amar abiertamente o en secreto, etc.  Como mentidero literario, el salón era asimismo el lugar propicio para alimentar toda clase de polémicas. La última la había suscitado cierto patricio, Alvise Correr, al acusar al autor de la tragedia Progne de traducir literalmente la obra latina de igual nombre compuesta noventa años antes por su bisabuelo Gregorio. Este tipo de riñas solían acabar mal, pues los rivales, en su afán por desacreditarse, no dudaban en recurrir a cualquier medio, incluida la denuncia secreta ante las autoridades. La vigilancia a la que estaba sometida desde hacía cierto tiempo la casa era fruto de una de esas intrigas poéticas. Pero no hay mal que por bien no venga, pues es gracia a ello, a los documentos de la inquisición veneciana, como sabemos que el autor del réquiem imperial tuvo que ser o bien Claudio Merulo o bien Andrea Gabrieli, únicos compositores de relieve que, durante el año 1557, acudieron a las citas semanales de la academia.

 

Merulo y Gabrieli alcanzaron la cima de su fama muchos años después de los hechos que estamos narrando, durante las fiestas celebradas en 1574 en honor del rey Enrique III de Francia. El cronista Tomaso Porcachi refiere que a la conclusión del Te Deum compuesto expresamente por Giuseppe Zarlino, los dos interpretaron a la vez, cada uno desde su órgano, una música deliciosa que emocionó al monarca mientras oraba de rodillas ante el altar mayor de la Basílica. En 1557 ambos eran bastante jóvenes. Claudio tenía veinticinco años, Andrea veintiséis. Sus carreras acababan de empezar y lo más probable es que ambicionaran los mismos puestos, deseo que dio pie a la leyenda, no exenta de fundamento, de una torva enemistad. Merulo era el segundo organista de San Marcos. Gabrieli, titular en San Jeremías. Willaert y Tiziano no se dirigieron al primero. Siendo extranjero, difícilmente iba a arriesgarse a asumir un encargo cuyas consecuencias resultarían fatales para un músico itinerante. Gabrieli, en cambio, no tenía ningún motivo para rechazar la oferta. Haberla asumido es lo que, de hecho, explica las curiosas vicisitudes de su vida en los años siguientes: su viaje a Alemania, donde fue muy bien recibido por los adversarios del Papa y del rey Felipe, y su retorno triunfal, diez años más tarde, a Venecia, que le acogió como hijo pródigo, desplazando a Merulo y confiándole toda la música ceremonial con que fueron festejados los grandes acontecimientos del siglo, desde la victoria de Lepanto a las exequias del dux Marcantonio Venier o sus sucesores. ¿Asumió Gabrieli el riesgo de enojar a los mayores mecenas del momento amparado por las autoridades venecianas?, ¿respondieron sus idas y venidas de la ciudad a una calculada intriga política? Con los datos existentes, la respuesta es dudosa. Lo único seguro es que pocos músicos estaban tan capacitados como él para componer una misa al estilo severamente polifónico que deleitaba al Emperador. Años después, en 1585, lo demostraría con los coros del Edipo Tirano, tragedia que inauguró el Teatro Olímpico de Vicenza, el célebre proyecto de Palladio.

 

Afortunadamente, contamos con una prueba a favor de la tesis de que fue Andrea el compositor de la partitura; una alusión en un texto del Padre José de Sigüenza, bibliotecario del Escorial y autor de la Historia de la Orden de los Jerónimos, a cierto fraile que, durante las honras del dux Venier en Venecia, reconoció un salmo de Gabrieli que, según dijo, él mismo habría cantado en las exequias imperiales de Yuste. Se trata en concreto del salmo 142, Domine exaudi orationem meam, incluido en la colección de los Psalmi Davidici realizada por Angelo Gardano en 1583. Sin descartar, por supuesto, que la noticia sea falsa, hay que admitir que en esta historia concurren demasiadas casualidades para echarlas en saco roto.

