Algo se me rompió para siempre cuando ella se fue.
Se apagó la luz, huyó el color, murió el calor, cierta seguridad volátil, casi todo lo confortable. Se me fue el olor de la lechuga recién cortada; la sabiduría de los corredores de jazmín, la de las cortinas de algodón. El sabor y el gusto de lo artesanal de sus manos precoces, locuaces, bárbaras, adoloridas, acogedoras.
Ese poso permanente que destila lo sombrío lo albergo desde entonces.
Fue el 3 de mayo de 1994. Aunque ella empezó a irse mucho antes.
Se iba y yo comencé a correr por los pasillos, a tropezar ansiosamente con los interruptores, a sentir que la vida se iba cada noche. La suya, ergo, la mía.
Siguió yéndose y las persianas se desenroscaron sin permiso, oscureciéndolo todo, del piso hasta mis pestañas; las risas no eran sino ecos perversos y mutilados de lo que yo juraba recordar y se veía esa pobre luz sin lumbre, que ni siquiera era más bermeja.
Hasta que un día se fue y ya no volvió más. No me quebré. Insistió, una terca de seis años: si ella no regresaba, los cuadros no volverían a la pared. Pero ella jamás regresó y los cuadros los tuve que colgar. Me las lloré todas en esa colcha verde; tantas, que ni Juan Rulfo me consolaba:
Fue la última vez que te vi. Pasaste rozando con tu cuerpo las ramas del paraíso que está en la vereda y te llevaste con tu aire sus últimas hojas. Luego desapareciste. Te dije: ‘¡Regresa!’
De no ser por la tristeza infinita que vino después, diría que la inmovilidad de los años grises se instaló sin querer. Tanto, que no tengo memoria de aquellos días infames porque nada pasó. Como la realidad no estaba ni ahí con ayudarme, empecé a dedicarle réquiem por todas partes:
—Las personas viven para siempre porque alguien las lleva consigo.
—Tú estás en mí.
—El olvido está lleno de memoria.
—Qué noche más inmensa sin ti.
—No hay extensión más grande que mi herida. Lloro mi desventura y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida.
Y pequeñas muertes en cada despedida.