Dice Natalia Ginzburg en un delicioso ensayito, “Mi oficio”: “yo sólo puedo escribir historias. Si intento escribir un ensayo de crítica o un artículo de encargo para un periódico, lo hago bastante mal. Lo que escribo entonces tengo que buscarlo fatigosamente fuera de mí.”
Más adelante, en el ensayo de marras, la Ginzburg elabora un poco más, no sin cierta bella —¿quizás deliberada?— confusión de su parte y le da la estocada final al elusivo y resistente toro: “Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero en cualquier caso, historias, cosas en las que no tiene nada que ver la cultura, sino la memoria y la fantasía. Este es mi oficio, y lo haré hasta la muerte.”
En el caso de los narradores Rafael Pérez Gay y Antonio Ortuño, a no dudarse contadores natos de historias, columnistas ambos, lo escrito por la italiana Ginzburg la contradice y, al mismo tiempo, la afirma.
Vaya enredo.
Paso a explicarme.
Es cierto parcialmente cierto que el oficio de escribir equivale a inventar cosas, a veces cuantas más mejor, pero solamente las invenciones bien escritas —sea ustedes testigos de cómo descubro el hilo negro— resisten. Pregúntenle al fantasma de Bioy Casares las veces que tuvo que reescribir La invención de Morel hasta que sintió que habría logrado no sólo una cosa digna de ser leída, sino una novela clásica y que se adelantó a la era de la realidad virtual, una novela surgida de la más pura y mítica invención.
También es —en este caso más que parcialmente cierto— verificable que para escribir historias siempre, siempre, mil veces siempre, hay que romperse la cabeza buscando aquello, lo que sea que eso signifique, que se halle afuera, más allá, en la lejanía, distante de uno.
Aplicado lo anterior a la escritura, a esto se le llama, precisamente, inventar.
Más al punto: aplicado todo lo anterior a Pérez Gay y Ortuño, sus historias lo mismo buscan, indagan, barruntan con fortuna lo que está fatigosamente fuera de ellos. Ahora bien, lo que está fuera de ellos también se halla dentro de ellos como narradores, estrictamente hablando. Más aún, sin el fondo infinito, infinitamente engañoso de la memoria, me atrevo a decir, a escribir, que ambos no contarían entre nuestros principales contadores de historias.
De hecho, las historias que escriben son, a un mismo tiempo, el registro de cuanto gira y se revuelve en su interior, así como una puntual y descarnada crónica de cuanto ocurre a su alrededor, el exterior, desde el microcosmos doméstico hasta el país y el planeta Tierra mismos. Es decir, en términos de las frases citadas de Natalia Ginzburg, según yo: el mejor de los mundos posibles en eso que se entiende como el oficio de escribir.
Ambos escritores, entre los mejores de sus respectivas generaciones, tienen una obra consolidada, que crece y que muchos lectores conocen Aquí me limitaré a un superficial, espero que útil, comentario a dos oportunos libros, uno de ellos una antología personal y el otro, un rescate editorial largamente esperado.
“Y todo eran tinieblas. Y todo eran tinieblas. Y todo eran tinieblas. Y todo eran tinieblas.” —escribe Antonio Ortuño en una página de su primerísima novela, o al menos la que decidió publicar en 2004, El buscador de cabezas, hoy bajo acertado rescate por Tusquets en edición definitiva.
Y doblemente acertado, argumentaría, porque después de catorce años la novela se lee no sólo como en su debut, sino como una novela nueva a la luz de lo que pasa hoy en México (el famoso espejo de Stendhal) y con seguridad seguirá pasando. Me refiero no sólo a la degradación de la política y del país, sino a las formas en que el Poder se despliega, convence, atrae, compra, vende, convierte a la comunidad en una “sociedad punitiva” (Foucault dixit) a la sombra de la cual vivimos todos, verdugos y víctimas, inocentes y delincuentes, fachos y sensatos.
Cierta crítica, por ejemplo Christopher Domíngez Michael, desacredita novelas como El buscador de cabezas soltando la tarareada admonición de que se trata del arte menor de la novela política, y su más execrable ejemplo Luis Spota y, en menor medida, el rijoso Ricardo Garibay, prosista salvaje a quien siempre le importó un comino la República de las Letras.
Me pregunto: ¿y qué me dicen de Víctor Hugo? Autor canónico ya no de Los miserables, sino de sendas novelas ultra-políticas, magníficas, una de ellas “auto-ficción” avant la lettre, Historia de un crimen, donde el gran maestro narra, en su condición de diputado de la Asamblea Nacional, los sucesos que siguieron al golpe de Estado de Luis Bonaparte en 1851, así como de la multitudinaria novela El Noventa y Tres, acerca de los destinos del aristócrata Lantenac, de su sobrino Gauvain y de Cimourdain, el sacerdote revolucionario. Todo ello con el paso de Luis XVI por la guillotina el 21 de enero de 1793 como telón de fondo —que en Víctor Hugo éste se transforma igualmente en fuente de protagonistas que se cruzan y chocan arriba del escenario.