 

Naturalmente, los medios de los que se sirvió Tiziano para completar la misión nos son desconocidos. Que pudo aprovechar sus envíos de pinturas o cartas es una posibilidad; que recurrió a otros métodos, también. El lector de hoy, acostumbrado a soluciones novelescas, quizá prefiriera aquí unas gotas de fantasía, algo que rematara admirablemente el enredo –por ejemplo que las páginas de Gabrieli viajaran a Yuste cosidas en el Diálogo della pittura, el nuevo libro de Lodovico Dolce, amigo de Tiziano, o en Las imágenes de los Césares, texto que dio fama a Zantani, o en los Trionfi de Giovio, publicados también por esas fechas en Venecia a costa del Emperador, muy satisfecho con el relato que se hacía allí de su participación en la toma de Túnez-, mas esta clase de recursos apenas aportaría un ligero barniz dramático a una historia que, dadas las lagunas documentales, bastante tiene con ser verdadera. 

 

En cuanto al Emperador, todo apunta a que, con la muerte como única perspectiva, acabó por encontrar en Yuste la serenidad que estaba buscando. La anticipación de la vida eterna había transformado su carácter. Se sentía más libre e indulgente, bromeaba a menudo con los criados y lejos de enfurecerse como al principio al descubrir que la huella de sus actos y palabras era ahora menos profunda fuera que dentro de sí, experimentaba un devoto regocijo al pensar en la consumación de su existencia. Lamentablemente, el dolor físico y las visitas le impedían consagrarse como hubiera querido en su salvación. Un día tras otro acudía al monasterio gente ansiosa de rendirle homenaje. Carlos tomaba estas intromisiones como una suerte de penitencia. Ya no le gustaban los cortesanos. En sus rostros adivinaba siempre la misma perplejidad, como si hubieran estado preguntándose en qué puede pensar un hombre que ha renunciado a las riendas de la Historia, y ahora, al conocerlo, les chocaran las respuestas que habían barajado. Salvo Francisco de Borja, que pasó a su lado dos días completos rezando, ninguno dio muestras de entender el sentido de su resolución, la necesidad de negarse para salvarse, primer mandamiento del cristiano.

 

Entre las novedades, destacaba la charla diaria con Fray Juan de Regla, a quien el Emperador había tomado afecto. Solían reunirse en el jardín, junto al estanque, alrededor del cual daban monótonos paseos aprovechando el calor del sol. Las piadosas exhortaciones del confesor hacían poca mella en Carlos, pero a este le gustaba la destreza del fraile para deslizarse por los recovecos de su conciencia. Por supuesto, no encontraba nada de qué reprocharse. Saber que había obrado siempre de acuerdo con los designios del Señor le aliviaba de cualquier culpa. Esta certeza la trasladaba también al proyecto del funeral. El fraile, terriblemente angustiado por las consecuencias, llevaba mal la carga. Se sentía responsable de lo que pudiera suceder. Todos los días preparaba concienzudamente nuevos argumentos con el fin de disuadir al César de su plan. Debía abordar el asunto con extrema cautela, sin olvidar que la persona que tenía delante no había conocido ningún poder por encima del suyo. Carlos bromeaba a menudo diciendo que su actitud recordaba a la de los censores del Santo Oficio. La broma no era absurda del todo, pues pocas cosas deseaba el fraile tanto como prevenirle del peligro de creerse siempre guiado por la mano de la providencia. Por desgracia, era impensable plantear abiertamente el tema. El César podía interpretarlo como una reprobación de sus actuaciones soberanas. Debía recurrir a métodos indirectos y confiar en la sagacidad de su interlocutor. Su principal línea de ataque era que el maligno aprovecha cualquier medio para menoscabar la pureza de las almas. El retiro no basta para garantizar la salvación. Hay que liberar la mente, ya que ésta permanece ensombrecida y sin capacidad para las cosas espirituales mientras sigue atada a los apetitos de la carne, entre los cuales se encuentra el deseo de venganza. Carlos captaba el mensaje. Sabía que el desquite por la calumnia del Pontífice era el último vínculo que le quedaba con el mundo, la prueba de que aún no había roto todas las cadenas. Las dolencias corporales que lo azotaban día y noche las ponía en la larga cuenta del más allá. Gracias a ellas su alma se depuraba. Pero: ¿y el ojo por ojo?, ¿qué sentido tenía esto sino proporcionarle al maligno una excusa para perderlo? Fray Juan estaba en lo cierto, solo que no era la soberbia, como él suponía, sino la dignidad, lo que le empujaba a desobedecer las disposiciones conciliares. El fraile, limitado por la modestia de su sangre, tenía dificultades para comprender que el papel de la jerarquía es muy delicado y que, al igual que la fe, no puede flaquear jamás porque si lo hace no vuelve a renovarse. Hasta para la Iglesia, creer en sí misma y su tarea como depositaria de la palabra divina resulta tan crucial como creer en Cristo. Dios todopoderoso, repetía una y otra vez el Emperador, sabía que su cólera no apuntaba al Santo Padre, sino a la persona que ocupaba eventualmente el cargo, y que tampoco era su voluntad personal de reparación, sino la de la casa  Habsburgo, a la que representaba, la que exigía un escarmiento ejemplar.

