La contemplo en una de sus fotos de juventud. Melena undosa, la nariz recta y bien definida, los labios ajustados para el beso o el desdén y la ironía bailándole en esos ojos de gata capaz de dominar cualquier tejado.
Se acababa de apear de una portada de Harper’s Bazaar cuando el cine la reclamó. Así, con toda naturalidad, esta chica modelo se convirtió en uno de los más reconocibles iconos exportados por el Hollywood de los años 40, sin que le diera tiempo a desvestirse de ese mohín de alta costura ni de la mirada afilada, capaz de derretir el hierro forjado.
Esa aportación férrea corría a cargo del hombre sin más atributos que una gabardina cruzada y un sombrero ladeado de cuyo bracete Lauren Bacall caminó por las pantallas y por la vida: más bien bajo, no guapo, con un rictus de fastidio y amargura congelado en el rostro, como si le doliera el estómago del mundo. Bogart no sale en la foto, pero se le percibe fuera de cuadro esperando a su chica. Por si acaso, ella le ha dicho: “Si me necesitas, silba”.