Esta edición definitiva incluye un prólogo escrito por Patricio Pron que se remonta a los orígenes de El buscador de cabezas, al tiempo que indaga en la actualidad y futuro de la novela:
De hecho, y contra lo que pudiera pensarse, la novela de Ortuño no dirige sus dardos únicamente contra aquellos poderes económicos y religiosos que no sólo en México se inclinan por lo general hacia la derecha y en algunos casos se alojan en sus extremos: en la novela se cuestionan igualmente la hipocresía de los sectores progresistas de la sociedad, la corrupción de las esferas estatales, la connivencia y el cinismo de una prensa deliberadamente comprometida con la tarea de no informar, el racismo y el desprecio por las minorías, la pasividad de toda una sociedad ante una violencia que se agudiza y sistematiza de una forma que no puede pasarle despercibida a ninguno de sus integrantes.
No me queda más material original que agregar. En la reseña que en su momento publicó el crítico Rafael Lemus no sólo corrobora lo anterior, sino que toca además la cuerda estilística que Ortuño confirmó con su reciente (y justamente celebrado) libro de relatos, La vaga ambición: “la habilidad del autor para construir una novela política cuando el resto de su generación desconoce cómo conjugar la narrativa con la cosa pública. Ortuño compone una fina fábula política y, al hacerlo, desmiente los temores de sus coetáneos […] Su sustancia –su veneno– descansa en el estilo, no en la anécdota. Hay que leer entonces, letra a letra, su prosa. Hay que decirlo, entonces, desde ahora: Ortuño es un prosista relevante. No lo es, por fortuna, a la manera de los estilistas, esos seres que moran entre el amaneramiento y la elegancia. No lo es, tampoco, como los experimentales, felizmente enemistados con el orden. Es algo más clásico: un ilustre constructor de frases.”
Siguiendo la razonada y puntual ponderación de Lemus (“El ingenio verbal que no deviene sucesión de ocurrencias”), el próximo libro de Ortuño bien podría titularse “La invencible fluidez”.
La mejor novela escrita en México en los últimos nueve años es Nos acompañan los muertos, de Rafael Pérez Gay. No carente de cursilería, Arnoldo Kraus escribió en una reseña a la novela: “Por medio de la escritura Pérez Gay mitiga el silencio de las noches interminables y acompaña su frustración ante la dureza de los días irreparables.”
¿Realmente merece semejantes tópicos (ah, noches interminables, ah días irreparables) una de las novelas que arranca como pocas y logra el imposible arte de combinar la seriedad, el regocijo y la precisión en la apertura? Leamos:
Todos hacemos lo contrario de lo que alguna vez quisimos. Ésta es la clave del destino y al mismo tiempo una ley de la historia. Lo digo rápido: acaban de leer un aforismo de Cioran, la marca de mis días y el emblema extraño del presente y del pasado de México.
Por aquí se asoman el conocido mostacho de Nietzche y el Eterno Retorno: henos aquí una vez más, parados al pie del acantilado de los comicios que se aproximan, que ya están separando, como hace doce años, a familias, hermanos y amigos, con el encono, la rabia, la ceguera y la sordera de quien no está dispuesto a ceder un milímetro en la arena de la política electoral.
En otras (y pocas) palabras, la novela Nos acompañan los muertos logra conciliar a la Ginzburg apegada a la pura fantasía que no encuentra nada en el mundo exterior con el trasunto de la italiana y escribir cosas vinculadas directamente, sin escalas, con los recuerdos y la memoria (¿es posible escribir de otra manera?).
Tan es así que en la solapa de Arde, memoria. Antología personal, aparece el siguiente blurb (si la frase proviene de otra parte confieso mi ignorancia) de, precisamente, Christopher Domínguez Michael: “Con pocos narradores mexicanos contemporáneos siento tanta intimidad como con Rafael Pérez Gay.”
Yo, que en muchos asuntos estoy en desacuerdo con Christopher, confieso que esta vez coincido seriamente (sí, seriamente) con su apunte.
Como el hermano Pepe, yo también pasé un languideciente y perezoso año en Lisboa, harto del maldito fado, lejos de las multitudes turísticas y locales que se arrejuntan como manada en los atestados y descascarados y viejos arrabales (porque se caen, aquello parece La Habana) del Chiado, Alfama y Barrio Alto.