 

Las conversaciones con el confesor aquietaban su alma, al contrario que los chascarrillos cortesanos, que perturbaban su retiro y solían producirle gran contrariedad. Bastaba cualquier alusión a los sucesos del momento para que las viejas pasiones reaparecieran como llagas purulentas. Ni siquiera el triunfo de San Quintín le proporcionó la dicha esperada. Cada vez le interesaban menos las cosas del mundo. Además, la gota, la diabetes, las fiebres tercianas, y al final todas estas dolencias juntas y otras nuevas, le impedían dormir y concentrarse. Empezaba a sentirse como la cuerda destensada de una guitarra. Algo estaba aflojando sus clavijas. Pero los instrumentos desafinados vuelven a afinarse; los hombres no. 

 

La primavera fue, sin embargo, excepcionalmente buena. Después de la coronación de Fernando y la publicación de su renuncia al Imperio, se había convertido al fin en un ciudadano particular. Esto le rejuveneció. Ansioso por debutar en su nueva condición, ordenó que le hicieran un sello con sus armas desprovisto de ornamentos heráldicos: corona, águila y toisón. Luego, el día en que llegó a Yuste el documento, reunió a sus criados y les anunció que a partir de ese instante dejaba para siempre de ser Su Cesárea Majestad Católica. Debían tratarle como a otro noble cualquiera, cosa que, por supuesto, nadie hizo y que le obligó, aunque sin éxito, a repetir una y mil veces, inútilmente, que ya no era nada.

 

Nada. La palabra le gustaba. La palabra y, sobre todo, la idea. Vislumbraba en ella la máxima proximidad a Dios. Los meses transcurridos en el monasterio le habían hecho comprender la necesidad de vaciar la vida antes de recibir a la muerte. Cualquier pequeña ligadura con el mundo, aunque del grosor de un hilo de araña, produce padecimientos terribles llegada la hora del tránsito. Los extenuantes dolores del parto apenas son nada comparados con las fatigas que esperan ese día a quienes siguen apegados a las cosas terrenales. Pero no era su caso. El Emperador imploraba al cielo para que no aplazase su muerte y para que esta le sorprendiera con el crucifijo en las manos, el mismo crucifijo que había sostenido su esposa al morir. Su espera hacía pensar en el soldado que ha arrimado la escala a la muralla enemiga y ansía subir por ella antes de que los centinelas se den cuenta. Subir para diluirse y desaparecer. Hasta el recuerdo de su paso por la tierra lo hubiera borrado de haber podido. Cuando supo que por fin su nombre, sustituido por el de su hermano, no sería invocado en las plegarias de la misa, lo celebró como quien se libra de un falso juramento.  

 

La indiferencia del César hacia las cosas del mundo lo liberó de sus preocupaciones y responsabilidades, las pequeñas responsabilidades que aún le quedaban, y ello tuvo un efecto benéfico, aunque no deseado, sobre su salud. Por supuesto, también tuvo que ver con este inesperado restablecimiento la llegada de las partituras de Gabrieli. Durante tres meses, calenturas, catarros, estreñimientos y flemas desaparecieron. Mathesio, el médico, estaba perplejo y los monjes hablaban de las virtudes milagrosas del retiro. Da la impresión de que la muerte le hubiera concedido una prórroga, el tiempo que precisaba para vengarse del Pontífice. Después, cuando el plazo concluyó, Carlos volvió a enfermar, esta vez sin remedio. Mathesio escribió que el César supo que le había llegado la hora cuando perdió el apetito. En realidad, fue un poco antes, en el momento en que el dolor de la pierna se hizo insoportable. No era el dolor del cuerpo, sino el dolor de la muerte. Ella había anidado ya en su carne igual que los estorninos en las copas de los árboles del claustro. No tenía sentido continuar aplazando la decisión: había llegado la hora de dar el paso definitivo.

 

Las exequias se celebraron el último día de agosto de 1558, a la caída del sol, en la iglesia de los jerónimos. En medio de la nave, rodeado de cirios, se alzaba el negro catafalco imperial. Sobre el altar, deslumbrante, la Gloria de Tiziano. Participaba de la ceremonia la congregación en pleno y, vestidos de luto, todos los criados de su majestad a excepción de Luis Quijada y Gaztelu, prudentemente alejados del monasterio a fin de evitar las represalias del Rey.  Entre los feligreses, ataviado del mismo modo que ellos y llevando un cirio en la mano, Carlos de Habsburgo. El oficiante, presumiblemente el prior, vestía una casulla llena de perlas que el difunto guardaba como recuerdo del prelado que lo bautizó en la Iglesia de San Juan de Gante. El resplandor de las velas y el humo del incienso debieron prestar a los cuerpos calidades fantasmagóricas. La misma impresión debieron producir las plegarias del coro, la monotonía de la liturgia y el patético tañido de las campanas y el órgano. Sumido en esta atmósfera desmaterializada, es improbable que el Emperador se sustrajera del todo a los escrúpulos. Aquellos honores que se le estaban tributando eran al fin y al cabo un sacrilegio. ¿Valía la pena haber vuelto el rencor peor de lo que es, servirse de la muerte para devolver al adversario ofensas que mejor hubiera sido perdonar en nombre de Jesucristo? El historiador no puede saber qué clase de pensamientos rondaron la cabeza de su majestad en aquella hora tremenda, mas si damos crédito al único testigo que dejó recuerdo del hecho, al concluir la ceremonia, en medio del estupor general, Carlos caminó muy despacio hasta el altar y ofreció al sacerdote el cirio que llevaba, depositándolo en sus manos no como quien entrega algo a alguien, sino como quien, seguro de haber obrado como debía en esta existencia perecedera, restituye su alma al Altísimo.

 

La muerte, conjurada por las voces graves de los cantores del réquiem de Gabrieli, acudió a su lecho tres semanas más tarde, el tiempo que tardó su alma en desprenderse definitivamente de su cuerpo. Pertenece a la lógica de la Historia que aquella música se escuchara únicamente una vez y desapareciera para siempre.

 

 

En el prefacio se mencionan dos cuadernos manuscritos de ciento cincuenta páginas numeradas tamaño folio. Cada uno de ellos contiene miles de notas escritas con caligrafía excelente –letra menuda, apretada, generalmente en tinta negra. Aunque estas notas son aparentemente el fruto azaroso de lecturas hechas por Contarini en la Biblioteca Marciana y el Archivo del Estado veneciano, hay tres excepciones: dos en el primer cuaderno (un grupo de cincuenta y tres notas, de la pagina treinta y dos a la cuarenta y siete, referidas específicamente a la ceremonia musical celebrada en la Scuola Grande di San Rocco en 1609, objeto del siguiente capítulo; y otro similar de apuntes distribuidos anárquicamente, aunque subrayados en rojo, dedicados a Albinoni) y una tercera en el segundo cuaderno, entre las páginas cincuenta y ocho y sesenta cuatro. Se trata, en este caso, del esquema parcialmente desarrollado de la historia que acabamos de ofrecer. Abundantes interpolaciones y correcciones muestran que Contarini revisó a fondo esas notas, cuyo destino, si tenía alguno, no he logrado averiguar. Estoy convencido de que un estudio más profundo arrojaría mayor claridad sobre los aspectos oscuros del tema, pero lamentablemente no está en mi mano llevarlo a cabo. No soy historiador y me he limitado a recrearlo conforme a mi gusto personal.

 


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