Más de un amigo y alguna ex-novia han llamado esnobería a este intento de fuga hacia adelante.
Lo mío fue largarme lo más lejos posible de los barrios históricos y exiliarme en los alrededores del Parque de Las Naciones (sede de la Expo 98), en el extra-radio lisbonense.
Ahí, en la intimidad del amplío apartamento que me hubiera sido imposible conseguir en el Chiado, donde todo son ratoneras, bellas pero ratoneras al fin, un día me hicieron llegar hasta mi escondite un ejemplar de No estamos para nadie. Escenas de la ciudad y sus delirios y comencé a leer algunos de los textos ahora antologados en Arde memoria. ¡Jamás encontré más verídico aquello de que la risa hace la vida más soportable! ¡Nunca antes había encontrado una prosa rabiosa, crujiente (Arnoldo Kraus diría: cosquillosa), que me recordara las tragedias domésticas del tipo Jorge Ibargüengoitia!
En aquel apartamento bien iluminado del Parque das Nações supe que el auténtico heredero de Ibargüengoitia, del crítico severo, lúcido y lúdico de nuestras más arraigadas y patéticas costumbres, es en realidad, pésele a quien le pese, Rafael Pérez Gay, el columnista semanal.
Más de un amigo se ha convertido en ex-amigo, y otros tantos malencarados que se sienten, finas tías de Celaya, custodios y herederos exclusivos del guanajuatense, me lo han echado en cara sin decir una palabra.
En cambio, decir esto de Ibargüengoitia y Pérez Gay me ha servido en varias ocasiones de certero punch line en mi trato con el sexo femenino (no sé por qué, pero a ellas les parece interesantísimo, así sea a muy mi pesar: en lugar de ir y pasar a otra cosa, invariablemente salen corriendo, fatigando, bajo su propio riesgo, aceras a ciegas, en busca del primer libro de Pérez Gay que encuentren. Más de una ha cometido el consabido equívoco y me ha reclamado que La supremacía de los abismos la hizo llorar en lugar de reír u otra que se ha sentido profundamente ofendida con El imperio perdido por su desconocimiento del idioma alemán).
¡Pinche Chiado! ¡Pinche Barrio Alto! ¡Pinches lisboetas, apoltronados en su saudade!: ¡Pinche yo, que fui feliz en mi autoexilio leyendo las crónicas, algunas de ellas incluidas en Arde memoria: “Las miniaturas del mundo”, “La invasión blanca”, “Pregunta quién es”!
Es fama que a Ibargüengoitia le molestaba escuchar que era un escritor humorístico. A su manera, Rafael Pérez Gay también sabe que las cosas van en serio, que los relatos no se escriben sin extirpar y meter a la licuadora de la imaginación viejas amistades, experiencias sufridas, asombros que habría sido preferible no vivir.
Al igual que Ortuño, la literatura de Pérez Gay sigue la ineludible ruta del lenguage preciso, en una sóla dirección: hacia abajo, vertical, como lo ha escrito Roberto Juarroz:
Un abismo hacia arriba.
Otro abismo hacia abajo.
Y entre arriba y abajo,
cuajado entre ambos abismos,
el hombre,
nada menos que otro abismo.
Es tan en seria la cosa que las primeras páginas de Arde memoria ofrecen una “Autobiografía instantánea” en página y media que pone en jaque a los traficantes de ese género hoy de moda, las mémoires.
Extractos de un clásico de la autobiografía como sólo Charles Lamb o Tito Monterroso sabían practicar ese arte —si breve, dos veces bueno:
Me acerco peligrosamente a los sesenta años. He visto pasar muchos días, he intentado entender mi lugar en el mundo y saber algo de mí mismo; o sea, señoras y señores, no me cuezo al primer hervor […] ¿Puede hacerse una autobiografía en cuatro párrafos? No estaría nada mal que fuera posible, nos ahorraríamos muchas páginas de ésas en las cuales los autores se hacen los interesantes: nací en algún lugar de las entreguerras y cosas así. Mejor digo esto: mi papá leía periódicos con una ansiedad incontrolable; mi mamá, novelas, despacio y sin pausa. Por eso escribo […] A mí no me queda eso del artista adolescente. Me gustaban las muchachas, el futbol y algunos libros. No olvido a los amigos que me hicieron posible.
Sea.
Conmigo es otra y la misma historia. Me siguen atropellando los días y ni idea de mi lugar en el mundo; sigo coziéndome al primer hervor. No acabo de entender por qué escribo, temo que los amigos que me hicieron posible hayan comenzado a olvidarme y, Rafa, aunque sigue por aquí, yo también extraño a mi mamá.